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Temores, temblores y síntomas

Por Carlos Solero. Nicolás Maquiavelo aconsejaba a los gobernantes buscar más bien ser amados que temidos, pero como han mostrado los sucesos de las últimas décadas el miedo es una herramienta más de la propaganda y la acción política.


Algunos de los discursos emitidos desde instancias gubernamentales y opositoras circunstanciales hablan de temores y amenazas latentes. La ambigüedad de los emisores y cierto sarcasmo abren un abanico de posibilidades tan amplio que responde como señalaba Michel Foucault a los rasgos ampulosos de la gubernamentalidad, la que busca camuflarse y revestirse de enigmas y misterios.

En su clásico libro El Príncipe, Nicolás Maquiavelo aconsejaba a los gobernantes buscar más bien ser amados que temidos, pero como han mostrado los sucesos de las últimas décadas el miedo es una herramienta más de la propaganda y la acción política.

Por otra parte, la emergencia de líderes espirituales en connivencia y mixtura con jerarcas políticos instando a las salidas egoístas, hiperindividuales son una marca de época en situaciones de crisis prolongadas en las que se produjeron cambios y mutaciones en los procesos de subjetivación.

En efecto, desde los años ochenta del siglo XX, se propalan mensajes de “salvación individual” frente a lo que dictaminan como “supuesto agotamiento” de las acciones colectivas.

Lo que en realidad se busca ocultar es el agotamiento de formas de organización social que se basan en la competencia extrema y que multiplican el deterioro de los vínculos sociales.

Algunos síntomas

El estado de anomia y la descomposición social no son sensaciones, se evidencian en el incesante acrecentamiento la crueldad en acciones cotidianas en diversos niveles. Estado de anomia es un concepto elaborado por el sociólogo Emile Durkheim para describir y a su vez explicar el desequilibrio en las sociedades modernas y el enfrentamiento de todos contra todos cuando rige la ley del más fuerte. Cuando “la reglas del mercado” reinan por doquier. La inexistencia de pautas morales que tengan significado y sean respetadas en la convivencia es un rasgo societario que expresa el malestar.

Las sociedades contemporáneas están plagadas de situaciones que llevan a pensar que la anomia lejos de atenuarse va en aumento.

La concentración de capital y poderes en una variedad de selectas fracciones y su aparente enfrentamiento, sólo como lucha entre facciones de un mismo bloque potencia la disgregación colectiva.

En esencia las disputas no ponen en cuestión las estructuras básicas de la dominación sobre las mayorías.

Los mensajes que se emiten desde los medios masivos procuran dar respaldo argumentativo a las circunstanciales alianzas de detentadores de los micro y macropoderes.

Además la divulgación de la cifra de más de medio centenar de suicidios en Rosario en los últimos meses debería ser un dato que alerte acerca del malestar persistente en la sociedad. Diversos factores contribuyen a que una persona tome la decisión de quitarse la vida, pero como explicaba ya en el siglo XIX el sociólogo Emile Durkheim es crucial poder comprender que cuando este hecho se repite quedan en evidencia las causas sociales de estos hechos.

Durkheim señalaba también que las sociedades industriales deterioraban los lazos sociales, ponían en tensión a los individuos al punto tal de incitarlos al suicidio.

Este autor realizaba una clasificación abarcativa: egoísta, altruista, anómico, fatalista.

Si reflexionamos acerca de los traumáticos procesos operados en las últimas cuatro décadas en la región argentina, desde la hiperinflación, los crecientes niveles de precarización laboral y desempleo y una violencia social a veces soterrada y otras explícita podremos hallar algunas pautas para el análisis.

Resulta importante señalar que el aumento en la tasa de suicidios anómicos, (es decir aquellos en los que es clara la influencia social, porque las normas morales, las reglas sociales no logran neutralizar el egoísmo de los individuos), crece en los períodos de depresión económica y crisis social, pero también en las etapas de prosperidad. Según Durkheim a los individuos los asalta “el mal del infinito”, es decir una insatisfacción entre sus deseos y la posibilidad cierta de concretarlos.

La realidad, un poroto

Si confrontamos la incitación permanente y compulsiva al consumo y a la par las limitaciones objetivas de la mayoría de la población para acceder a las mercancías más diversas, tendremos también indicios del malestar social.

Ahora bien, no puede dejar de inquietarnos el crecimiento de la cifra de suicidios en la región, ya que sumadas éstas a otras muertes por accidentes en el tránsito, o por simples homicidios queda claro que el optimismo triunfalista por el creciente valor de una oleaginosa es un velo que encubre graves problemáticas de compleja resolución, implicadas con persistentes desigualdades y un alto grado de alienación social.

Un sórdido panorama de atropellos que contribuye a lo que la psicoanalista contemporánea Silvia Bleichmar denomina “malestar sobrante”, una serie de dispositivos instalados en lo cotidiano para generar agobio, desaliento y sumisión.

Esto genera sufrimiento en las personas que además de la opresión cotidiana que genera la desigualdad material, padecen la estigmatización con perversos mensaje sobre “los ganadores” y “los perdedores” como si todo fuera una cuestión mágica o esotérica y no la consecuencia de factores objetivos e identificables, aunque repudiables.

Vivenciamos una compleja situación social. Más allá y más acá de los discursos están las crueles realidades. Y nosotros como protagonistas voluntarios o involuntarios de ellas.

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