Hace muchos años, un estudiante estadounidense con muchos deseos de aprender sobre la vida decidió ir a un monasterio en el Tíbet, en el que le iban a enseñar los secretos para vivir una vida próspera y feliz.
Un día, su maestro le dijo que iban a viajar. El aspirante, muy ilusionado, se preparó para ello. Estuvieron andando unos cuantos días hasta que finalmente, después de una curva del camino en las montañas, llegaron a un lugar triste y desolador donde vivía una familia muy humilde en un pequeño caserío, en medio de un terreno baldío. Les pidieron alojamiento y comida, y la humilde familia los acogió y compartieron con ellos lo poco que tenían. El estudiante les preguntó cómo podían subsistir en aquellas circunstancias, y el padre de familia le respondió: “Pues, tenemos una vaca con la que vamos tirando”.
El aspirante lo miró con inquietud y el hombre continuó su relato: “La vaca nos da todo lo que necesitamos. Nos da leche, nos da queso que luego cambiamos por otra comida, y ya está”.
Aquella noche, el estudiante le comentó al maestro las ganas que sentía de ayudar de alguna manera a aquella familia. Y le pidió que lo ayudara a hacerlo.
El maestro le preguntó si realmente estaba dispuesto a ayudarlos. “Por supuesto”, dijo el estudiante. “Entonces, ahora, cuando estén dormidos, tira la vaca por el barranco”, le indicó el maestro. El aspirante, asombrado, contestó: “Pero, ¿cómo voy a hacer eso? ¿Qué lección es esa que dejará a esta familia en la ruina total? La vaca es lo único que tienen para subsistir!”.
El monje no dijo nada, dio la vuelta y se fue.
El estudiante estuvo mucho tiempo pensando qué debía hacer, y como respetaba mucho a su maestro fue a buscar a la vaca y la espantó una y otra vez hasta conseguir que se cayera por el barranco.
Sintió tanta culpa que se fue y ya no volvió al monasterio. Regresó a los Estados Unidos y por muchos días pensó en aquella pobre familia a la que había dejado sin su sustento. Así que siguió pensando y decidió ahorrar para algún día regresar al Tíbet y comprarles una vaca. Se sentía muy culpable.
Al cabo de dos años, después de trabajar duramente y reunir el dinero para comprar la vaca, el aspirante volvió a aquel lugar perdido en las montañas. Llegó al lugar y le costó reconocer la granja. Al girar en la curva del camino, donde estaba aquel edificio oscuro en estado deplorable, rodeado de tierras abandonadas, había ahora una hermosa casa bien cuidada, con terrenos sembrados, rodeada de un cerco, con muchas personas trabajando en una plantación de algodón; también había un gran huerto, un lago y patos nadando en él.
Era obvio que la muerte de la vaca había sido un golpe demasiado fuerte para aquella familia, que seguramente había tenido que abandonar aquel lugar y ahora, una nueva familia, con mayores posesiones, se había adueñado de aquel lugar y había construido una mejor vivienda. Se acercó al hombre que estaba sentado en la entrada de la finca. Temiendo lo peor, se le hizo un nudo en la garganta, pero tomó impulso y preguntó: “Perdone, yo busco información de los antiguos dueños de este terreno, una familia muy humilde, ¿sabría usted decirme qué fue de ellos?”. El hombre lo miró y dijo: “Sí, sí, aquí siguen”.
“Yo me refiero a unos campesinos que sólo tenían una vaca para vender su leche y vivir de eso”, repuso el joven.
“Le digo que aquí siguen”, insistió el hombre, quien se paró y lo guió hasta la puerta de la granja, donde se encontró con aquel padre de familia que le había brindado hospitalidad años atrás. Parecía incluso más joven. El hombre lo reconoció enseguida: “Joven, qué alegría verlo de nuevo por aquí”.
El estudiante lo miró y apenas pudo pronunciar palabra: “Pero hace dos años, cuando vine aquí por primera vez, fui testigo de la profunda pobreza en que ustedes se encontraban. ¿Qué ocurrió durante estos años para que todo esto cambiara?”.
El hombre se acomodó y le contó: “Pues mire, poco después de su visita, la vaca de la que vivíamos desapareció de golpe. Al principio nos preocupamos y angustiamos mucho, ¿de qué íbamos a vivir? Entonces tuvimos que ponernos a pensar. La angustia y la desesperación ante el invierno que se acercaba nos llevaron a buscar otra forma de ganarnos la vida. Cambiamos con los vecinos parte de la leche y el queso que nos quedaba por harina, verduras y algunas semillas de algodón. Vimos que nuestra tierra era muy buena para plantar algodón, así que limpiamos y aramos el terreno y comenzamos una pequeña plantación, que floreció enseguida. Con el algodón comenzamos a crear hilaturas y telas y empezamos a hacer intercambio por alimentos, y el resto lo vendíamos en los mercados. Con el dinero que ganamos compramos algo de ganado, y lo vendíamos, con ese dinero pudimos ampliar la casa y también plantamos verduras y comenzamos con esta huerta… ¡y ya ve! Nos ha ido muy bien. ¡Realmente, fue una suerte que desapareciera esa vaca!”.
El discípulo estaba estupefacto y no dejaba de admirar a su maestro, aunque ya no pudiera expresárselo porque había muerto. Se dio cuenta y pudo entender, aprender y sobre todo perdonar.
Ya ves, a veces es necesario tirar la vaca por el barranco. El problema está en identificar la vaca.