¡Pacha, salí! Tu perra renga, vieja, mañosa, escucha el ruido del paquete de galletitas y con el atrevimiento que siempre le consentiste se abalanza sobre el escritorio improvisado en un cuarto que alguna vez será baño.
Es la oficina que armaste de apuro hace seis meses, con paredes recubiertas de cerámicos y dos caños clavados y verticales en el piso cuya única función es molestar.
El reto es inútil, como siempre. Las patas torpes y negras desbaratan el teclado y estampan en la pantalla su frase canina. Es la primera fila de letras de la mañana, tan indescifrable como estos días.
Al lado, abajo y atrás, el enredo acompaña desde una maraña de cables: el de la zapatilla con cinco enchufes, el que alimenta la destartalada notebook hace años sin batería, los más finos de los auriculares, el que está por las dudas y el del cargador del celular, que siempre tenés que rastrear por otras habitaciones.
Las patas, esta vez, no provocaron un reseteo general. Riesgos de un armado provisorio para siempre, pero ¿quién avisó que esto iba a durar tanto? Hay que ordenar, repetís sin convicción.
Hay humo. Arranca el del café y le sigue el del mate. El del cigarrillo es permanente porque reducirlo es otra de tus promesas incumplidas. El que se filtra desde el patio, por cada rendija y casi todos los días, huele a pasto quemado.
Fija el lugar y el momento: estás en Rosario-2020, una ciudad con virus y en llamas de varios combustibles.
Es la química de tu redacción y estudio de radio, unipersonales a la fuerza, combo aislado. Una fórmula de cafeína, mateína, nicotina y no querés pensar cuántas “inas” más en las cenizas que el viento trae del este, desde el otro lado del río, partículas negras de lo que era extensión verde en las islas del Paraná. Todo en aumento. Todo más denso y a la vez volátil. Fórmula nueva para un oficio, un trabajo, que cambió porque se mudó. A casa.
Un gorrión casi se estrella ahora contra el vidrio de la ventana. Sobresalto por otro desorientado.
No hay tanto pan
La pandemia es ya palabra comodín, pero lo que nombra trastocó casi todo. Los medios de comunicación, por llamarlos de alguna manera, pomposa y falsa casi siempre, no están blindados.
Los cooperativos y los públicos, menos. Y justo ahí estás. El trabajo se complica, se desacomoda y amenaza. Menos que a muchos prójimos (sólo basta asomarte a la vereda) con otros modos de ganarse la vida, más frágiles. Los tuyos también lo son.
“No hay tanto pan”, canta la catalana Silvia Pérez Cruz. En este país sobre todo, que del otro lado del océano entró al desbarajuste global con uno propio en la mochila, previo y profundo.
Dependencia exagerada de las conexiones electrónicas, incertidumbre económica y convivencia prolongada con tu burbuja, otra palabra con nuevos significados. Lo que a puro ensayo y error hacés para habitar este nuevo paisaje dejará cicatrices como memoria en un cuerpo que está más gordo, o más flaco, más pálido y descuidado, tal vez desmejorado.
Si es por buscar certezas, quizá la única es que lo que sigue tampoco será como antes. Cuánto y cómo cambiará, es una buena pregunta. Cualquier respuesta transpira soberbia, huele a sentencia gaseosa.
Chamuyo es anticipar las formas de lo que vendrá. Huyen de los sesudos argumentos, modelos matemáticos y algoritmos como las piruetas del humo.
De la casa al trabajo, que es lo mismo
Si no hay certezas, ¿quedan entonces los buenos debates? Tal vez ahí haya un norte mientras se intenta sobrevivir en estos particulares trabajos.
¿Qué hacer ahora, que habrá que hacer después con estas materias de la información y de la comunicación? Buenos tiempos para la mentira y el engaño, para las negaciones sociales, para las metáforas bélicas que colonizan el discurso político y el relato de la política y ahora describen también lo que pasa con un virus.
Para los que hablan sin saber porque el aire infectado y turbio también es gratis.
Una atmósfera para la que no hay barbijos
Tierras planas, vacunas con chips, infectaduras, nuevos órdenes mundiales, conspiraciones, paranoias, copiado y pegado, lo dice la gente, lo descubrieron en Kamchatka, me lo mandaron por whatsApp, fijate este video, escuchá este audio de uno que está adentro y te bate la justa, tomá esto que te inmuniza.
Cuesta respirar en esta atmósfera para la que no hay barbijos. ¿Cómo escaparle a la venta de ese humo, crítica trillada y justa al oficio?
En el revoltijo, hay ganadores y perdedores, aprovechadores que le facturan sus nuevas ganancias al resto. ¿Se sale mejor o peor? Otra frase hecha de moral ahumada a la que, tal vez, convenga escapar por arriba: mejor y peor.
Y entonces, por qué no, haya que aferrarse a una de las mentiras que valen la pena, como decía Joaquín: pensar que, con lo que se tiene a mano, es posible zamarrear esa balanza. Hacer el intento, apenas y nada menos que eso.
Ponerlo otra vez todo en cuestión
¿Por dónde? Todo está en discusión, todos los debates abiertos y todos los que se animan a hablar habilitados. ¿Será otra oportunidad a la que echar mano para colar ciertas voces, individuales y colectivas?
Contrapesar, buscar, poner la cuña de las dudas allí donde reina la certeza viralizada, por repetición o por imperio de un sentido común construido por los de siempre.
Los temas sobran, porque hay condiciones para ponerlo todo otra vez en cuestión: el papel de los Estados, de la salud pública, los sistemas educativos, los de ciencia y técnica, el diseño de las ciudades, las formas de trabajo, las legislaciones que las encuadren, la movilidad urbana, las distancias, el equilibrio fiscal, la burbuja afectiva, la familia, el lugar de trabajo o de descanso, las libertades, los derechos, las desigualdades, el arte y su disfrute, los espectáculos y la industria del entretenimiento, las conexiones y el derecho a la desconexión.
Las propias tramas en las que eso se discute y decide.
No es fácil. Hay que prestar atención, no regalar distracciones, negociar con la desesperanza, mandar al rincón las ganas de mandar todo a pasear, rascar voluntad del fondo del tarro. Y todo esto, que ya te parece pretencioso, lo escribís, pensás ahora, sólo para que no se te caigan las ganas.