La serie The Romanoffs carga con un peso enorme, con un lastre insoslayable que la pone en la mira de toda la producción televisiva de 2018. Esta serie supone el regreso a la tevé de Matthiew Weiner, partícipe en parte de The Sopranos, y responsable de la obra que será figura fundamental del imaginario pop de comienzos del siglo XXI, Mad Men. Y esto no es, bajo ningún aspecto, un hecho menor. Mad Men es ya el paradigma de la serie por excelencia. En ella se pudo entender como la estructura serial de la tevé podía renovar y disparar hacia otros horizontes al anquilosado clasicismo cinematográfico. Partir de lo clásico, referenciarlo, homenajearlo, pero entendiendo siempre que allí se trataba de inventar otros modos, de traicionar incluso, de desbordar los antiguos códigos en función de una otra cosa aún por encontrar y definir, pero siendo infiel con un estricto espíritu de fidelidad. Así Mad Men supuso un acontecimiento irrepetible. El desarrollo de sus 7 temporadas se trataba, finalmente, del obsesivo proceso de pulido de un objeto en construcción que llegó a brillar de un modo esplendoroso. Mad Men es brillante. Logró emocionar no sólo con la historia narrada, sino también con los recursos que iba encontrando o inventando sobre la marcha. Todo encajaba a la perfección, incluso cuando la serie misma lo entendió y pecó en demasía de autoconsciente. Pero incluso allí, en ese saberse virtuosa, en ese peligro de la autoindulgencia, Mad Men encontraba otro peldaño para seguir subiendo. Y subió, y creció. Todo encajó sin reparos ni atenuantes. El modo en que cada personaje se iba construyendo parte a parte, de a poco y minuciosamente, abriéndose cada vez más hacia una exterioridad insondable en lugar de objetivarse en el estereotipo, desocultando en el transcurso infinitas aristas que los volvían a cada paso más cercanos por singularmente distantes.
Potencia infinita
El mundo de Mad Men era un mundo de reminiscencias y fractalidades; magia alucinada del montaje y de la composición serial que supo exprimir las potencias de una estructura infinita, abierta siempre a los posibles del porvenir y a los accidentes de la Historia. Cada imagen, cada acción, cada gesto, no eran sino parte de un complejo de remisiones interminable que jamás exponía a un personaje al peligro de ser juzgado en un único acto, sino que lo iluminaba como una constelación siempre abierta de posibilidades en proceso continuo. Y toda la sofisticación de ese sistema narrativo tan preciso y tan emocionante, estaba puesto al servicio de un relato que diseccionaba con delicadeza las tramas más pueriles y las claves más profundas de las transformaciones del capitalismo entre los años 50 y los 70: la construcción del modo de vida impropio de la publicidad y su imperativo de la insatisfacción, la cada vez más opresiva estructura familiar, las falacias de una cierta idea mercantilizada de éxito personal, el individualismo meritocrático, y la violenta lógica patriarcal expresada en una infinita proliferación de pequeños actos y de evidentes barbaridades. Ahora bien, si The Romanoffs, con el regreso del héroe Mathiew Weiner a la tevé, debe cargar con todo eso peso, no es éste sin embargo su principal problema.
Lugares comunes
“The Romanoffs” se propone como una serie antológica. Es decir, se compone, en realidad, de ocho historias independientes, de 90 minutos de duración cada una, sin conexión entre unas y otras salvo el estar atravesadas por un eje común: los personajes de cada episodio son (o dicen o creen ser) descendientes de la dinastía imperial rusa Romanoffs, aquella familia zarista masacrada en la Rusia de 1917. El primer problema al que se enfrenta la propuesta de Weiner parece ser el alejamiento de la estructura abierta de las series que tan a la perfección supo desplegar en su proyecto anterior. En este caso se trata de 8 “películas” de duración estándar (hora y media), en las que (al menos en los 3 episodios exhibidos hasta el momento) no logra encontrar el modo de desplegar aquella sutileza que hacía proliferar una diversidad de perspectivas sobre el mundo en construcción. En este caso, por el contrario, cada propuesta se cierra sobre sí misma y su mundo se achica, se empequeñece hasta dejar casi sin aire a sus personajes. Estos no son ya aquellas figuras fraguadas en las potencias de sus contradicciones, sino que devienen estereotipos insinuados por una mirada algo irónica, pero que no encuentra el tono correcto o la decisión determinada para abordarlos de manera crítica. Matthiew Weiner pulió la estructura de la serie hasta convertirla en un objeto deslumbrante, pero en la hibridez de esta propuesta, el relato cinematográfico de corte más clásico se le escabulle.
El primero de los relatos tiene sus momentos, incluso un cierto clima, sobre todo en lo estrictamente ligado a la relación íntima y conflictiva entre la aristócrata francesa y su criada de clase baja, pero no despega del todo y los mecanismos narrativos la mantienen siempre al ras de una superficialidad flagrante. El segundo, por su parte, no pasa de ser un telefilm ochentoso sin gracia, que parece estar proponiendo el juego con clisés del viejo thriller erótico, pero que se queda en lo peor de ellos. Llama la atención la contradicción supuesta en la ambición de una producción sofisticada que se enfrenta a la puerilidad de sus historias y sus personajes. Si en Mad Men, Weiner daba cuenta de un mundo y de su Historia desde el detalle de cada gesto ordinario, en The Romanoffs cada gesto lucha sin fortuna por no estancarse en el estereotipo y en la acumulación de lugares comunes.
Otra dimensión desconocida
Hasta ahora, el tercer relato es el más rescatable (último visto hasta el momento). Pone en el centro a una Chistina Hendricks (Mad Men) nuevamente imponente, dispuesta en un duelo afiebrado con Isabelle Huppert. Aquí el tono vira hacia los códigos del cine fantástico, muy cercano al terror, pero con un humor oscuro que se hace notar con efectividad. Se trata de cine dentro del cine, más específicamente de la filmación de una serie sobre los Romanoffs (Hendricks es la actriz y Huppert la directora). Pero la filmación adquiere desde el comienzo un tono absurdo y pesadillesco. No es un dato menor que este capítulo esta coescrito por Weiner y Mary Sweeney, aquella habitual colaboradora de David Lynch. Divertido y perturbador, este episodio es un poco una suerte de revisión sofisticada y cara de La dimensión desconocida. Finalmente, podría decirse que “hay que darle tiempo”, como a muchas series. Pero el problema es que esta serie no lo pide, ni lo quiere ni lo necesita. Y no lo hace porque se presenta antojadiza y caprichosa en su aparente autosuficiencia, alejándose irremediablemente del gran hallazgo que supuso la estructura abierta de las series para la renovación de la narración cinematográfica. Con The Romanoffs, Weiner quiere renovar pero atrasa. Quiere profundizar, pero no llega ni a la superficie.