Rosario, lunes 08 de diciembre de 2025
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Rosario, lunes 08 de diciembre de 2025

Susana Olarte: el mapa de recuerdos de una campeona olímpica y una referente disca

Maestra del Deporte y pionera: la historia de Susana Olarte, la deportista que en 1964 puso a Rosario en el mapa paralímpico. Un relato de medallas que forjaron una leyenda, un kimono japonés que cruzó el océano y un gran amor que se dio entre pupitres. La asombrosa vida de la jugadora que se forjó en Rosario y desafió los prejuicios de una época para construir una familia y un legado que expone con orgullo en un santuario de cristal
Susana Olarte: el mapa de recuerdos de una campeona olímpica y una referente disca

Por Daiana Travesani / Especial para El Ciudadano

Cumplió sus 18 años en Tokio. Era 1964 y allá se celebraban los Juegos Paralímpicos. Susana volvió a Rosario con 4 medallas y con la ilusión puesta en el joven japonés que había conocido, ése que era como el actor principal de una comedia romántica. Eran novios por correspondencia, le envió un kimono hecho por su madre junto a un tocado de flores para la cabeza. El detalle más preciado: el bordado en el cuello. Tres nombres -A Susana de Kenichi, Kaoru y madre- son la firma de un amor a miles de kilómetros.

Sesenta y un años después de aquel momento, Susana aún atesora el kimono y el tocado. Ambos reposan con una delicadeza casi ceremonial. El kimono, protegido en su caja original de color rojo aterciopelado con letras doradas, y el tocado, como una joya, resguardado en una caja transparente que permite admirar su belleza sin tocarlo. Todo se exhibe en la sala principal, dentro de una vitrina de cristal que parece contener no sólo objetos, sino una vida entera. Allí conviven, ordenados con orgullo, sus trofeos y medallas, los reconocimientos y los símbolos de incontables lugares donde se desarrollaron las competencias, los obsequios conmemorativos y una marea de recortes de diarios y fotografías que documentan su trayectoria. Es un santuario de cristal, un mapa de recuerdos que Susana, con la dignidad de una campeona, expone para quien tiene la dicha de entrar en su hogar.

Aún hoy guarda como un relicario cartas que cruzaron océanos y continentes durante los tres años de su noviazgo con Kenichi. Eran tiempos de otro amor, donde la espera era parte del ritual de conquista y la tinta y el papel, los grandes testigos de sus promesas. Pero no fue la distancia, ni la desilusión, lo que rompió la conexión: fue un paro del correo de Argentina. Las palabras se detuvieron en un limbo burocrático, el último mensaje jamás llegó a su destino y nunca más volvió a saber de él.

Susana Beatriz Olarte tiene 79 años, nació un 11 de noviembre de 1946. Su familia estaba compuesta por su madre, su padre, dos hermanas y un hermano. En su casa no se sabía lo que era la discapacidad, su familia empezó pensarla cuando ella enfermó. “A los cinco años contraje parálisis infantil, como se decía en su momento”, explica. “De chiquita corría por todo el barrio, iba por todas las casas, era una nena alegre. Jugaba con mis hermanos, con mis amigos, y una mañana cuando me voy a parar me caigo al piso, mis piernas no tenían fuerza. Me llevaron al hospital para ver qué me pasaba y ahí dijeron que era poliomielitis”.

Desde aquel momento, su familia comenzó a pensar en aquello que antes no tenía lugar ni siquiera en su vocabulario. Era todo nuevo, la polio aparecía como un virus que podías contraer fácilmente. La desinformación era total: no había prevención, no había inyecciones. “En la cuadra siempre había alguien a quien le agarraba, en ese momento no se sabía qué era, los médicos empezaron a aprender con nosotros”.

La vacuna estaba en investigación en otros países, pero en Argentina no había nada. Frente a un virus invisible y desconocido, la gente se aferraba a mitos. Mario -su marido- recuerda cómo en un intento inútil por desinfectar el ambiente pintaron los árboles con cal creyendo que así eliminarían la amenaza. El miedo se manifestaba también en un ritual cotidiano: «Íbamos todos con una medallita de alcanfor». Las primeras campañas de vacunación en Argentina comenzaron en 1957, después de un gran brote del virus.

Hablamos de 74 años atrás: Susana enfermó en 1951. Le hicieron tratamientos, estuvo internada durante meses, peregrinó por distintos hospitales de la ciudad de Rosario, luego le dieron el alta. “La secuela que me quedó fueron las piernas. Arriba, nada. Las piernas se me iban para atrás, ya no podía caminar sola, caminaba tomándome del brazo de mi mamá, de mi papá, me agarraba de las paredes porque no había bastones como los de ahora en esa época”.

