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«True Detective»: un policial de atmósfera insana

Luego de una muy buena temporada inicial y una segunda floja, la propuesta vuelve por sus fueros rescatando el ámbito –esta vez bosques, montañas– y el clima de extrañeza fantástica que rodea la desaparición de dos niños

La primera temporada de True Detective, allá por 2014, destacó por la cuidada construcción de un mundo en ruinas que se desplegaba, poco a poco, en los detalles escabrosos de una investigación policial llevada a cabo entre los sugerentes pantanos de Lousiana. El paisaje y el dúo protagónico alimentaban esa atmósfera decadente en la que nada faltaba del horror malsano y de sus incomensurables territorios aledaños: la mitología de referencias lovecraftianas, las antiguas creencias paganas demonizadas en la modernidad, la paranoia conspirativa, la muerte campeando por el mundo con total impunidad, el desencanto ante la miserabilidad de la vida, la monstruosidad asomando en lugares insospechados, y la imposibilidad de comprender una realidad que, de tanto enrevesarse en los recovecos de la violencia, termina por parecerse a una pesadilla inaudita e inexplicable. Allí, en ese terreno alucinado y casi primitivo de los miedos antiguos, se asentaban dos personajes oscuros atribulados por la barbarie de ese mundo, pero barbarie con la que ellos colaboraban incluso a pesar suyo, y arrimándose sin reparos a devaneos filosóficos sobre el sinsentido último de las cosas. Mucho se hablaba, y minuciosamente, capítulo a capítulo, se construía un delicado nihilismo atmosférico musicalizado por el gran T Bone Burnett con lo mejor del country alternativo actual. Bellísimo. Todo un logro, y si hasta se daba el lujo de, tras tanta oscuridad confirmada en la barbarie, hacer decir sobre el final a su personaje mas golpeado que (en un tono casi lyncheano) “hace tiempo sólo había oscuridad, pero si me preguntas ahora, la luz está venciendo”. La emergencia de esa humanidad en medio del horror no dejaba de ser otra cosa más que el signo conmovedor de otro mundo posible. Gran cierre para una gran temporada.

Más de esto, más de aquello

La segunda temporada, en 2016, trajo otro caso, nuevos personajes (cada temporada es independiente), y se alejó de los pantanos de Lousiana para inmiscuirse en los chanchullos políticos urbanos. Algo del encanto atmosférico de aquellos paisajes se perdía ya entre los edificios y las luces de un territorio mas conocido como propio del policial anquilosado. La apuesta fue por más: más personajes, más intrigas, más vericuetos, más revelaciones, y, sobre todo, más oscuridad. Pero aquí la autoconsciencia de la serie la puso al borde del abismo. Incluso, podría afirmarse, le hizo dar ese paso que la separaba dificultosamente de la caída libre. Todos los hilos se vieron. La serie supo de la fascinación producida por su oscuridad y la expuso despanzurrando sus mecanismos. Más de esto. Más de aquello. Todo saldrá peor de lo pensable. Y de tan impensable la tragedia se volvía tan obvia como inconsistente. Olvidable y hasta difícil de sostener hasta el final. Sólo pueden quedar como pequeños regalos algunos momentos de Collin Farrel, y, esto sí, las maravillosas escenas del tugurio en el que toca todas las noches la gran Lera Lynn despachándose con una de las canciones mas bellas y deprimentes de la década. Poco mas que eso queda de la segunda temporada.

Tristeza más humana

Ahora bien, después de ese traspié y del relativo fracaso supuesto, HBO volvió apostar este año a la serie y lanzó una tercera temporada de la que ya se emitieron 4 episodios. En principio, por lo que pudo verse, se trata de un digno repliegue a su universo primigenio, pero incluso más atemperado, ya sin estridencias ni autindulgencias. Se ve como un intento de alejarse del pastiche algo atolondrado de las corrupciones y conspiraciones políticas urbanas para desplazarse a otro paisaje que se vuelve protagonista nuevamente. No son aquí los oscuros pantanos de Louisiana, sino los bosques y las montañas de Arkansas, elementos fundamentales de un relato que vuelve a prestar atención al desarrollo de los personajes y a la construcción de atmósfera insana, pero en este caso, mas desencantada que aterradora. Tanta oscuridad, por las circunvalaciones de la decepción, parece haber llegado finalmente al corazón de una tristeza mas humana.

