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Tener esperanzas, ¿es lo mejor o lo peor que le puede pasar?

Por Raúl Koffman.- Las esperanzas son peligrosas y saber diferenciarlas es todo un trabajo intelectual condicionado por variables.

Según la mitología griega, la famosa Caja de Pandora (jarra o ánfora para la época), era aquella que contenía todos los males del mundo y que fue creada para castigar a los humanos. Era, como los griegos nos tenían acostumbrados, una cuestión de poder y venganza en la interna entre los dioses y semidioses (en este caso, una venganza de Zeus).

El tema es que, cuando Epimeteo abre la famosa caja, los males se esparcen por el mundo, menos uno. Uno que quedó en el fondo de la caja, porque la misma Pandora la cierra a último momento cuando dimensiona lo que estaba sucediendo. Y el mal que quedó “fondeado”, créase o no, era la esperanza.

¿La esperanza, un “mal”? Sí. Aquí la esperanza no es lo que “nos mantiene vivos”, no es “lo último que se pierde”, sino “lo último que nos podría pasar”. Literalmente un “mal” para manipular a los humanos, no para salvarlos. A esto podríamos, en principio, entenderlo de dos maneras:

Visto desde la psicología individual, tener esperanza es un modo seguro de asegurarse la propia infelicidad, porque la esperanza mantiene a la persona esperanzada, en espera, de un bienestar o felicidad futura, que finalmente no es más que eso, algo futuro y por tanto, hipotético e incierto. Un mal autoejecutable, dicho en términos informáticos.

La otra manera de entenderlo es que los griegos podían no saber tanto como hoy sabemos de la llamada psicología individual; pero sí sabían mucho de lo social, de lo colectivo, de la importancia y valor que esto tiene. En este caso, la esperanza como un mal en lo colectivo refiere a la esperanza con la que embroman los “vivos” a los esperanzados, no a lo que nos mantiene vivos. En esta línea de lo social/colectivo, como escribió alguna vez Michel Foucault, el peor castigo que pudo recibir Edipo (otro griego famoso) no fue la ceguera que él mismo se provocó por no haber visto lo que sucedía ante sus ojos, sino ser “expulsado” de la Polis. Expulsado para siempre de la ciudad que lo vio nacer. El peor castigo que recibió el pobre Edipo fue el exilio (castigo individual pero con graves repercusiones en lo social del castigado, que son aspectos prácticamente inseparables).

Entonces, en el campo individual, la esperanza le servirá a cada una/o para vivir mejor o para asegurarse la infelicidad (las dos caras de la moneda de la esperanza); pero muy distinto es el uso que puede hacer otra persona de la esperanza que yo tenga. Más aun si fuese ese otro quien “me dio esa esperanza”, quien hizo que yo “abrigara esa esperanza” con el calor de sus palabras y promesas.

La esperanza en lo relacional

Aquí la esperanza se juega en lo relacional, no en lo individual. Es lo relacional con alguien en particular (amistad o pareja por ejemplo); lo relacional con un candidato (al que no se conoce y al que se vota) o lo relacional con una institución. La esperanza (como mal) es la misma. No hay que engañarse porque se esperen “bienes” diferentes: cambio de actitudes de alguien esperado desde hace décadas. Ser tenida/o en cuenta cuando esto nunca sucedió o sucedió y ya no sucede más, muestras de afecto que nunca llegaron, cambio de ideas sobre una cuestión conflictiva, reconocimiento esperado por algo hecho sin dobles intenciones, el regreso de alguien, etcétera. La espera(nza) es la misma. Algunos lo llaman “chocar con la misma piedra” (con la misma piedra que está en el mismo lugar y en el mismo lugar de la cabeza, una verdadera tragicomedia). Y pensar que Albert Einstein dijo que “locura es hacer la misma cosa una y otra vez, esperando obtener diferentes resultados”.

Por ello podríamos afirmar que en el campo de las relaciones humanas “la esperanza” se presenta como un “arma de doble filo”. Algo que, mal usado, puede hacer que “el tiro le salga por la culata”. Quizás por eso hay tanto “miedo al compromiso” en las polis modernas. Si la esperanza hace creer, y creyendo crece el riesgo porque al otro se le da mucho poder sobre una/o, y después “andá a cantarle a Gardel” (agua y ajo), cualquiera evita el compromiso, ¿no cree? Es como saber de antemano que la esperanza no se va a cumplir y no querer pagar el costo de tenerla. Y esto sin incluir el individualismo a ultranza que consumimos como agua contaminada. Más aún cuando vivimos en la llamada “aldea global”. No en una aldea real donde todos nos conocemos, porque todos nos vimos nacer y conocemos a las familias. En las multitudinarias ciudades modernas todos somos extraños, aunque vivamos apilados. Quizás por esto, aquello de que “somos una gran familia” no resulta a veces muy creíble.

Pero la esperanza parece no entender de sociologías. La esperanza está para esperar, nada más. “Recibí la orden de no moverme”, dijo alguien alguna vez sobre la situación de espera. A veces como una espera donde el tiempo no existe o es flexible, otras veces reñida con la realidad por imposible, y otras con fundamentos para esperar pero estadísticamente muy improbable.

Y esto nos lleva a aquello de que “el que espera, desespera” (cuando de tanto esperar se deja de esperar y se cae en el sinsentido de la espera anterior y en el vacío de lo por venir). Éste es el camino que nos conduce a los sentimientos tales como depresión o resentimiento. Y de la que surgirían con seguridad propuestas de tratamientos, positividad, desdramatización, extraños brebajes y rituales y/o buenas ondas. Recursos, más o menos realistas o mágicos, contra la desesperanza. Al punto que algunas personas llegan a pretender el “mentime que me gusta” para poder seguir esperando esperanzadamente.

Obviedades

Obviamente de todo lo antedicho no se concluye que no hay que tener esperanzas, sino que, como arma, es peligrosa. Como diría el saber popular, “¡hay esperanzas y esperanzas!”. Saber diferenciarlas es todo un trabajo intelectual condicionado por muchísimas variables, algunas difíciles de identificar (las propias necesidades, la fuerza de esas necesidades, la propia relación con lo mágico, el momento que se está atravesando, el grado de credibilidad que se le adjudica a quien genera la esperanza, la conciencia que de ello se tenga, las experiencias anteriores propias y ajenas con lo esperado, la educación recibida, los rasgos de personalidad (optimismo, capacidad crítica, necedad, testarudez, etcétera), entre otras. Es obvio que sin esperanzas no se puede vivir, y también es obvio que hay esperanzas que matan.

Lo interesante del mito de la Caja de Pandora es que a la esperanza como mal para la humanidad (para el homo sapiens) los griegos ya la conocían. Y más de 2.500 años de antigüedad no la hacen, para nada, un arma obsoleta para con los humanos actuales.

Por eso se lo pregunté. Para usted tener esperanzas, ¿es lo mejor o lo peor que le puede pasar?

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