Su madre la llevaba alzada a upa para ir a los médicos. “Fue la que corrió siempre, la que me sacó adelante”.

Un año después, a los seis, empezó la escuela y a la par estudiaba música. A los 12 se recibió de maestra de piano y profesora de teoría y solfeo. Por esa época también iba al Instituto de Lucha Antipoliomielítica y Rehabilitación del Lisiado, más conocido como Ilar, un hospital que nació en 1965 para abordar la epidemia de poliomielitis. Actualmente funciona como un centro de rehabilitación. Ahí conoció a quien luego se convertiría en una de sus grandes amigas, Noemí Gianmarino. Un día ella le sugirió a Susana que se operara las piernas, tanto insistió su amiga que la madre de Susana la llevó al médico, él dijo que sí.

La operó en el Hospital Centenario a los 13 años cuando recién había terminado la primaria. Fue un tratamiento largo, le pusieron clavos en las rodillas, pesas y un aparato en la pierna izquierda con una bota (ortesis) y los bastones. “Ahí fue mi libertad porque ya no dependía del brazo de alguien. De ahí en más fue otra vida para mí. Cambió todo a mis 14 años”.

A los quince años Susana trabajaba para ayudar en su casa. Era la época en que las medias can-can no se descartaban, se rescataban. En su casa, el ritual era ineludible: para levantar los puntos las medias se ponían en un vaso, a la espera de un milagro. Susana, con una aguja tan fina como un cabello, las reparaba con un zurcido invisible o puntadas casi imperceptibles.

Por ese entonces ella no iba a la escuela por cuestiones de traslado y lejanía.

A mediados de ese año, la invitación de su amiga Noemí cambió el panorama. La invitó a sumarse a la escuela a la que ella asistía que quedaba cerca de la casa de Susana, la Escuela Nacional de Comercio General Manuel Belgrano, la cual era nocturna y exclusiva para varones pero le aseguró que “los muchachos eran muy buenos”. Noemí había sido una pionera, la primera mujer en iniciar el secundario de noche ahí. Siguiendo esa misma audacia, Susana realizó el mismo trámite de excepción ante el Ministerio de Educación. Recibió el permiso pero con una condición: iría como oyente y debía presentarse a rendir el año completo en condición de alumna libre.

Fue en esa misma escuela, a los dieciocho años, donde el destino la cruzaría con quién sería el gran amor de su vida. No fue un flechazo de película, sino una complicidad que se fue forjando entre pupitres y apuntes: lo conoció compartiendo tareas y estudiando fuera de clases, sentándose a veces uno al lado del otro. Ese compañero de clases se transformó en su inseparable compañero de vida desde hace 55 años, es el padre de su hijo Mario Fernando y de sus hijas Silvina y Natalia, además el abuelo de Abril, Francisco, Manuel, Pilar y Morena.

Para ir a las Olimpíadas de Israel en 1968, Susana se enfrentó a un muro: la escuela se negó a darle permiso para faltar. En aquella época, el deporte de las personas con discapacidad no gozaba de la importancia que tiene hoy. Ella eligió repetir el año, estaba tan segura de su talento y de que su destino estaba en Tel Aviv, que no dudó en recursar el último año. El tiempo le dio la razón: regresó a casa como campeona, cargando cinco medallas -tres de oro, una de plata y una de bronce-.

Mario se había graduado y ella recursaba el último año. Un día, él fue a verla al salón para preguntarle cómo iba y si necesitaba ayuda con el estudio. Ella aseguró que estaba todo bien y que no necesitaba nada. Pero él guardaba un as bajo la manga, tenía dos entradas para ir a ver a Estela Raval y Los Cinco Latinos y la invitó a acompañarlo. Aceptó encantada, la voz de Raval le fascinaba. En medio del recital, bajo la luz tenue y la música envolvente, la propia Estela en un momento pidió al público que las parejas se tomaran de las manos. Ellos solo tenían una amistad, pero la frontera se desvaneció y entrelazaron sus manos. Ahí, empezó todo.

En el código social de aquella época, ellos eran un error. Rompieron no sólo una norma, sino una pared invisible de prejuicios. Un chico sin discapacidad no invitaba a salir a una chica con discapacidad. Para el padre de ella no serían una pareja estable, convencido de que él iba a jugar con ella y que no la tomaría en serio por su discapacidad. Del otro lado, Mario enfrentó mucha incomprensión de parte de su familia y amistades. No podían concebir que él la eligiera, le decían que se le iban a venir muchos problemas por la discapacidad de ella. Cuando llegó el primer bebé tuvieron que romper varios prejuicios más con respecto a su maternidad y a su capacidad para cuidar.

