“Escribo para borrarme. Escribo porque me odio, porque no sé quién soy, porque estoy confundida. ¿Cómo voy a escribir desde el punto de vista de una mujer blanca de 43 años, argentina, que vive en Francia? Escribo contra la identidad. La identidad única es una forma de alienación«, dice Ariana Harwicz, escritora. Es una manera de presentarse, porque Harwicz es todo aquello pero también es otras cosas, otras formas, otras personas.
Es la mujer que hizo pis de parada durante el tiempo que invirtió en escribir Matate, amor, su primera novela publicada, en 2012. Esa obra le valió una nominación al prestigioso premio Man Booker International hace tres años. La historia ronda la maternidad, el erotismo, la familia, la monogamia. Para Twitter, la frase que conforma el título es un “incentivo a la autolesión”. Así que cada vez que postea el nombre de su propia obra -ella y cualquier usuario- le suspenden la cuenta
Estudió Guión Cinematográfico, Dramaturgia, Artes del Espectáculo y Literatura Comparada en La Sorbona. Fue traducida al alemán, árabe, croata, polaco, turco, rumano, portugués, francés, inglés…
También es la persona que firmó La débil mental, en 2014, y Precoz, en 2015. Y así cerró una trilogía sobre la pasión y las tramas vinculares. Hace dos años, Anagrama publicó Degenerado, su última novela. Trata de un hombre mayor que ha sido detenido y juzgado por violar y matar a una nena: la historia de un pedófilo. Es, claro, un personaje de ficción. El trabajo de Harwicz consistió en darle voz y hacer del texto un soliloquio.
Degenerado genera pánico editorial. “Parece que no, pero a mí me costó muchísimo escribir Degenerado. Los países que se animaron a la traducción son marginales, en el sentido de que no son Europa central. Son los más pobres, como Rumania, Irán, Irak, Egipto. Te puedo asegurar que no es en demérito de la calidad literaria”, dice la escritora.
—¿Por qué se negaron a traducirlo?
—Por temor a que se tomara como apoyo al pedófilo o a lo criminal.
—¿Y qué pensás?
—Nunca vi al mundo tan uniformado, tan en bloque. Antes los artistas podían ir a ver como piensa un serial killer, un violador o una mujer que viola a la hija o un torturador o un genocida. Pero ahora no se puede, no está permitido. Sos tratado de perverso o de narcisista.
—¿Eso afecta de alguna manera tu escritura?
—Me obsesiona. Es absolutamente deprimente esta era, absolutamente retrógrada. Estamos en una regresión absoluta a nivel histórico de lo que ya hemos conquistado. Pero todo eso no nos tiene que condicionar en nada, porque si te toca perdiste. No me tiene que asustar pero tampoco tengo que envalentonarme y escribir contra eso. La ruta del arte tiene que ser como esos caminitos difíciles, sin huella, angosto o que bordea un precipicio. Vas en el auto y decís: ¿me meto por acá? El arte tiene que ir por otro lado, tiene que esquivar esto porque si no te hace escribir a favor o en contra y perder.
—¿Estamos leyendo en clave realista?
—Hay un gran desprecio por la ficción. Del arte en general, diría. Y por parte de los editores. ¿Todos los editores? Noooo, porque ya me pasó que se enojaron algunos editores: ¡Yo no! ¡Yo no! No, por supuesto, todos no. Pero los que sí, tienen que sacar un libro en el que la mujer haya sido violada, pero violada de verdad. Tienen que sacar un libro sobre incesto, pero el incesto tuvo que haber sucedido y tuvo que haber llegado a los tribunales. Lo mismo con el suicidio de un padre, de una madre. Lo mismo con la pobreza. Más que nunca, el morbo está puesto en que haya sido verdad. Es un desprecio a la escritura de ficción. Hoy el único gesto que podés tener en el arte es quedarte en el lugarcito que te corresponde.
—¿Y quién decide qué lugar te corresponde?
—El mercado, el marketing, la ideología dominante.
—¿Cuál es la ideología dominante?
—No, es que estás tocando un tema que me deprime muchísimo. Hoy estuve viendo casas de piedra que están como incendiadas, porque son de otro siglo, pero muy atrás, ni siquiera del siglo XIX. Me iría a vivir a alguna de esas casitas como para protegerme de esto… ¿Viste cuando uno dice “cómo pudo pasar el apartheid”, “cómo puede ser que en un momento hubo buses con asientos para negros, y asientos para blancos…”? Eso fue en el siglo XX, ayer. ¡Ayer!
—¿Pero por qué te instalarías en una de esas casitas?
—Porque hoy, siglo XXI, estamos pensando con la lógica del apartheid. Porque todo el mundo está con pánico. Es como un campo minado: cualquiera puede ser cancelado. Vos, yo…
—¿Tus colegas qué dicen?
—Me asombra que no haya respuestas de los artistas en general: escritores, dramaturgos, fotógrafos, da igual. No veo muchas respuestas en este fascismo que se instala, no veo gente escandalizada. Hay voces disidentes, pero sobre todo hay conformismo o temor.
