Por Ignacio Adanero
En el prólogo a la cuarta edición de Triste, solitario y final, Eduardo Galeano sostiene que dentro de la literatura de Soriano hay una constante obsesión por personajes que podríamos situar en el lugar de los fracasados. Arguye que en el gordo siempre hubo una preocupación empática por los anti-héroes, “por las derrotas que las victorias disimulan, por las infamias que las glorias disfrazan”. En el mismo sentido, Julio Cortázar sostiene que fuera de la burda crítica que observa una desmitificación de la sociedad americana o una denuncia a la impostación de los valores del establishment, en Soriano tenemos una literatura que siempre pivoteó con otros mundos (el fútbol, el cine, el policial negro), estando sus personajes cruzados por melancólicas nostalgias de juventud o antiguas sombras queridas. El propio Soriano ratificó alguna vez que Oliver Hardy y Stan Laurel (más conocidos como el gordo y el flaco) fueron los míticos comediantes de su adolescencia que lo condujeron a escribir una novela, siendo su abrupta desaparición del cine lo que siempre llamó su atención: a diferencia de Chaplin, que de genial estaba más allá de lo humano, Soriano veía en Hardy y Laurel dos tipos con quienes tomarse un largo café; porque si Chaplin a la segunda hora empezaba a ostentar la plata que tenía, las mujeres y el éxito, aquellos eran carnales antihéroes con quienes profundizar la charla, bucear en su biografía, explicar por qué no conseguían trabajo o por qué Hollywood los había negado.
Ahora bien, hablar de la línea Galeano y la línea Cortázar es lo que nos permite la soberbia irreverente de abrir una puerta para refondear aquella lectura. Tiene razón el uruguayo: en la literatura de Soriano estamos atiborrados de vagabundos, desvalidos, delirantes, especialistas en meter la pata y en vivir historias que siempre acaban mal. Y también acierta el autor de Rayuela: en los personajes de Soriano hay algo de la melancolía, de la nostalgia, de quienes vuelven a buscar un objeto perdido o el reencuentro con alguna sombra añorada. Galeano nos aclara que siempre nos seduce lo absurdo de encontrar cómplices en personajes que muestran cómo el mundo recompensa y castiga al revés. Cortázar infiere que la gracia o empatía que nos causan las historias se debe a las propias biografías de los protagonistas, sus traumas, frustraciones, sus dolores. Se trata de personajes de distinta calaña a los inadaptados crónicos o anacrónicos de siempre. Es decir, estaríamos lejos de los Sancho Pancho, los Hidalgo Don Quijote o aquel Ignatius J. Reilly de John Kennedy Tool.
Una observación detenida permite asegurar que entre la literatura de Soriano siempre aparece la idea de un pasado-mítico que abruptamente se evapora o se esfuma: la niñez cálida y prospera al calor del peronismo en Aquel Peronismo de juguete (1993), la Argentina pujante e industrialista en Una sombra ya pronto serás (1990), la infancia plena entre series cómicas para Triste, solitario y Final (1973) o los años felices del peronismo en No habrá más penas ni olvido (1980). La forma de procesar esa pérdida siempre se repetirá en un formato similar: un sujeto que vuelve o va hacia el encuentro con aquel objeto que encarna el pasado mítico. En Aquel Peronismo el adulto pondrá su primer juguete y el rostro de Evita como encarnaciones de la niñez perfecta y de la Madre ausente; en Una sombra serán los vagones de trenes los que objetiven el recuerdo de una patria que fue pujante a los ojos de un ingeniero industrial que vuelve del exilio. En Triste tenemos a un periodista que viaja a Los Ángeles para indagar por el trágico devenir de Oliver Hardy y Stan Laurel. En No habrá más pena personajes variopintos de Colonia Vela se disputarán a muerte el operativo de regreso del General, siendo la espectralidad del avión negro la encarnación de aquel regreso.
Efectivamente, estamos en presencia de una concatenación con el pasado. Una concatenación que se despliega entre fisuras, desilusiones y reveses. Una noción de fracaso, ciertamente, que sin embargo incluye recuerdos de felicidad comunitaria. En Aquel peronismo la voz narradora se mostrará escéptica sobre el futuro, pero entenderá maduramente la necesidad de conservar el primer juguete como prueba de la plenitud. En Una sombra el protagonista descubrirá que el naufragio de su patria entre rutas y trenes fantasmales aún conserva personajes llenos de humor. Podríamos pasar por Cuarteles de invierno (1980) para ver cómo un cantor de tangos envejecido y un boxeador olvidado ingresan a un juego de pasados felices para sortear el negro presente de la dictadura. Arribaríamos a la misma conclusión: hay una presencia efectiva de la noción de fracaso, pero ese fracaso no se concibe como imposibilidad de alcanzar los caminos del éxito socialmente loados (a los que por cierto muchos de sus personajes acceden), sino como experiencia vívida de una sensación de angustia, vacío y soledad que en la misma cumbre de la plenitud, empieza a trastocar la visión de las cosas que habitualmente tenemos. O como dice Galeano, a visibilizar las derrotas que las victorias disimulan.
Es en Triste donde ese mecanismo se observará del modo más desnudo. Allí, el autor efectuará un movimiento táctico para introducirnos de lleno en la vivencia de la soledad que esconden las introspecciones, el estoicismo que despiertan los oficios de investigador, la indiferencia que acrecientan las horas de silencio. Allí, Soriano introduce como personaje al sempiterno ficcional de Raymond Chandler, el detective Philippe Marlowe, quien en lugar de posicionarse como espejo, complemento o alter ego del protagonista, se desenvolverá deshilachando las certezas del fronter; mostrando subrepticiamente que la realidad está atorada por una fuerza arrolladora llamada azar y que nuestra escualidez es cada vez mayor, haciendo de la confianza un tesoro que a cuenta gotas podemos practicar. Allí, Soriano deja entrever que no hubo fracaso tras el ostracismo que Hollywood le decretara a Oliver Hardy y Stan Laurel. Tampoco en los mil cigarrillos que lo llevaron a cruzarse a Los Ángeles para saldar un interrogante estúpido de su adolescencia. Mucho menos en el veterano y solitario Marlowe, que trabaja en una oficina sucia y abandonada fumando en un sillón gastado y rodeado de gatos escuálidos. Ninguno de ellos pertenece a lo que nosotros tildaríamos de fracasados, sino más bien aparecen encarnando la imagen decadente que nos hemos hecho de la soledad. Soriano imagina a Hardy y Laurel solitarios y desamparados frente a una sociedad que ya no se ríe con ellos. Él se ve a sí mismo solitario y sin norte, con tiempo para perderse en una ciudad cuyo idioma no maneja. Visualiza a un Marlowe en declive, lejos de aquel sabueso afilado de Chandler. Pareciera ser que triste, solitario y final son tres palabras elegidas cuidadosamente y son las tres palabras que usa Marlowe para decir adiós (que es muy distinto del decir hasta luego o hasta pronto). Decir adiós es morir un poco, y no siempre lo decimos. Soriano lo sabe y quizá, Triste, solitario y final no sea sólo una gran novela, sino las tres palabras que encuentra el autor para revisar el significado de eso que llamamos fracaso. Marlowe le comenta a Soriano que durante los días que pasaron juntos siempre se preguntó quién era él. Aunque seguimos sin saber dónde ubicarlo en nuestra biblioteca, creemos que hoy nos hemos acercado un poquito a esa respuesta.