Para muchos, hartos de la acumulación de pruebas sobre una corrupción impúdica en Brasil, es un momento de ácida satisfacción: buena parte de la dirigencia política del país y de sus socios en las principales empresas contratistas del Estado no duermen desde el viernes, cuando una serie de allanamientos y detenciones terminó con más de veinte directivos de grandes constructoras y otro director político de Petrobras tras las rejas. Los “arrepentidos” son ya una decena, filtra la prensa, y sus confesiones a cambio de reducción de penas prometen para los próximos días más detenciones en la cúpula del poder económico y, esta vez, también político.
Dilma Rousseff no pudo evitar referirse al tema desde Australia, donde asistió a la cumbre del G-20, una tarima seguramente incómoda para ella porque sabe que su margen es estrecho. Si lo del viernes se hubiese dado antes de la segunda vuelta del 26 de octubre, probablemente sus preocupaciones hoy no serían las de una presidenta necesitada de afianzar un poder que, insólitamente, no se incrementó tras el esforzado espaldarazo de las urnas.
Si la trama de corrupción en Petrobras comenzó en 2003, con el ascenso al poder de un Partido de los Trabajadores que se presentaba entonces como la suma de las virtudes públicas, sus opciones son pocas y todas pésimas. Quien fue ministra de Minas y Energía (2003-2005), jefa de Gabinete y titular del Consejo de Administración de la petrolera (2005-2010) y presidenta de Brasil (desde hace cuatro años) sólo podría alegar inocencia sobre la base de aceptar acusaciones de incompetencia frente a una corrupción estructural que pasó justo por delante de sus narices sin que, por casi doce años, se haya dado cuenta.
Ya hay reacciones, claro. Unas diez mil personas se reunieron el sábado para reclamar su enjuiciamiento político. Un fiasco: cerca de la mitad de ellos terminó pidiendo a viva voz un golpe militar. Pero la torpeza y el autoritarismo imperdonable de esos “republicanos” tan particulares no despeja del todo el temor de la clase política y del gobierno a una reedición de las protestas masivas de junio del año pasado, cuando parecía que el Mundial de fútbol era la única caja negra.
El fantasma del juicio político es, a esta altura, sólo eso: un fantasma. Sin embargo, algunos osados ya lo evocan.
El diario Estado de Sao Paulo fue el encargado de hacer punta con un editorial titulado “Crimen de responsabilidad”. “Solamente alguien extremadamente ingenuo, cosa que Lula (da Silva) definitivamente no es, podría ignorar de buena fe lo que pasaba bajo sus barbas. Y Dilma Rousseff participó de todo, como ministra de Minas y Energía y de la Casa Civil (jefatura de gabinete), y después como presidenta. Deben, todos los involucrados en el escándalo, pagar por lo que hicieron… o no hicieron”. Demasiado prematuro: contra ella todavía sólo hay presunciones.
No es éste, desde ya, un caso más de corruptelas. Por un lado porque, una vez más, pero a una escala mucho mayor que el “mensalão”, pone de manifiesto la existencia de una corrupción estructural, inherente a la actividad política en Brasil, destinada tanto a llenar bolsillos de políticos como a financiar campañas y carreras, consagrando una suerte de plutocracia en la que los corruptos corren con ventaja ante cada llamado a las urnas.
Segundo, por las magnitudes. Si el “mensalão” había movido unos 35 millones de dólares en coimas para comprarle a Luiz Inácio Lula da Silva una mayoría parlamentaria que las elecciones de octubre de 2002 no le habían asegurado, el “petrolão” implicaría nada menos que unos 3.850 millones. Demasiado para un país que todavía tiene tantos rezagos sociales.
Tercero, porque pone de manifiesto complicidades masivas entre esos políticos que corren todas las carreras con ventaja y grandes figuras de la “patria contratista”: se habla de 70 legisladores involucrados (una enormidad en una Cámara baja de 435 miembros) y de las constructoras más grandes de Brasil. Más allá de los enormes logros sociales de esta era, ¿qué declamación de progresismo resiste el espectáculo de vínculos que les valieron a esos gigantes empresariales contratos por más de 22.000 millones de dólares en la era petista a cuenta y cargo de los contribuyentes? En muchos casos, a través de convenios con sobreprecios para el asombro.
Cuarto, oscurece los logros que también tuvo Petrobras en la última década, durante la que incrementó varias veces su capitalización bursátil, descubrió enormes yacimientos submarinos y se convirtió en líder mundial en la explotación de petróleo en aguas profundas. Con su modelo de propiedad mixta y cotización en Bolsa, Petrobras no sólo fue en ese lapso la mayor empresa de Brasil, sino que pasó a contarse entre las petroleras más importantes del mundo. Sin embargo, desde 2008 los escándalos derrumbaron su valor en unos 200.000 millones de dólares, su deuda creció y sus resultados vienen siendo decepcionantes. Tras los derrumbes de sus acciones provocados por las revelaciones y la campaña electoral, retrocedió y es hoy apenas la tercera empresa más valiosa de la Bolsa de San Pablo.
Bajo presión extrema, a Dilma sólo le cabe la fuga hacia adelante. El domingo, desde Brisbane, dijo que el caso “cambiará para siempre la relación entre la sociedad brasileña, el Estado brasileño y la empresa privada”. Tocó así, elípticamente, una cuerda que ya había pulsado en la campaña, en la que se presentó como la única garante de una reforma política que debía contener, como rasgo esencial, la prohibición de la financiación empresarial de las campañas políticas.
El diario O Globo citó un informe de la revista O Empreteiro (“El Contratista”), según el cual las nueve empresas alcanzadas por la operación “Lava Jato” (“Limpieza a chorro”) facturaron en 2013 33.000 millones de reales (12.700 millones de dólares al cambio actual) y contribuyeron en conjunto con 218 millones de reales (83,8 millones de dólares) a campañas electorales.
Claro, en el Poder Legislativo casi nadie quiere escuchar sobre financiación pública de la política ni sobre un freno a los aportes de empresas. Si Dilma insiste en su idea, y el clima social parece ideal para ello, acaso el vínculo con el Congreso se complique todavía más que lo ya visto en las últimas semanas.
El caso dinamita la dinámica política en Brasil. ¿Quién querrá hacer grandes “acuerdos de Estado” cuando los ciudadanos sospechan de todo? ¿Cuán grande será la tentación de todos de jugar a la mancha venenosa con un gobierno que, con sus propias bancadas, está a años luz de la mayoría legislativa? ¿Cómo podría justificarse en lo sucesivo la existencia de un gabinete de 39 ministerios, esto es del reparto de cajas políticas a aliados?
Hasta el viernes, la prioridad de Dilma era definir el nombre de su ministro de Hacienda, calcular cómo reconciliarse con el mercado financiero eligiendo la distancia más adecuada y generar condiciones de inversión para el relanzamiento de una economía estancada, que se esperaba que no creciera más del 0,2 por ciento este año y un 0,8 el próximo, algo que podría requerir medidas impopulares. Desde entonces, sus urgencias se emparentan más, simplemente, con dejar de sangrar.
Una mala noticia para ella. Y también para una Argentina necesitada de tracción económica externa.