Son tiempos de repensar modos que hasta hace nada eran propios del sentido común…
Pero hay una reconversión forzosa, una inquisición. Se está reescribiendo la literatura infantil. Reescriben la Historia: un revanchismo en el que veo un aprovechamiento de las minorías. La ubican a Marguerite Duras como una mujer oprimida cuando no lo fue, cuando que dijo que no era feminista y no creía en las etiquetas. Y aun así fue una mujer crucial en su época. Eso es ir contra la voluntad del autor. ¿Viste lo de Amanda, la poeta que leyó en la asunción de Biden, que eligió a una persona blanca no binaria…? Mirá como tengo que hablar. Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, sexual o el color de piel es propia del peor fascismo, del terror, de la perversión. Es una clasificación de la que huimos en el siglo XX y hoy estamos retomando. Vaciar el lenguaje de violencia es imposible.
«Una vida para la escritura»
Ariana Harwicz se instaló en París en 2007, sin saber una palabra en francés. Intentó escribir una novela sobre la vida de una extranjera en las pensiones de la capital francesa, pero aunque la peripecia narrada y los personajes eran acertados, no había encontrado un lenguaje propio. “Así que la tiré, la quemé, me autocensuré, me cancelé… A veces la censura es buena, cuando es de uno y tiene que ver con el rigor”, dirá.
La entrevista transcurre vía en Google Meet. El audio es perfecto, la imagen no tanto: por momentos su rostro se congela en mil pixeles. Aun así es posible notar el drama, el revoleo de ojos, la inquietud que genera el tiempo que nos toca, el de la pandemia y el del revisionismo.
Después de aquella novela fallida, Harwicz quedó embarazada, parió a un niño y se quedó sin dinero y sin tiempo para escribir. Y se fue a vivir al campo. Podría decirse que ya habita una casita de piedra. “Fue un salto. Yo, que soy porteña y recontra citadina, elegí quemar las naves para escribir. Quería intentar una vida para la escritura y no al revés. Quiero decir: no quería hacerme un tiempo para escribir, sino una vida para la escritura”, dice.
En ese encierro a campo abierto, surgió Matate, amor. Luego se divorció, pero se quedó en Saint Satur, a 200 kilómetros de París, un pueblo donde nadie la conoce, donde no tiene amigos, donde es -donde sigue siendo- una extranjera pura entre lugareños, agricultores, vitivinícolas. Y desde allí observa su mundo y el mundo.
—En tus primeros textos orbitás la idea de familia. ¿Qué es la familia hoy?
—La idea de familia clásica se cayó a pedazos: ¡booom! Una eclosión. Lo ves en el arte: cuadros con mamá, papá, hijo. También en el teatro. Escribo mucho sobre la familia porque me parece la gran estafa, una comedia. Cuando sos grande, como yo, ves lo frágil que son los vínculos. Mamá es mamá, papá es papá, pero después mamá quiere ser otra cosa, papá quiere ser otra cosa. La familia es una puesta en escena. Y yo en mis textos trato de desarmar eso.
—¿Cómo te llevás con la idea de deconstrucción?
—Me parece bien la deconstrucción, pero también me parece que hay abuso de marketing. Hay que ver hacia dónde nos lleva porque hay lugares de mucha angustia en el hecho de deconstruir todo. Deconstruirse es angustiante.
—Si en la deconstrucción hay “marketing”, ¿en los feminismos?
—Creo que hay un desfasaje entre el discurso feminista y lo que pasa en la vida. Mirá, yo estoy en un pueblo francés y ninguna de las madres de los compañeros de mi hijo toma decisiones en igualdad de condiciones respecto del padre. La madre no puede decidir. Y te hablo de Francia, eh, no de un país donde las mujeres tienen que vivir tapadas. Por un lado hay una hiperpresencia y omnipresencia del feminismo en los medios, parece que lo acapara todo, que decide todo. Y por el otro, en la vida, en la Justicia, en el dispositivo mental de las sociedades eso no pasa. Entonces, entiendo a los que critican al feminismo, yo también lo hago, pero después me veo en la contradicción de defender las causas que, insisto, son justas.
—¿Cuál es la causa del varón hoy?
—Nosotras tenemos una causa, quieras o no, te guste o no. Podés, incluso, oponerte al pañuelo verde y tomar el celeste. Pero ellos están perdidos. No solo a mi pareja sino a mi papá, a mi hermano, a varones de otras generaciones. Los veo o acusados de haber abusado de alguien o tratando de huir para que no los acusen en las redes o tratando de aggiornarse… Les cuesta. Los veo plegándose muertos de miedo a que los acusen, señalando en la intimidad a mujeres como “feminazis” y en el ámbito público jugando el papel de que no las odian. La doble moral en la mesa de los bares: putean y odian, pero que no lo pueden decir.
—¿Es una referencia para crear al pedófilo de Degenerado?
—Puse al varón como chivo expiatorio. Al varón por excelencia, ese varón que se rasca las pelotas y se masturba. El estereotipo, pero también la hipérbole: la exageración, el máximo fracasado. ¿Qué hace un tipo de 80 años, con el pantalón orinado, bajo, tocándose adelanta de una escuela? Además de un criminal, es un fracasado, un pobre tipo, una mierda. Un outsider.
En su próximo libro, Harwicz abordará el adulterio como tema. Cuenta que está en plena investigación y que no para de sorprenderse: resulta que hay un montón de países en los que si descubren a una mujer adúltera pueden matarla o apedrearla, dictarle condena o quitarle a los hijos. “A la mujer, eh, en el siglo XXI”, aclara. Los ojos abiertos, una mano en la cabeza, a miles de kilómetros, una mujer pixelada que todavía es capaz de asombrarse.