Un nuevo caso: una niña y un niño desaparecen una tarde en un pueblo de Arkansas. Salen con sus bicicletas y no regresan. Ya es de noche. Los dos detectives están sentados en unas reposeras, en medio de un descampado, charlando, bebiendo, y disparando con sus armas a las ratas de un basural, iluminados apenas por los faroles del auto. Llega el llamado, se ponen chicles en la boca para conjurar los vapores del alcohol y comienza la pesquisa. El clima aletargado y enviciado de la escena es una invitación prudente a recuperar las esperanzas en True Detective. Además, ese día, el día en que comienza la historia, lo dicen los personajes, es el día en que murió Steve McQueen: 7 de noviembre de 1980. El relato, emulando también recursos de la primera temporada, se desarrolla en tres tiempos paralelos: 1980, cuando desaparecen la niña y el niño y comienza la investigación; 1990, en el momento en que se reabre el caso; y 2015, con el protagonista ya envejecido y con serios problemas de memoria, tratando de rememorar algo ante las cámaras de un programa de TV. El recurso narrativo para esta no linealidad es eficaz y logra, de inmediato, teñir con un tono sutil de misterio aquel hecho inicial de la desaparición, dándole inclusive un halo de extrañeza que lo redimensiona. Algo, se intuye, es mucho más grande de lo que parece en una primera aproximación. Un caso que podría tomarse como habitual acusa, mediante ese recurso, el espectro de una atrocidad inconmensurable. Tal cosa no es nada menor, ya que hoy, tras tanto abordaje del género, no es fácil escapar a los rudimentos estereotipados de la investigación procedimental. Y aquí, en el planteo inicial, se logra plantar la semilla de una sospecha que reaviva el interés ante algo que podría pasar indefectiblemente por remañido. Para disparar el acecho de lo desestabilizador, el protagonista (en la línea temporal de 2015) dice, en el primer capítulo, algo como: “yo pensé que la guerra (Vietnam) partiría en dos nuestra historia, pero a eso lo hizo el caso Purcell” (que es el caso en cuestión, claro). Y de a poco, muy lentamente, rearmando ese puzzle que atraviesa 35 años, el relato comienza a desgranar una historia que parece apuntar a la construcción dramática del personaje central en el entorno de su vida familiar.

En la tradición del horror

De modo atinado, Nic Pizzolato, escritor de la serie, vuelve a ciertos tintes de la primera temporada, de esos que lograban sostener el andamiaje de un relato atmosférico y casi sensual más allá de los vericuetos de la anécdota policial. Mucho vuelve a estar presente: la presencia fundamental del paisaje, el redimensionamiento de las figuras humanas en el interior de los espacios, el tono melancólico, la pesadumbre, el desencanto ordinario, la media voz, el tiempo con su marcha irrevocable, y la irrupción de elementos extraños que sugieren una raigambre mágica o fantástica en las tradiciones del horror. Pero todo esto es retomado en un despliegue menos estridente, mas asordinado y tal vez más sutil, que si bien escapa al impacto que pueda haber producido la primera temporada, parece aquí bajar las pretensiones y focalizarse en un mundo igual de sórdido pero menos espectacular. Pensado quizás a la escala del personaje central y de su historia personal, que de a poco parece ir cobrando protagonismo. Hay que esperar, pero en primera instancia los primeros capítulos de este tercera temporada redimen a la serie de su caída. Promete bastante y en voz baja. Bella decisión: susurrar sus secretos sin tanta audacia y sin tantas astucias, dejando que soplen bajito entre esas montañas y esos bosques mientras el mundo muestra nuevamente su lado atroz.

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