Por Mariela Mulhall (*) Nota publicada en la contratapa de El Ciudadano, el 16 de agosto de 2007
El 15 de agosto de 1972, cuando el dictador Alejandro Agustín Lanusse condicionaba la salida electoral, las organizaciones Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y Montoneros acordaron una operación conjunta que para muchos era misión imposible: una fuga masiva del penal de alta seguridad de Rawson, un páramo patagónico donde habían sido confinados los principales presos políticos de entonces.
Finalmente, y por razones que hoy son motivo de discusión, el escape de 110 militantes no pudo concretarse y sólo seis de los dirigentes guerrilleros alcanzaron a tiempo el avión de Austral que fue desviado a Santiago de Chile, en tanto 19 guerrilleros quedaron varados y se rindieron en el aeropuerto de Trelew.
A treinta y cinco años de distancia, uno de los detenidos y protagonista de ese episodio clave de la historia argentina, el rosarino Luis Ortolani, hoy de 67 años y ex militante del PRT-ERP, reconstruye cómo lideró las negociaciones para la rendición de los militantes que no llegaron a salir de la cárcel y que permanecían allí pertrechados mientras el Ejército avanzaba sobre la zona.
“En realidad, me tocó esa tarea porque yo era el número veintiséis, el primero en la lista de los que nos quedábamos”, rememora con una naturalidad que hoy resulta difícil de comprender y que se enmarca en la “lógica revolucionaria”, destinada a “preservar a los cuadros más altos y continuar la lucha contra la dictadura”. Es que cada uno de los participantes del escape tenía un lugar asignado: los 6 primeros para los jefes y los siguientes para cuadros medios y tropa, en ese orden, de los que alcanzaron a salir de la cárcel sólo 19 combatientes amontonados en taxis y remises.
A Ortolani todavía le duele pensar que el último en abordar esos vehículos, “el número 25”, fue su cuñado Mario Delfino, también rosarino y compañero de militancia. Como un sobreviviente de aquellos hechos, recuerda que lo despidió sin conocer que emprendería un viaje directo hacia la muerte, ocurrida una semana después en la Base Aeronaval Almirante Zar, de Trelew, lugar adonde fue fusilado junto a otros 15 guerrilleros.
—Teniendo en cuenta que fuiste asignado con el número 26 y Mario Delfino con el 25 en el orden de la fuga. ¿Cómo fue el momento en que se despidieron?
—Recuerdo que nos abrazamos y yo le dije «Me alegro que te vayas vos». En realidad, pudimos abrazarnos por una circunstancia particular, porque al ser dos números sucesivos teníamos mayor proximidad física; la operación fue muy rápida como para despedidas. Mario era un cuadro medio como casi todos los que estábamos en el pabellón Nº 5, y en el V Congreso de 1970 había sido incorporado al Comité Central del PRT- ERP en ausencia. Además, nos queríamos muchísimo. Por eso cuando él se fue del penal de Rawson me alegré, aunque yo tuviera que quedarme. Después, desgraciadamente, el irse fue ir a la muerte y yo sobreviví. En el momento que nos despedimos se suponía lo contrario.
—¿Cuál fue el método para reducir a los guardias de a uno, y avanzar por todos los pabellones solamente con una pistola calibre 45?
—La operación se basó en un primer grupo, que era la pesada que integraban (Marcos) Osatinsky, (Roberto)Quieto y (Roberto) Santucho y los demás, quienes iban abriendo camino. Con un oficial apretado con la pistola con silenciador se iban abriendo todas las puertas. Entonces él ordenaba a sus subordinados que abrieran, pero el subordinado después veía que lo estaban apuntando, entonces atrás venía otro grupo que lo reducía.
—En cuanto a la toma de los pasillos, los pabellones, la dirección y los puestos de guardia, ¿en qué consistió tu participación?
—A mí me tocó reducir, armado con púas, a dos tipos que estaban en una oficina. Nosotros íbamos de atrás completando la operación de cada zona. Todo fue muy rápido, pero al mismo tiempo muy ordenado, porque cada uno sabía lo que tenía que hacer y lo hizo. Cuando el grupo “pesado” llegó a la parte de adelante y redujo al director, nosotros hicimos lo mismo con los oficinistas de esa área. Después, con un grupo de compañeros que ingresó a la sala de armas, que estaba ubicada en el primer piso, se montó una especie de pasamano por el que íbamos bajando los fusiles. Porque los que se fugaban tenían que salir armados.
—El punto débil que malogró la fuga masiva fue el apoyo externo. ¿Fue porque los conductores que manejaban los camiones para transportar al resto de militantes tuvieron miedo?
—No, fue un problema ideológico. Los de afuera no creían que esa operación fuera posible, lo hicieron sin convencimiento, porque los jefes estaban adentro y les dieron la orden de que había que hacerlo. Lo mismo pasó con el avión, porque los que venían en ese vuelo de Austral (disimulados entre los pasajeros) no tomaron la nave como estaba previsto. El que primero trajo los camiones fue un compañero militante de las FAR que se llamaba (Jorge) Lewinger. Cuando escuchó el tiroteo contra el guardia cárcel Juan Gregorio Valenzuela se volvió y atrás llegaba el otro camión que lo manejaba otro compañero del ERP. “¿Por qué están volviendo?”, le preguntó, y cuando Lewinger le dio su versión de que había una señal que indicaba un fracaso en el plan, el otro le dijo: “No había ninguna señal convenida, la operación no puede haber fracasado. Vamos para allá”. Pero cuando regresaron, el penal ya estaba rodeado, entonces huyeron y cayeron cruzando el río Colorado. Unos días después estaban de vuelta con nosotros en el penal y a Lewinger lo puteábamos en colores. “No podías haber visto ninguna señal porque no había ninguna acordada en forma previa”, le reprochábamos. Él defendía su versión a rajatabla, pero adonde decía que vio una manta, en el primer piso, no había nadie. La señal de las sábanas y las frazadas nunca existió. Si lo de las sábanas lo inventó o vio algo que lo confundió, no sé.
