Carolina González / Colegio de Profesionales de Trabajo Social Santa Fe 2da Circ.
Romina tiene 56 años, aunque por su aspecto parece una persona de un poco más de 60. Su pelo color oscuro se mezcla con canas formando una cabellera larga y gris que cae ondulada hasta la cintura y se puede ver sólo cuando desata su rodete para luego volverlo a atar un poco más ajustado.
Las arrugas marcan los bordes de su boca y sus ojos; su mirada es un poco tímida, casi siempre mira hacia abajo, sus párpados parecen pesarle. Sonríe tímidamente y su boca apenas abierta deja ver la falta de algunos de sus dientes.
Romina es mamá de nueve hijes y abuela de una docena de niñes. Uno de sus hijos se llama Andrés, tiene 20 años y es por él que pidió ayuda en la Casa de Acompañamiento y Atención Comunitaria de Vientos de Libertad, que es uno de mis lugares de trabajo.
La primera vez que me encontré con ella y su hijo, fue en su casa. Fui con una compañera de trabajo. Romina vive en la zona oeste de la ciudad. Nos dejó un taxi a unas cuadras, hasta ahí accedió a llevarnos el taxista. Después de caminar dos cuadras angostas apareció Romina, que esperaba en la entrada de un pasillo. Así llegamos hasta su casa. El frente y su puerta eran de chapa de color bordó, desgastadas y un poco torcidas; empujó la puerta y pasamos a un patiecito donde había dos reposeras viejas, una mesa bajita y un perro echado bajo el sol del mediodía. Nos ofreció sentarnos y llamó a su hijo Andrés que salió de la casa con dos sillas más, saludó y nos sentamos a charlar.
Romina se enteró del espacio de Acompañamiento en situaciones de consumo problemáticos de drogas porque hace un tiempo una de sus hijas se acercó a pedir ayuda para uno de sus nietos, también en situación de consumo problemático. Romina quería que conociéramos a Andrés para ver si podíamos ayudarla porque estaba preocupada. Andrés se iba de su casa durante varios días seguidos y volvía golpeado, sucio y sin nada. En esos días que no sabía nada de él, aparecía a veces por la noche y robaba cosas de su casa para venderlas y poder comprar y consumir. Ella decía encontrarse sin respuestas, sin recursos y sin saber qué hacer.
La última vez su hijo volvió maltrecho le pidió que lo ayudara. Le dijo que no quería más esa vida, que la calle no era un lugar para estar. Fue por eso que llegamos ese día a su casa. Andrés no podía acercarse a nuestro espacio, porque tenía que estar encerrado en su casa por estar en peligro. No podía salir porque tenía “broncas” por su barrio y los cercanos también. Él quería salir de esa situación pero como era soldadito, lo iban a buscar a su casa para consumir y vender. Entonces cada vez que venía alguien a buscarlo ella le decía que no estaba o que estaba durmiendo. También habló con sus vecinas para que le hagan la coartada y si alguien preguntaba, respondieran que no lo habían visto.
En el transcurso de ese mes, volvíamos todos los viernes al pasillo y entrábamos a ese patiecito que ya no tenían reposeras porque por más coartada y aguante no pudo contenerlo siempre Algunas noches Andrés se iba y para poder consumir, robaba lo poco que tenían. En las sucesivas visitas, veíamos que algunas cosas iban faltando de la casa y se debía a eso. Otras las había vendido Romina: “La calle está difícil porque cada vez hay más gente cirujiando y era muy poco lo que podía traer a la casa”. Entonces para pagar el alquiler vendió la heladera y estaba por vender el televisor.
Sentada en la mesita de su casa, mientras su hija más chica dormía en la misma habitación, escuché sus relatos repletos de angustia, preocupación y culpa. Romina lloraba y se preguntaba una y otra vez qué había hecho mal para que su hijo esté así y encontraba la respuesta en fallas suyas, siempre suyas. “Habré sido mala mamá” dijo una vez y me quedé con esa frase dando vueltas en la cabeza y en el estómago. Su angustia era gigante y podía sentirla. No sé si fue por la cercanía que habíamos logrado o la tristeza que me daba escucharla.
Se me hacía un nudo al escucharla, mientras veía su casa cada vez con menos cosas. Veía las calles de su barrio y a les pibes tirados en la vía consumiendo a pocos metros de su pasillo. Veía a una mujer que crió a nueve hijes, que tuvo trabajo y después se quedó sin, que a su edad y sin escolaridad le costaba conseguir otra cosa que no sea el cirujeo. Que cada vez podía conseguir menos porque había más gente ganándose el peso con lo mismo.
Veía a una mujer que intentaba contener a su hijo mientras otros le tocaban la puerta de su casa para que él salga a vender y a consumir. Que pasaba noches sin dormir cuando Andrés no volvía a su casa. La veía vendiendo sus pertenencias para poder pagar el alquiler de ese mes porque se contagió de Covid y no pudo salir por dos semanas, eso la dejó sin un mango. Le había pedido comida a una compañera de la organización, que le acercó un bolsón con alimentos, pero para pagar el alquiler tuvo que vender lo que tanto esfuerzo le costó, según relataba.
Después de esa primera vez las visitas siguieron sucediéndose con una frecuencia semanal hasta que un mes después conseguimos un lugar de internación para su hijo. Andrés se alojó en una Casa Convivencial de Vientos de Libertad, en la provincia de Buenos Aires.
Andrés con su esfuerzo y el acompañamiento de su mamá pudo comenzar el proceso para dejar de consumir alojándose en una Casa Convivencial, junto a otros jóvenes como él o seguramente muy parecidos. El equipo informó que él se adapta al espacio, participando en los talleres y actividades aunque todas las semanas quiere abandonar y volver a Rosario. Su madre se comunica telefónicamente con él y se angustiaba cada vez que le decía que iba a volver a la casa.
A Romina seguimos visitándola y la invitamos al espacio de Vientos de Libertad. Nos queda mucho por trabajar con esta mujer y otras como ella o muy parecidas, encontrarnos para pensar sus experiencias siendo mujeres, madres y cuidadoras de quienes atraviesan situaciones de consumos problemáticos. Darnos un espacio para reflexionar sobre el desgaste del trabajo de cuidar a todes a tiempo completo, buscando la moneda para comer, la plata para pagar, el tiempo para limpiar, cocinar y acompañar los problemas de salud de hijes, nietes y vecines. Problemas que son muchos más cuando se es pobre y madre de jóvenes de barrios populares para quienes el Estado solo tiene previstos más controles de gendarmería.
Si para les jóvenes de los márgenes de nuestra ciudad no hay cupos en las escuelas, no hay suficiente cobertura de salud integral y comunitaria (que incluya la salud mental como la física), no hay trabajo digno ni recreación, entonces sus proyectos de vida y oportunidades se acotarán a lo que hay, que es la oferta de consumo desmedido y despreocupado que hace parecer menos hostil la cruda realidad.
Resistiendo a esa realidad despiadada están las mujeres que cuidan: madres, hermanas, vecinas o mujeres de organizaciones populares que dan el plato de comida en el barrio.
Romper la soledad con las que esas mujeres afrontan semejante tarea es un paso. El reconocimiento de esas tareas de cuidado debe ser otro, para hacer un camino de organización, reclamando al Estado presencia con oportunidades para les pibes; y a la sociedad en su conjunto, co-responsabilidad en los cuidados ante una problemática que no es solo de Andrés ni de Romina. Se trata de una vida digna para todes.