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Tras las huellas de Haroldo

El último libro del escritor y poeta Jorge Isaías, “El sentir de la llanura”, está inspirado en la idea de desmitificar la creencia de que la llanura no es paisaje, en sus propias vivencias en ese ámbito y en su admiración por el autor de “Sudeste”

Literatura:  El sentir de la llanura

Jorge Isaías. Editorial Ciudad Gótica. 2014 / 138 páginas

 

Poesía: A los amigos Galería y otros poemas

Jorge Isaías. Editorial Ciudad Gótica. 2014 / 50 páginas

 

La vasta producción de Jorge Isaías camina zigzagueante entre la palabra y la anécdota y, aunque de la primera surge la poesía y de la segunda, el relato, el escritor nunca perdió su rumbo iniciático, que es cantarle a su tierra, al campo y a los personajes que lo habitan, como así lo muestra su último libro El sentir de la llanura (Editorial Ciudad Gótica), en donde reúne 45 cuentos que publicó durante los últimos años en las contratapas del diario Rosario 12.

Nacido en Los Quirquinchos en 1946, la infancia del escritor transitó por terrenos ambiguos: por un lado, el trabajo en el campo y la rudeza de sus hombres, que lo convirtieron en un profundo observador de lo que parecía presentarse, entonces, como su única realidad. Por otro, las llegadas de las primeras lecturas, en la escuela primaria, nada menos que de la mano de El Eternauta. Al igual que en la historieta en la que Juan Salvo, Elena, Martita y sus amigos sobreviven a la nevada y descubren que no son los únicos que se salvaron, Isaías también tiene su propia revelación en los dibujos de Solano López y los textos de Oesterheld que aparecían en la revista Frontera. “Yo me preguntaba, ¿esto qué es? Claro, era otra cosa –dice–. Es que de grande uno reacciona sobre el sentido de todo eso”.
A los 15 años encontró La amada inmóvil, de Amado Nervo, casi de casualidad, escondido entre las sábanas que su madre guardaba en uno de los roperos de la casa. Para él, fue otro gran hallazgo que marcaría, de manera irrevocable, el camino de la poesía y también de la lectura. “Era una cosa terriblemente maravillosa, leía esa cosa mortuoria y me volvía loco y, a partir de ahí, empecé a escribir versos casi como un poseído”, recuerda.

Sobre las “huellas de Haroldo”

