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Solas, en medio de las ruinas de las ilusiones

Con una veintena de capítulos en el aire, el unitario “Para vestir santos” que emite el trece, se revela como el gran hallazgo del año en materia de ficción. Por Miguel Passarini

En Las tres hermanas, el dramaturgo Ruso Antón Chèjov plasmó como nadie la desesperanza y el desasosiego de tres mujeres destinadas a la soledad, a la infelicidad y al fracaso, con una sutileza única en el contexto de la Rusia de comienzos del siglo pasado y en el corazón de una familia sombría donde apremia, casi como un fantasma de cada uno de los personajes que describe maravillosamente el autor de Tío Vania y El jardín de los cerezos, la irremediable fatalidad.  

Acaso imbuido por la mística chejoviana, aunque aquí la intensidad es una marca permanente e indeleble, el dramaturgo y director teatral porteño Javier Daulte (Nunca estuviste tan adorable, ¿Estás ahí?) concibió una de las pocas perlas de la presente temporada televisiva: Para vestir santos (miércoles, a las 22.45, por El Trece) que, con algo más de veinte capítulos, ocupó un nicho que supieron dejar clásicos de Pol-ka como los inolvidables Vulnerables o Culpables, herederos de unitarios que hicieron historia en la tevé argentina como Nosotros y los miedos, Atreverse o Compromiso, cuando Ricardo Fort apenas si revolvía el chocolate y jugaba con los Jack, y la tevé argentina parecía estar destinada a ser otra cosa.       

En Para vestir santos, que cuenta con la dirección del siempre lúcido Daniel Barone y que por suerte alcanza cada miércoles un rating que le ha permitido sostenerse (incluso superó holgadamente al promocionado unitario de Telefé, Lo que el tiempo nos dejó), Javier Daulte plasma con extrema sensibilidad, pero apelando a los recursos del melodrama, los avatares de tres mujeres de alrededor de 30 años (poco más, poco menos), que viven a la sombra de una madre castradora (Betiana Blum) que tras su muerte (acontecida en el primer capítulo) sigue haciendo de las suyas en el imaginario pueril y desgraciado de Susana (insuperable Gabriela Toscano), la mayor; Virginia (sorprendente Griselda Siciliani), la del medio, y Malena  (extraordinaria Celeste Cid), la más chica.

Conflictos con la sexualidad, conflictos para llevar adelante una pareja, conflictos entre sí, conflictos arrastrados desde una infancia marcada por abandonos y experiencias tristes, en Para vestir santos (acaso el más doloroso de los estigmas que por generaciones cargaron en la espalda mujeres que vieron y ven como la vida se les pasa sin remedio), el amor, la muerte y las relaciones de pareja son resignificadas permanentemente, a partir de una construcción de personajes que no temen a la duda, que son deliberadamente perdedores, que sin remedio se juzgan a sí mismos, y donde todo parecido con la realidad no es una coincidencia sino un acierto, que parte de la pluma “impiadosa” de Daulte, un verdadero especialista en disfuncionalidades varias, ya sea de familia, de pareja o de lo que sea.    

Es así como la intención está puesta en los vínculos de estas mujeres entre sí y con los demás, en un mundo donde los hombres parecen ser intercambiables, dado que Susy los utiliza en su propio beneficio, Virgi los pone a prueba, y Male aún no sabe si le gustan.    

De este modo, el drama y la comedia conviven con la cotidianeidad de estas mujeres, cuyo afecto masculino más cercano, el del tío Horacio (impresionante trabajo de Hugo Arana), también se esfumó de la noche a la mañana cuando, víctima de una leucemia fulminante, las abandonó para siempre, en uno de los mejores capítulos del ciclo.   

Momentos musicales (el sepelio de Horacio coreografiado con “Paisaje”, clásico de Franco Simone se destaca entre los mejores) conviven con otros ásperos, de frases dichas con dolor, donde cada una de las hermanas San Juan destila el veneno que bebió, quizás obligada por las circunstancias, pero concientes del mal que causan en los demás.

Los trabajos de Rafael Ferro, Fernán Mirás, Daniel Hendler, Héctor Díaz, Alfredo Casero o Esteban Moloni, entre otros, son el soporte para armar el rompecabezas de esta casa de mujeres en la que la resistencia al devenir de la vida se opone con pequeños resabios de una felicidad que se hace añicos apenas es divisada.  

Con algo más de veinte capítulos en el aire y con una innumerable cantidad de fanáticos que hacen público su reconocimiento al unitario a través de sitios de internet variopintos, en particular a través de la red social Facebook, desde donde se pueden bajar algunos de los capítulos y hasta se comentan las escenas, la ficción, que tiene mucho de los recursos del teatro, acciona desde registros particulares con parlamentos por momentos inverosímiles (o atípicos para la televisión y más propios del teatro) pero, al mismo tiempo, imprescindibles para contar una historia que hace honor al melodrama clásico: pasajes lacrimógenos se mixturan con otros patéticos, en los que se lucen tanto las palabras como los silencios.

Como si el drama de estas tres mujeres no hubiese sido suficiente, el crecimiento que tuvo en los últimos capítulos María Eugenia, una media hermana (estupenda Gloria Carrá) que desde el resentimiento busca dejar a las desdichadas San Juan en la calle tratando de quedarse con algo de aquello que la vida le negó (no sólo perdió al padre, también al marido y al hijo, aunque por motivos diferentes), también resuena en Chèjov.

En el final, el clásico del autor ruso pone en primer plano a las hermanas Olga, Masha e Irina fuera de la casa, echadas y resignadas (al menos en apariencias) al trágico destino que les ha tocado en suerte. Quizás acá pase lo mismo, aunque María Eugenia, en el fondo, parece buscar en sus “enemigas” algo del cariño y la comprensión que la vida, al parecer, no le ha podido dar.

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