Por Sebastian Trillini
Violencia, narcotráfico, tortura, mutilación, abuso, adicción, servidumbre, crueldad, ferocidad, poder, negocio sucio, sangre, mucha sangre. La tercera temporada de El Marginal tiene todos los condimentos necesarios para encuadrarse en el imaginario que Hollywood creó para relatar historias carcelarias de Latinoamérica. Si bien los elementos mencionados pueden considerarse loables para alcanzar varios puntos de rating (o visualizaciones en el caso de las plataformas digitales), la construcción de un ambiente que la sociedad observa con curiosidad, y también morbosidad, consolida ciertos conceptos, en su mayoría negativos, e invisibiliza otros aspectos que gozan de menor marketing pero mayor valor social.
En las unidades del Servicio Penitenciario del sur de Santa Fe se realizan desde hace varios años diferentes talleres en los cuales muchos internos logran tener una visión diferente sobre la realidad que viven a diario. En dichos espacios, los presos se liberan, a pesar del contexto de encierro, y empiezan a sentir en un escenario que los hace rústicos.
“Los talleres a mí me salvaron; me salvaron de la manera que yo era”, reconoció Javier Ruíz Díaz al analizar su paso por Unidad Nº3. Entre mates y galletitas de agua, luego de un buen baño con agua caliente, el Coco recordó sus inicios en un taller de radio, formando parte del programa “Buscando los valores de la vida”, que no sólo le sirvió para “matar el tiempo” sino que lo ayudó a comprender “que la vida del otro valía”.
“Empecé a entender que la vida del otro valía y eso me generaba miedo. Cuando uno comienza a sentir, a tener conocimiento, a tener diálogo con los talleristas que te muestran que hay otras cosas lindas, que no todos somos iguales y que hay posibilidades… a vos te hacen ruido un montón de cosas”, comentó.
El espacio colectivo La Bemba del Sur se constituyó como colectivo a principios de 2014, cuando un grupo de talleristas, que ya venían realizando diferentes actividades de educación no formal en las cárceles del sur de la provincia de Santa Fe, se unieron para oficializar sus tareas. Actualmente, trabajan en las unidades del Servicio Penitenciario provincial en el sur de Santa Fe (n° 3 y n° 5 de Rosario, la nº 16 de Pérez y n° 11 de Piñero).
“Lo que hacen los chicos de la Bemba es re importante, se empezaron a meter por grietas donde los pibes comenzábamos a tener unos conocimientos de un montón de cosas”, sostuvo Javier. “Lo que me cambió la vida fue que los talleristas eran lo mismo afuera como adentro de la cárcel. Me llevaron a sus casas, me invitaron a los cumpleaños. Hoy son amigos”, agregó Coco.
“Los talleres te invitan a pensar cosas por fuera del ambiente de la cárcel. Pero mientras vos más educado te volvés, más mal la vas a pasar porque empezás a sentir y ahí adentro tenés que ser lo más rústico posible”, advirtió Javier, aunque remarcó: “Algunos pibes se meten, se enganchan y hacen cosas maravillosas”.
Pasado pisado
Coco habló de su pasado como delincuente, de su conducta “pésima sobre pésima” y su click dentro de la cárcel sin obviar ningún detalle. El tiempo y su trabajo con niños en situación de vulnerabilidad que le permitieron cerrar algunas heridas y observar su historia con una interpretación diferente.
“En mi vida me dijeron que era un negro de mierda y un choro. Yo me lo creí. Quería llegar hasta los 19 años con vida y que me matara la Policía. No había nada por qué vivir”, rememoró Javier y repasó sus días nómades en las villas de Rosario, huyendo de la Policía, su primer contacto con un 22 y las muertes que se grabaron en su retina.
“El ser delincuente se vive con ciertas reglas: no vender drogas, no ser barra brava, no ser violador, no buchonear a nadie, no gorrearle la mujer de otro preso. Uno va caminando con esos códigos para poder sobrevivir dentro de la cárcel y ser alguien”, apuntó y añadió: “A veces me felicitan por como estoy ahora, pero estoy hecho mierda. Lleno de marcas, lo superé pero si pudiera elegiría otra cosa”.
