Cuando Sebastián tenía 18, hace casi 17 años, rescató a una chica que se había perdido en los bosques de Nuevo México, Estados Unidos; tuvo una novia tailandesa a la que no le podía tocar la cabeza porque –culturalmente– se enojaba; y, a pesar de ser católico, participó del Ramadán musulmán (para el cual debió ayunar durante un mes desde la salida hasta la puesta del Sol). A esa edad, Sebastián Ocampo, rosarino, hoy médico, escritor, y ya casado, decidió pasar dos años de su vida estudiando en uno de los trece Colegios del Mundo Unido: establecimientos educativos para chicos de hasta 19 años y de todo el planeta. Transitar la experiencia de ser menor de edad y convivir en otro país con personas de diferentes lugares del universo no es algo habitual. Dos rosarinos (además del de Sebastián, este medio también recogió el testimonio de Victor Burlón, papá de Federico, quien se fue a uno de estos institutos a los 14 años y aún permanece en el extranjero) se animaron y decidieron vivir esa aventura.
“Los Colegios del Mundo Unido se crearon después de la Segunda Guerra Mundial. Un montón de educadores líderes de la época tienen la idea de, a partir de la educación internacional, promover la paz en el mundo y así se crean los Colegios del Mundo Unido. Hoy en día son 13 y están en lugares como Venezuela, Costa Rica, Estados Unidos, Canadá, Holanda, Singapur, Hong Kong. Y no en las ciudades más comunes o lindas del país. Por ejemplo, el que está en Estados Unidos queda en Nuevo México, uno de los estados más pobres”, explicó Sebastián. Según reza en la página web de los Colegios del Mundo Unido, formar parte de esta experiencia no es un intercambio estudiantil, sino “participar de una experiencia de internacionalidad e interculturalidad de una dimensión mucho más amplia e integradora que la que podrían abordar los programas de intercambio estudiantil”.
Para llegar a ser alumno de uno de estos colegios, los requisitos son mínimos y los más importantes no dependen del bolsillo ni de los papeles ni de la nacionalidad, sino de la propia persona. Ni siquiera es necesario saber hablar inglés o ser el mejor de la clase. Los únicos requisitos son aprobar dos exámenes (uno escrito, de cultura general, y otro que implica, entre otras cosas, pasar por entrevistas y juegos de rol) y tener menos de 19 años. Sebastián Ocampo estaba culminando el secundario en el Instituto Politécnico local cuando vio algo que “le copó” porque “invitaba a una experiencia internacional con trabajo comunitario y viajes por todos lados”. Tras pasar por los exámenes, comenzó la aventura de la que fue y será una de las experiencias más fuertes de su vida.
El programa de estos colegios tiene una duración de dos años de calendario, y es en el caso del receso de verano (junio, julio y agosto) que la mayoría de los estudiantes decide volver a sus hogares. Por lo general, cada colegio tiene un campus donde están los edificios escolares y las residencias y donde se desarrolla la vida de todos los días de los estudiantes. No se puede elegir a qué país ir, simplemente toca. A Sebastián Ocampo el azar lo llevó a pasar los dos años en el colegio de Nuevo México, Estados Unidos, y tuvo la posibilidad de conocer el Cañón del Colorado, el Cañón del Cobre (en México), las Torres Gemelas y hasta de pasar año nuevo bajo la nieve canadiense.
La historia de Federico
Federico Burlón tenía 14 años cuando partió a Italia a estudiar a uno de los Colegios. Desde chico había soñado con irse al extranjero y ese fue el momento en que comenzó a hacerlo realidad. “Vas a ver que no vuelve más”, le dijo Víctor Burlón (el papá) a su esposa cuando su hijo subió al avión, en 2004. Federico aún no ha regresado: tras terminar el cursado en el Colegio del Mundo Unido ganó una beca para estudiar en Estados Unidos. Allí cursó Ciencias Políticas y Relaciones Internacionales, y un título menor en Economía. Después ganó otra beca, esta vez para una maestría en la escuela de Ciencias Políticas y Economía de Londres, de donde recibió y donde ahora reside.
“Desde chico el Fede quiso estudiar afuera y el Colegio del Mundo Unido fue su oportunidad. Todo lo que pasa en relación a esta experiencia es muy fuerte, las alegrías y las tristezas”, contó su papá Víctor. Durante dos años, Víctor, su esposa y su otra hija, se mantuvieron en contacto con Federico ante todo por correo electrónico. Eran, describe él, e-mails larguísimos y diarios. La familia también recibía informes trimestrales sobre cómo le estaba yendo a su hijo, qué notas sacaba y qué era lo que hacía. Víctor destaca una cosa: ante todo, con su hijo tenían muy buena relación, pero las ansias de recorrer el mundo de su hijo siempre fueron mayores. “Estas experiencias no pueden recomendarse, el chico tiene que querer estudiar afuera y no todos quieren hacerlo: cuando Fede rindió, eran más de 50 haciéndolo. Este año fueron cuatro. Esta es una experiencia cultural muy fuerte. Mi hijo convivió con un chico de Irak durante la invasión al país (2004/2005), ¡y hasta bailó danzas griegas!”, señaló y contrastó Víctor, buscando explicar el cambio cultural que implica transitar por esta experiencia.
Sebastián Ocampo coincidió con la visión de Víctor: para él también ir a estos colegios no es para todos. “Es para curiosos, con un importante espíritu de aventura y valentía. Yo la recomiendo al que le interese, no a cualquiera que se mande. A veces se hacía duro estar tan lejos, es maravilloso pero a la vez hay presión académica, social. Sin embargo, somos 200 en la misma y nos acompañamos. Estar allí te acerca al mundo. Te das cuenta que en el fondo somos seres humanos, se van rompiendo los prejuicios. Ves que, detrás de todo lo que te dijeron alguna vez de, por ejemplo, los italianos, somos todos adolescentes con las mismas rebeldías. Es muy bueno llegar a establecer ese tipo de relaciones y conexiones con chicos que son de lugares tan diferentes”.