Bajo el nombre de Jefatura de la Casa Civil, una suerte de Jefatura de Gabinete en términos argentinos, Luiz Inácio Lula da Silva busca asumir su tercer mandato en Brasil.
Mandará así –si la saga judicial iniciada ayer le resulta finalmente favorable– de modo definitivo a un segundo plano a la exangüe Dilma Rousseff, y convertirá de facto el presidencialismo brasileño en un parlamentarismo imperfecto, con una presidenta que manda pero no gobierna, casi una reina como la de Inglaterra, aunque casi también sin súbditos que la amen.
El único consuelo de Dilma será que, si la caída es inevitable, no será el suyo el único nombre que quede asociado a la debacle. A Lula da Silva, en cambio, todavía lo adoran muchos de los millones de brasileños a los que sacó de la pobreza y a quienes le cumplió aquella vieja promesa de acercarles desayuno, almuerzo y cena cada día. Si hay que creer en las encuestas, el 20 por ciento que, más o menos, retiene de su vieja popularidad alcanza para duplicar el respaldo de la figura decorativa que continuará teniendo, por el momento, despacho en el palacio del Planalto.
El ex mandatario tenía entre sus ambiciones volver al poder en 2018, pero no hay condiciones para esperar tanto. Eso es lo que le hizo dejar de lado sus cavilaciones y sus evaluaciones sobre cuánto mancharía con esta movida su biografía, o si directamente queda ahora desnudo frente a quienes lo presumen indudablemente culpable de lo mucho que se le achaca.
De esta manera, una prisión preventiva que era cuestión de días lo persuadió de buscar como ministro los fueros que le permitirán ser juzgado por el Supremo Tribunal Federal (STF) y no por el juez federal de Curitiba, Sérgio Moro, que es quien lo tiene acorralado. El STF, en cambio, puede ser una apuesta, no del todo probable pero tampoco imposible, a un enjuague que en algún tiempo le saque las papas del fuego. No por nada Moro difundió anteanoche escuchas de Lula en las que se sugieren intentos de favorecerlo en el alto tribunal, un modo evidente de condicionar a sus superiores. Una osadía al filo de la navaja.
Ahora bien, que Dilma pase a ser casi un jarrón vacío no la hace menos necesaria: Lula será ministro y tendrá fueros mientras ella permanezca en el cargo, algo de lo que depende toda esa apuesta jurídico-política además de las contrariedades judiciales.
Tampoco podía esperar hasta los comicios de octubre de 2018 la situación desesperada de un gobierno que se derrumba día a día y que fue puesto en peligro inminente por la delación premiada del senador Delcídio Amaral, que apuntó contra Dilma y Lula, entre varios otros, sin piedad.
Ni permitía aguardar la situación del Partido de los Trabajadores (PT), que con Lula preso se convertiría en ceniza y en el nombre de una historia tan honrosa por su obra en lo político y lo social como malversada por prácticas inmorales. El PT corre el riesgo, incluso, de dividirse entre presuntos culpables y presuntos inocentes, y hasta cambiar de sigla en un intento, probablemente vano, de esquivar su destino de tragedia griega.
El gobierno parlamentario ad hoc del que hablábamos presenta, con todo, un defecto insalvable: no tiene una Legislatura que lo sostenga. El PT no es mayoría y está en proceso de descomposición. Su “socio” PMDB (Partido del Movimiento Democrático Brasileño) está tan sospechado como aquel y acaba de darse un plazo de un mes para definir su salida de la base aliada. Agrupaciones menores ya han migrado tras descubrir, con tanta demora como hipocresía, la corrupción reinante. Y la oposición jamás va a apoyar a Lula da Silva ni a concederle la presunción de inocencia, ni siquiera para salvar la República de la que se dice devota.
No hay para el virtual nuevo primer ministro ninguna agenda legislativa posible. Ni proyectos de ley siquiera viables, ni reformas social o previsional, ni la posibilidad de pedir más ajuste o más gasto, ni estatizar ni privatizar. Todo lo que viene en la Cámara de Diputados es hablar del impeachment de Dilma, lo que se deflagrará de inmediato, después de que el STF hubo dirimido el miércoles las cuestiones de procedimiento que mantenían trabado el proceso desde fin del año pasado.
Los especialistas en economía se desviven por saber si Lula da Silva será el conocido en sus dos primeros mandatos, si Henrique Meirelles volverá al Banco Central en lugar de Alexandre Tombini y si irá por la cabeza del desgastado ministro de Hacienda Nelson Barbosa, especulaciones que Dilma descartó. O si, por el contrario, sacará su costado “rojo” y espiralizará el gasto para recuperar el favor de los movimientos sociales y sindicales que responden al PT como una suerte de blindaje de masas en medio del vendaval.
Los críticos afirman que lo primero es inviable en estas condiciones políticas y que lo segundo sólo sería un salvavidas engañoso y de corto plazo. Pero, ¿acaso Lula, de nuevo gobernante de su país, podrá darse el lujo de pensar en algo más que en lo inmediato? ¿Existe en verdad otra cosa en el Brasil de hoy?
“Gobernante”…Queda la promesa de buscar una mejor definición de su rol para la próxima columna.