El afuera, peor que la cárcel
Ruíz Díaz salió de prisión en el año 2012 con tres objetivos: conseguir un empleo para tener una vida tranquila, trabajar con pibes y hacer un programa de radio “para empezar a cambiar” en libertad. Siete años después de abandonar el encierro, Coco logró todo lo que se propuso; trabaja como acompañante de chicos en situación de vulnerabilidad para el Ministerio de Desarrollo Social provincial y está a punto de finalizar una tecnicatura en niñez y familia.
“El afuera es peor que la cárcel”, indicó Javier y agregó: “Es re difícil cuando salís porque lo que te quiebra es el otro, el que te recibe. Porque tenemos una marca re fuerte, porque podés ser un tipo re copado pero vas a vivir una situación en la que van a dudar de vos”.
“Me tocó trabajar con hijos o sobrinos de pibes que en otro momento hacíamos macanas juntos, y me dicen que estoy re bien y me depositan la confianza”, comentó el trabajador social y remarcó: “Sin embargo, hasta el día de hoy, todo me cuesta más porque tengo que seguir demostrándole a los demás que no soy el negro de mierda que era. Hay personas que conocen mi pasado, pero ya no soy ese”.
Además, Coco formó Rancho Aparte, un grupo de jóvenes de barrio Tablada que comenzó a organizarse y lograr llevar a cabo talleres de peluquería, apoyo escolar, cine y alfabetización. Hoy 70 chicos fueron beneficiados con becas y 50 ya tienen un trabajo.
“Insertarse a lo que supuestamente es el sistema es re complejo, no es fácil, por eso tenés que cambiar tu diálogo, tu forma de ser”, expuso el acompañante y remarcó que al salir de los penales, las personas están “frágiles”, por lo que “algunos comentarios de la sociedad lastiman”.
El click en el bocho
“La vida me acarició, porque venía lleno de golpes. Mi click dentro de la cárcel fue cuando decidí cambiar por mí, ni por mi mamá, ni por mi ex mujer, ni por mi hija”.
Luego de una situación violenta, donde su existencia pendió de un hilo, Coco se dio cuenta que era un hombre de Fe y que comenzaba a experimentar un sentimiento desconocido: el miedo a la muerte. “La cabeza se me abrió y empecé a tener miedo de morir, y eso quería decir que me estaba importando mi vida. Para que otro tenga un click hay que empezar a demostrar que todos somos importantes en nuestro lugar”, manifestó, en conversación con El Ciudadano.
El poeta que florece sin marchitar
Omar Spinetti lee con detenimiento sus poemas, le pone los tonos indicados, hace valer los silencios y libera su mente por destinos inciertos. El joven “muy terrible” que se hundía en la soledad de una celda de Piñero se transformó en un artista que busca todos los días florecer sin marchitar.
“Me encontré en una celda en el pabellón 15 de Piñero muy triste y bajoneado; a punto de matarme. No tenía ganas de nada. Hasta que decidí ir a un pabellón de iglesia y hablar con los psicólogos. Ahí arranqué a tener conocimiento de los talleres”, comenzó su relato el joven de 27 años, y agregó: “Uno de los primeros de los talleres que fui es el de dibujo, de Patricia Espinoza, donde los dibujos empezaron a liberarme la mente, a descargar”.
El autor de Cómo florecer sin marchitar empezó a participar de los talleres que se brindaban en la Unidad Penitenciaria Nº 11 y a liberar su mente, que estaba al punto del colapso por el encierro. “Apenas entré me gusto porque me sentía libre, vivía un momento diferente. Si era por mí, quería talleres todo el día”, comentó.
“Todo fue cambiando en mi vida porque mis pensamientos empezaron a transformarse, empecé a hablar diferente, a dialogar con personas que no conocía”, reflexionó el Spinetti.
Omar entendió que los talleres no solo podían ayudarlo a él, sino que podían cambiar la cabeza de sus amigos y compañeros de pabellón: “Iba a buscar a mis compañeros todas las mañana, los hacía levantar para que vayan al taller. Siempre eran más los que se quedaban que los que se iban. Antes de quedarme encerrado en una celda, prefería salir al taller y hablar con gente de afuera”.
En los años que estuvo tras las rejas, Omar pasó por varios talleres (escritura, arte, pintura, mosaiquismo, foto crazy, etc) y en todos fomentó la participación de internos. “El orgullo de mi corazón es que siempre hay alguien que está yendo al taller porque uno le dio una mano para que vayan”, comentó con alegría.