—¿Qué ocurrió cuando se fueron los seis principales dirigentes en el Ford Falcon y los otros 19 en taxis y remises?
—De los que no pudimos salir, quedamos unos 90, además de los que no se iban de antemano, porque todo estaba supeditado estrictamente a la capacidad del avión de Austral, un Boeing 747 adonde caben 114 pasajeros. Después que se fueron los primeros 25 compañeros –a mí también me tocó la tarea de llamar a los coches– vimos aparecer al personal penitenciario y gente del Ejército que empezaba a rodear la cárcel. Nosotros estábamos adentro, nunca salimos al exterior durante el operativo. La cárcel tiene una parte adelante adonde hay una oficina de admisión, una barrera, un tramo de seguridad –justo ahí se produjo el incidente con Valenzuela– y el portón no da salida directa al exterior. Cuando vimos venir los uniformes agarramos lo que pudimos, lo que había a mano, escritorios, todo, y armamos una barricada en la puerta. Desde ahí empezamos a negociar.
—¿Cómo fue la negociación antes de rendirse?
—A los gritos era, todo a los gritos. Del otro lado me contestaba alguien, supongo que era el director o algún oficial penitenciario. Yo me había metido en una escalera que baja a las calderas, y aunque hicieron algunos disparos no me dieron porque me metí en ese huequito. Y desde allí negocié a los gritos. Hubo algunos disparos, supongo que hubo algún boludo que tiró por su cuenta, aunque sin una orden de tomar el penal por asalto, porque nunca la hubo.
—¿Cuáles fueron las condiciones impuestas para deponer las armas?
—Lo primero que pedí, al igual que en el aeropuerto, es que vinieran jueces y periodistas para rendirnos con el fin garantizar nuestra integridad física. De afuera me contestaron que no podían porque ahí se había decretado una zona militar bajo el comando del general Luis Betti. Ahí le advertí que nosotros no queríamos provocar una masacre, lo único que pretendíamos eran garantías y que Betti nos diera esa seguridad a través de la radio. Porque si ellos pretendían tomar la cárcel por asalto nosotros nos íbamos a resistir y teníamos 110 fusiles FAL más 25 rehenes del personal penitenciario.
—¿Cuánto tiempo duró ese diálogo con las autoridades del penal?
—Empezamos a las 19 o 20 y estuvimos así hasta el otro día. Fue toda la noche. En tanto, llegaba personal del Ejército en helicópteros, empezaban a desplegar gente rodeando el penal y lo iban cercando. Cada vez que los compañeros que estaban en los pabellones veían los movimientos de los soldados que se arrimaban, desde la parte exterior, me avisaban y yo volvía con el mismo verso: «Están avanzando, vienen al asalto, no queremos…». Y cada vez que dialogaba con el tipo, desde atrás me avisaban que se detenían los movimientos de los soldados. Ellos sabían que si tomaban la cárcel por asalto tenían superioridad de fuego para matarnos a todos, pero 110 monos decididos con Fal, también le íbamos a bajar mucha gente a ellos.
—¿A esa altura sabían que sus compañeros se habían rendido en el aeropuerto e iban a ser trasladados a la Base Aeronaval Almirante Zar?
—No lo sabíamos, nos enteramos después. Supimos lo de la rendición de los 19 compañeros por radio, esa misma noche. Al día siguiente también escuchamos a Betti que finalmente nos daba las garantías que le habíamos exigido, y que para mantener el principio de autoridad le dio forma de ultimátum: «Se les comunica a los extremistas que tienen media hora para deponer su actitud o de lo contrario el penal será tomado por las armas. Si deponen su actitud se les garantiza su vida y su integridad física». En realidad dio su palabra, aunque se la habíamos exigido nosotros. Ahí empecé a negociar con el Servicio Penitenciario la forma en que nos rendiríamos. Entonces les comuniqué que les íbamos a largar los rehenes con las armas, que finalmente se cargaron en mantas y se arrastraron por el piso, mientras nosotros nos íbamos a los pabellones. Acordamos que a las 8.15 ellos podían entrar.
—¿Después hubo represalias, los maltrataron o torturaron?
—En ese primer momento no, sólo nos quitaron todo y nos dejaron encerrados a celda pelada, con una manta, una muda de ropa y el cepillo de dientes. Pero todo cambió el 22 de agosto cuando nos enteramos de los fusilamientos a través de una radio que se había encanutado un compañero al ir al baño. Entramos a putear y ahí se dieron cuenta de que teníamos la radio. Ese día nos cagaron a golpes y en el patio del penal nos quemaron todo: guitarras y una biblioteca marxista de la puta madre que habíamos armado. Pero no era una nariz rota lo que nos dolía sino los compañeros masacrados.
—¿Cómo sobrellevaron la noticia de la masacre?
Recuerdo que resultó muy difícil quebrar el silencio que se instaló en los pabellones durante semanas. Además, todos presentíamos lo que se venía: el inicio del terrorismo de Estado, primero con la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) y luego con el golpe de 1976. Y que a partir de Trelew nada sería igual.
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