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Tomás Felipe Carlovich: el último poeta de un fútbol de otra época con el potrero como estandarte

El Trinche fue un virtuoso y un superdotado. Un malabarista con la pelota: era el fútbol en su estado más puro. Un gladiador de galera y bastón en un escenario plagado de rivales dispuestos a detenerlo de cualquier manera. No le pudieron robar la pelota. Le robaron la vida

Una tarde inolvidable en el ahora Coloso del Parque, Central Córdoba aplastó a Colón y el Trinche sacó a relucir todo su repertorio. La rompió. Regó el césped con su talento natural, hizo explotar las manos y las gargantas y en el cielo se dibujó un arco iris gigante con una pelota más sonriente que nunca. Fui a los vestuarios y cuando lo tuve enfrente le advertí: “Frená, que no tengo más adjetivos para escribir, acabaste con mi repertorio de elogios”. Me miró y sonriente me apoyó su mano sobre mi hombro, agarró el bolsito y se fue. No emitió una palabra. Es que en su esencia estaba prohibido hablar sobre él.

Era un virtuoso. Un superdotado. Un mago porque le escondía la pelota a los rivales en los momentos más impensados o en los lugares más insólitos, donde no existía el espacio y de pronto aparecía orgullosa sobre su empeine para ubicarla dónde él quería.

¿Cuántas veces entraba en contacto con el balón?, me preguntaron una vez y respondí: “No importaba eso. Lo único que recuerdo es que cada vez que le llegaba era un eximio piloto de Fórmula 1. No chocaba nunca, conducía con lucidez, con lujos, inventiva.

¿Lento? Puede ser, pero con una rapidez mental increíble y esa magia que nacía de su botín zurdo. Eso lo hacía diferente. Cada movimiento despertaba admiración y aplausos. Cada descarga era un pase de ballet. Cada gambeta era un espectáculo. Nunca me pasó, ni con Kempes, Bochini, Maradona, Riquelme o Messi, para citar a los grandes de nuestra historia, que estuviera pendiente en un partido de un solo jugador. El Trinche despertaba eso. No interesaba lo que ocurriera en el trámite, sólo reaccionaba cuando él la tocaba. Esperábamos siempre que sacara algo nuevo de su galera. Y nunca nos defraudaba. Nos acostumbró mal, por eso su leyenda cuando se retiró no hizo más que seguir creciendo.

Y aquella noche del 74 en el memorable baile de los rosarinos a la Selección Argentina, en apenas 45 minutos terminó convirtiéndose en el novio de la pelota. Estaba enchufado. Alcanzó su máximo nivel. Por eso pidieron que lo reemplazaran cuando terminó el primer tiempo. Se adueñó del balón y fue el centro del show. No fue un amistoso. Fue la consagración definitiva del Trinche. Una vez me dijo cuándo hablábamos sobre ese cotejo: “Cada vez entiendo menos, la cancha de Newell’s tiene capacidad para 40 o 45 mil personas, sin embargo creo que me crucé con más de 300 mil que me aseguraron que estuvieron presente”.

El Trinche era sinónimo de potrero. Un malabarista con la pelota. El Trinche era el fútbol en su estado más puro. Pícaro, inteligente para proteger el balón, astuto para utilizar los codos o zafar de la patada artera. Grandote, pero ágil.

Un gladiador de galera y bastón en un escenario plagado de rivales dispuestos a detenerlo de cualquier manera. Al Trinche no le pudieron robar la pelota. Le robaron la vida.

El Trinche fue un genio. Con el barrio en la piel. Perfil bajo. Jugaba para divertirse y divertir. Sólo un bohemio de corazón como él podía disfrutar con el balón en sus pies y brindar un espectáculo tan grandioso sin importarle la retribución monetaria.

Javier Armentano me terminó de escribir algo que lo voy a utilizar para ponerle el moño a estas palabras: “Me encantaría que a manera de justicia poética le permitan al Negro Fontanarrosa bajar dos minutos y redactar una reseña tal como el Trinche se hubiese merecido”.

El cielo se llenó de estrellas. Y seguramente el Negro es el encargado de recibirlo. El Trinche intentará su doble caño y el Negro ya habrá soltado a Mendieta para evitarlo.

Gracias Maestro por tu magia. Gracias por ser simplemente el Trinche…

Eliseo Trillini / Especial para El Ciudadano

 

 

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