“Los talleres nunca tienen que faltar, son hermosos”, remarcó el poeta, con la mirada fija en el piso, tal vez viajando a ese mundo en el cual se mueve con una libertad absoluta.
No volver a caer
Omar obtuvo la libertad hace 11 meses y desde entonces se encuentra en la búsqueda de empleo, “tirando curriculums por todos lados”. Con alguna changa que consigue cada tanto, puede llevar dinero a su hogar y darle de comer a su hijo de 6 años y su mujer; pero la situación está difícil y presenta un afuera tan hostil como el adentro.
“Cuando salimos afuera, ahí está el problema. Encima ya no tenemos los talleres todos los días, por eso hay que tomarlo en serio”, expresó Spinetti, en diálogo con El Ciudadano.
A pesar de que el panorama laboral está muy complicado, Omar “le pone valor a cada cosa” que vive en libertad e intenta incentivar a sus ex compañeros, con los cuales “lloraron juntos” en algunas crisis, para que no vuelvan a caer en prisión. Por su puesto, en sus esfuerzos tuvo éxitos y fracasos.
“Yo salí de la Unidad Nº 6 y a veces cuando tengo un tiempo voy a visitar a los chicos y le pregunto si van al taller, le insisto en que sigan”, afirmó el joven que no deja de pelear para que sus amigos sigan su camino y no vuelvan a creer que nada tiene valor.
Posibilidades liberadoras
Rodrigo Castillo es Licenciado en Filosofía y becario del Conicet, pero cuando cruza la puerta de la cárcel para coordinar los talleres se transforma en un arquitecto, que construye con otros a través de las palabras. “Una de las cosas más interesantes que nosotros observamos en los talleres tiene que ver con los procesos de construcción grupal y lo que se va pudiendo crear a partir de dicha elaboración. Esa construcción está vinculada fundamentalmente a la escucha, a la posibilidad de tomar la palabra, de hablar en nombre propio; de apropiarse de recursos simbólicos que permitan decir y hacer de modos distintos a los habituales”, reflexionó el integrante de La Bemba del Sur.
Con la templanza de un buda, el sunchalense recordó los primeros acercamientos con los chicos encarcelados, cuando algunos concurrían a los talleres para poder salir un rato de los pabellones y obtener un “beneficio” (buena conducta). “A medida que se van dando los encuentros, se empieza a generar un vínculo y pasan cosas. Se crea un espacio donde aparecen otras formas posibles de comunicar y de relacionarse; donde se lleva a cabo el ejercicio de la libertad, y también, desde otro punto de vista, para el ejercicio de los derechos que la cárcel no debería impedir (como al acceso a la cultura, a la educación, a la libre expresión, entre otros)”, comentó Rodrigo.
En cuanto a los objetivos del colectivo y las actividades que desempeñan dentro de los penales, el tallerista indicó: “Buscamos generar espacios donde pueda circular la palabra, donde puedan darse otros modos de simbolización, donde pueda haber lugar para escuchar al otro. Además, intentamos que, a partir de estas condiciones, los pibes puedan desarrollar modos diversos de expresión y de creación, además de la posibilidad de desarmar prejuicios y de pensar y deshacer en alguna medida la repetición”.
“Y vemos que esto es posible, aunque no por eso nos creemos el relato romántico de la emancipación ni mucho menos el de la reinserción o la rehabilitación. En todo caso, lo que encontramos es que existen posibilidades liberadoras en y a pesar del encierro; y que esas posibilidades no se condensan en grandes relatos ni en historias grandilocuentes sino en experiencias de vida singulares que muchas veces pasan incluso desapercibidas, pero que están presentes en historias como la de Omar (Spinetti)”, aclaró Castillo.
Tanto Rodrigo como el resto de los compañeros de La Bemba del Sur tienen en claro que muchas veces su tarea radica en proponer (consignas, actividades, prácticas de lectura, de escritura, de oficios, etc), pero muchas otras consiste en acompañar “los procesos que se dan también de manera silenciosa”. “Estos procesos, sin que seamos del todo conscientes de cómo, cuándo o por qué, de un momento a otro nos sorprenden al materializarse en algún soporte: un texto, un relato, una canción, un modo nuevo o distinto de hacer o de decir, de acercarse, de cuidar el espacio y de compartirlo”, concluyó el Licenciado en Filosofía, rememorando lo que aprendió en la facultad (de La Bemba).