Tom Wolfe fue uno de los escritores señeros de eso que se llamó non-fiction junto a Truman Capote, Gay Talese, Joan Didion, Norman Mailer y que generó el cruce, el intercambio entre el periodismo y la literatura, la ficción. Las opiniones de los estudiosos del tema no logran ser unánimes y algunos piensan que el honor de inaugurar este género pertenece a Rodolfo Walsh con su ya lejano Operación masacre y no a Capote como sostiene la crítica anglosajona. Lo cierto es que con los norteamericanos el género pegó un vuelo importante –sobre todo a partir de Sangre fría, de Capote–. Tom Wolfe escribió un libro que intentó compilar las ideas que campeaban en lo que comenzaba a llamarse “nuevo periodismo”, luego de escribir algunas crónicas con técnicas más deudoras de la narrativa de ficción y con las que comprobó que se abrían otras puertas desde donde contar historias; que incluso algunos personajes tomaban una estatura impensada cuando se les atribuía observaciones basadas en lo que se desprendía de su memoria o de lo surgido de los testimonios que, claro, estaban tamizados por el recuerdo de lo que se vivió. El libro de Wolfe se llamó, justamente, El nuevo periodismo, donde se intentó plasmar un manifiesto de esas técnicas. Wolfe admitió en una entrevista que la lectura de un artículo donde Gay Talese describía y reporteaba a un boxeador, fue lo que iluminó esas posibilidades. Allí el boxeador no sólo era un representante de ese deporte sino que a través suyo podía tomarse el pulso de toda una época, los momentos de la vida del pugilista eran también los de muchos de esos seres anónimos deambulando por las urbes. De este modo Wolfe se puso a la caza de muchas de estas historias y puso en juego un estilo que mucho se acerca al de Capote en la ornamentación de ciertas escenas, en el punto de vista de una tercera persona, en una carga ficcional que lo distancia de Talese, por ejemplo. A fines de los ochenta, Wolfe se vuelca a la ficción con una novela llamada La hoguera de las vanidades, considerada por los suplementos culturales de los diarios más señeros como la “gran novela de Nueva York”, mote aplicable, sin embargo, a varias otras de firmas tan prestigiosas como la de Wolfe. La novela fue un rotundo éxito de ventas y con mucho oficio narraba la historia de un yuppie exitoso que con su auto se llevaba puesto un joven negro en el Bronx, lo que le permitía al autor ir olfateando los trapos sucios conque el viento neoyorkino cubría las calles, los apartamentos y a quienes habitaban en su interior; los negocios espurios de Wall Street y la aparición cada vez más numerosa de homeless.
Un provocador de blanco
De Wolfe se decía que tenía alrededor de 20 trajes color blanco –el dandy le decían– y que se resistía a ponerse otra cosa; algunas entrevistas grabadas en su domicilio lo muestran “de punta en blanco” aun haciendo algunas tareas domésticas. También que ensayaba cada presentación pública donde intentaba mostrarse demoledor y cáustico en sus puntos de vista sobre la sociedad estadounidense pese a reconocerse votante de Bush y de defender ciertos valores que nadie dudaría en situar a la derecha de cualquier pensamiento. Cuando ocurrieron los ataques del 11-S, Wolfe fue objeto de varias entrevistas, en una de ellas señaló: “No creo que el 11-S fuera un ataque cualquiera; alguien tenía que actuar, y Bush lo hizo. Por eso había que ir a la guerra en Afganistán”, lo que le causó furibundas críticas de vastos sectores. Siempre polémico con sus ideas, en su escritura el vestigio ideológico quedaba difuminado entre las impresiones de una tercera persona que iba colando en sus reportajes y crónicas. Wolfe creía que nunca se había llegado a comprender de qué se trataba el “nuevo periodismo”, ya que todo el mundo pensaba que se trataba de que el autor diera sus opiniones sobre el asunto que trataba y terminara por convertirlo en una historia personal. Wolfe defendía denodadamente el uso de una tercera persona en las crónicas, el ocultamiento del yo porque, sentenciaba, “a quién le interesa las impresiones de un periodista, es siempre un mero observador y no debe moverse de allí”.
El oficio de escuchar
Su pasaje al acto en este tipo de escritura fue la práctica extendida que tuvo en la revista Esquire. Algunos de sus libros de non-fiction de más circulación fueron La palabra pintada, Ponche de ácido lisérgico, Los años del desmadre, El periodismo canalla, todos editados por Anagrama pero accesibles en Argentina; en ficción comienza con el emblemático La hoguera de las vanidades, al que le siguen entre otros Todo un hombre y, su último publicado, en 2005, Yo soy Charlotte Simmons. Wolfe se ufanaba que para sus novelas llevaba a cabo la misma investigación que para sus entrevistas o crónicas y que, en el fondo, prefería escribir no ficción porque era el periodismo lo que latía en sus venas y que era un oficio que le había enseñado mucho como, por ejemplo, “mantener la boca cerrada y escuchar cómo habla la gente y qué es lo que dice”.
Escalpelo en mano
Evidentemente, Wolfe pudo conciliar sus puntos de vista sobre una gran cantidad de cuestiones “norteamericanas” con el empleo a fondo de sus técnicas de non-fiction, algo que le permitía coquetear con ese sesgo de observador agudo con escalpelo en mano para diseccionar lo que no veía con agrado. Una de sus crónicas destrozó al compositor Leonard Bernstein porque en los setenta –la crónica es de esa época– había dado una fiesta en su casa de New York para colectar fondos para la organización radical Panteras Negras. Wolfe crucificó a Bernstein tildándolo de snob y de “radical chic”, mote que luego sería utilizado popularmente. Todo esto terminaría filtrándose en sus novelas, como lo hizo con el cinismo y la ostentación salvaje de la riqueza en La hoguera…; con los gatillo fácil que se iban acumulando en Atlanta y preanunciaban la escalofriante cifra de negros muertos en la última década, y ya sobre su última etapa haciendo la despiadada denuncia de que los latinos iban camino a quedarse con Miami en Bloody Miami. “Me llaman conservador, pero nadie sabe decirme qué es lo que pienso, qué es lo que quiero. Me llaman así porque me burlo de la gente que valora la indignación moral por sí misma, como si un intelectual debería estar siempre indignado”, sostenía, pero cualquiera que lo hubiera leído o escuchado, podría pensar que hablaba de sí mismo. Un pugilista de punta en blanco.