Después, llegaron Juan José Saer, Guillermo Enrique Hudson, José Pedroni y Haroldo Conti. “Fueron hombres que marcaron el rumbo de mis textos con sus distintos estilos y en diferentes momentos”, escribe el autor en la contratapa de El sentir de la llanura, al que pensó primero llamarlo Huellas de Haroldo. De hecho, explica que el libro fue pensado, de algún modo, como “un homenaje a la llanura con su árbol solitario y su pájaro alto, y también para aquellos escritores que antes que yo la cantaron, la describieron y la sintieron”.
Está claro que en la escritura de Isaías todo tiene un por qué, un dónde y, sobre todo, un alguien que se convierte en el protagonista de sus historias, como también en la musa inspiradora de sus poemas. Hasta el camino de vida que eligió tomar, cuando poco antes de cumplir veinte años emigró a Rosario a estudiar Letras en la Facultad de Humanidades y Artes, estuvo signado por algo que sucedió en su vida y que lo llevó a emprender lo que alguna vez él mismo definió como una especie de autoexilio. Sin embargo, de una u otra manera el poeta siempre vuelve a su tierra natal porque sus versos y relatos funcionan como un lazo indestructible entre el pasado y el presente, entre el hombre de ciudad y aquel niño que se crió “en una cortada de gramilla profusa que cruzó esa nube de mariposas amarillas cuando el mundo recién comenzaba”.
—¿Por qué preferiste llamarlo “El sentir de la llanura”?
—Me pareció que era un título más englobador. Haroldo Conti fue uno de los escritores que me maravilló, él maneja todo lo que tiene que ver con la emoción y los espacios abiertos, por eso este libro está lleno de homenajes a él, y creo que se nota. A los textos de El sentir de la llanura los leí en un congreso que se hizo en Arequito, a donde fuimos con Osvaldo Aguirre invitados, junto con gente de otras disciplinas, para hablar concretamente de la tierra plana. Como dijo en esa ocasión un fotógrafo, que era uno de los organizadores del encuentro, “para hablar del paisaje que no es paisaje”.
—¿Cómo es eso del paisaje que no es paisaje?
—Como dicen los Wawancó, “…Santa Marta tiene tren pero no tiene tranvía…”. Bueno, la llanura no tiene montaña, no tiene mar, es sólo tierra. En Los Quirquinchos, el río más cercano era el Carcarañá, lo demás era llanura. Por eso la gente cree que la llanura no es paisaje y el libro surge un poco ahí y también de las vivencias, que a esta altura ya no sé si son reales o inventadas (risas).
—Las anécdotas son el disparador de todos tus relatos…
—Mi viejo contaba muchas anécdotas sobre cuando nos sentábamos a comer. Era un tipo muy autoritario, pero a él le debo muchas cosas y entre esas, el sentido de la justicia. Él fue uno de los secretarios que tenían los gremios rurales de la zona, eran gremios anarquistas, que tenían cerca de 500 afiliados, lo que para esa época, y en el campo, era casi un disparate. Él armó la primera unidad básica en Los Quirquinchos, algo que fue su orgullo. El sindicato estaba enfrente de la cancha a la que iba a jugar al fútbol, que estaba a dos cuadras de mi casa, pero yo ni siquiera caminaba esas cuadras para llegar sino que iba saltando los alambrados.
—Y entonces te cruzabas al sindicato…
—Había ocurrido una circunstancia y es que nos habían prohibido tomar el agua de las canillas porque decían que tenían mucho nitrato, entonces cruzábamos la calle e íbamos al Sindicato de Obreros Rurales porque había un aljibe. Ahí éramos testigos de las enormes discusiones que se armaban sobre cuestiones sociales y políticas. Los anarquistas eran terribles para discutir. En el sindicato había también un obrero, que le decían el oriental, porque era uruguayo. Era un tipo muy especial. Un día me vio mirar una biblioteca muy chiquita que había en la casa y me ofreció prestarme los libros que yo quisiera. Yo elegí uno por las guardas que tenía en el lomo, era uno de Rubén Darío. Después, elegí otro de la misma colección que era Germinal, de Emile Zolá. Yo habré tenido unos 10 años y cuando descubrí a Zolá, sentí que se me abría el mundo.
—Volviendo a tu pasión por Conti, ¿lo conociste personalmente?
—No, pero teníamos un amigo en común que le transmitía todo lo que yo pensaba sobre él y su escritura. A mediados del 75 publiqué un libro y se lo envié. A Conti lo secuestran en mayo del año siguiente. En 2004 o 2005 viene a Rosario, invitado al Festival Internacional de Poesía, Jorge Brega, poeta y muy buen tipo. Al tiempo, me llama por teléfono y me dice que tenía en su biblioteca un libro mío, que yo le había autografiado a Haroldo Conti, y que lo había comprado en Plaza Francia. En ese momento no entendí cómo es que fue a parar a sus manos, pero después sí. Se ve que a Conti le reventaron la casa y le vendieron todo. Este poeta, cuando volvió a Rosario, me lo dio. Lo tengo ahí, en mi biblioteca. ¡Lo tuvo Haroldo en las manos!

Compañeros de aventura

Junto con El sentir de la llanura Jorge Isaías presentó A los amigos Galería y otros poemas –también editado por Ciudad Gótica– que se suma a otros varios que el escritor vino publicando a lo largo de los años. Se trata de una obra que reúne versos dedicados a aquellas personas con quienes transitó buena parte de su vida en Los Quirquinchos. Entre ellos están “el Chorchi López”, Ricardito Spina, Chajá Correa o “el Malertito Mansilla”, todos compañeros de aventuras, de sueños, de frutas robadas y goles clavados en algún ángulo perdido de la infancia porque, justamente, son amigos surgidos de ese universo. También le ofrece poemas a los poetas griegos, desde Eurípides a Sófocles o Esquilo, de quienes asegura que fueron los responsables de que se inscribiera en la carrera de Letras.

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