Mario, su marido desde hace 54 años, la mira mientras ella habla conmigo. Se siente en cada gesto de él hacía ella el amor que le tiene. Ese mismo amor que los llevó al altar a los 24 años de ambos, un 19 de junio de 1971, poniendo fin a su noviazgo de dos años.

Susana empezó en el deporte a los 16 años. También llegó de la mano de Noemí, quien la invitó a formar un club en Rosario, el Club Rosarino del Lisiado (Crol). Las reuniones se hacían en la casa de una chica con discapacidad y entre charla y brebajes salieron los fundamentos de lo que iba a ser ese club, pero les faltaba la persona indicada para que les enseñara. Así llegó a sus vidas Luis Pino, para Susana él fue como un segundo padre.

Pino había sido un gran deportista en el Club Gimnasia y Esgrima y por un accidente le amputaron una pierna, después de eso se alejó del deporte pero cuando lo llamaron para entrenar a este grupo de personas con discapacidad se ofreció a hacerlo ad honorem. Los entrenó casi 30 años hasta sus 80 y pico. “Sacó tantos campeones de Rosario, era la cuna del deporte porque Pino era un técnico increíble. Nos enseñaba la técnica, nos decía como tirar y cuando íbamos a competir le enseñaba a nuestros contrincantes como hacerlo. Era una locura este Pino”.

En Crol conoció a otra de sus grandes amigas, Noemí Tortul, con quien hacía deporte y estaban juntas en la comisión de cultura del club. Relata entre risas que se anotaba en todas. Practicaba atletismo, jabalina, disco, clava, bala, básquet y carrera de velocidad. Además hacía jabalina de precisión -ponían una tela en el piso con redondeles y tenían que tirar con la jabalina al centro o a los otros números-. Después esa disciplina desapareció. También hacía natación pero no para competir. Lo que más le gustaba era el disco. Practicaba todo en silla de ruedas.

Empezó a entrenar en Newell’s Old Boys luego de la competencia en Japón. Cuando volvieron a Argentina, Pino tuvo problemas con la comisión de Crol. Él se fue del club junto a un grupo de deportistas que lo siguieron. “Noemi Tortul y yo nos fuimos”. Pino fundó en 1966 en Newell’s el departamento de Lisiados y Especiales. Ahí les dieron un cuarto donde guardaban los trofeos, que por cierto eran muchos porque ganaban todo el tiempo.

Susana fue reconocida en Argentina por sus logros deportivos con el título de Maestra del Deporte. También en 2014 la Municipalidad de Rosario colocó una placa con su nombre en el Paseo de los Olímpicos sobre calle Pellegrini. Ella sostiene que es un orgullo estar en el Museo del Deporte Santafesino rodeada de grandes deportistas, cree que es lo último que le faltaba conseguir.

Fue una de nuestras grandes medallistas y campeona, además de los honores antes mencionados obtuvo medallas de oro, plata y bronce en los Juegos Paralímpicos de Tokio 1964, de Tel Aviv de 1968, mención honorífica en los de Seúl 1988 y después muchas medallas y trofeos de los Juegos Panamericanos y Mundiales.

Para ella el deporte fue una de las cosas más importantes en su vida porque le abrió muchas puertas, le dio amistades, vínculos, le permitió conocer países, muchas culturas e incluso el Vaticano y al Papa Pablo VI en 1968 cuando fue a competir a Israel. Además el deporte le abrió las puertas al trabajo formal dentro de la Municipalidad de Rosario, cuando aún no existía la Ley del Cupo Laboral para personas con discapacidad. Para ella es un orgullo haber podido ganar medallas para el país y para Rosario. “Para mi lo fue todo. Todos los días pienso en lo que he hecho en mi vida y la verdad es que no sé si no hubiese tenido polio, hubiese logrado todo lo que conseguí teniendo discapacidad”.

Susana habla y sus palabras cobran vida, se hacen hologramas vívidos que proyectan las historias que cuenta. Puedo verla, radiante, festejando sus triunfos con los brazos en el alto, la boca abierta en un grito de alegría y una sonrisa que encandila. Ella no solo le ganó a la vida, derrotó los pronósticos oscuros y se alzó triunfal, para hoy ser la mujer y referente disca que es.