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Tu mediocridad es mi fracaso, hijo, hermano

Por: Fidel y Andrés Maguna

Absorbidos en caminos grises lucen en sus rostros el peso de un pasado no pisado. Caminando, obedeciendo al sol se miran las manos y se preguntan qué ha pasado. ¿Dónde quedó el texto sin escribir? ¿Dónde quedó el coraje heredado, la fuerza del legado?; quieren recordar en qué cajón del tiempo guardaron el fusil de palabras que a la historia le quitaron.

Cuando enfocan la vista en algo, lo que antes miraron queda desenfocado, pero como ya no lo están mirando no se enteran de que ahora luce borroso, deformado, sin espíritu, desencajado. Van y vienen dando tumbos, poniendo el foco donde luego lo quitarán, sin imaginar el amplio mundo de luces y sombras que hay detrás. Recuerdan a veces, o creen recordar que recordaron, o sueñan que recuerdan que recordaron, que alguna vez la felicidad se parecía a ciertas abstracciones, mínimas cosas intangibles, con nombres imposibles como ideales, compromiso, fraternidad solidaria, compasión comprensiva.

Les da un poco de lástima dar mucha lástima, pero lo que no lastima fortalece, y siguieron pensando que era hacia adelante, porque la inercia tiene eso, la ilusión del movimiento, y ahí están, quietitos, aferrados a sus escritoritos cada vez más pequeños como si fueran salvavidas, y como si el tiempo fuera eso que todos dicen, un tirano que tira hacia lo negro.

En una caja de recuerdos (que desde hace un tiempo está cayendo sin consuelo) está el libro de palabras básicas, el ABC de la información, en una caja de recuerdos está el puñado de sentimientos y confusiones. Están los dos millones de felicitaciones por la carrera terminada, por la calle no asfaltada, está la foto del que ahora plasma palabras dictadas por una voz que no es su voz, sólo que la foto vieja tiene brillo, los ojos del portavoz que hizo de su nombre un seudónimo todavía tienen brillo. Un brillo que se esconde en la sombra del recuerdo actual, pero en fin un brillo real. Es una pequeña luz sin nombre, donde no brillan los dioses, titila y de pronto se fortalece, parece a veces que puede salvar la caja, traer a la memoria del periodista aferrado a su banco pesado como el mármol los recuerdos de un invierno lejano, cuando redactaron con otros ya retirados soldados la nota básica para el periodismo actual, la fuerza de las palabras dentro de las palabras, pero las palabras siempre encajadas.

Quizás el tiempo pueda rescatar la caja que cae lentamente, pueda recordar que escribir por escribir es una especie de arte de mentir, en una de esas los recuerdos fortalecen a quien se olvidó de recordar, de levantar el fusil y disparar, no tanto para honrar nombres (que el tiempo se encargó de honrar) sino para disparar sobre el bestial fantasma que crece dentro de ellos, el fantasma de morir respirando, de tener el corazón latiendo entre las manos. Puede que sigan aferrados a sus bancos, creyéndose salvados, que cuando el almanaque diga que es su día compren alfajores y los lleven al trabajo, pero también puede que una foto los haga pensar, que una lista los haga pensar, que un recuerdo o el recuerdo de lo que queda por recordar los haga pensar, rememorar, revivir lo que supieron dar, darle fuerza a la luz desenfocada, a la palabra maltratada, a la idea tristemente avasallada.

Y es así, es tiempo de recordar. Hoy y mañana seremos el ayer, pero nunca viviremos del ayer, porque eso es morir; tener el culo bien sentado es para ellos, los que modulan una voz exterior, los que nos dictan la voz que no es nuestra voz, estar sentados es suficiente para recordarlos, pero recordarlos no debería ser demasiado, por más que el mal de la pereza se haya instalado nuestro deber es no creerlos padres sino hermanos, compartir no sólo los sueños, compartir también las herramientas para poder superarlos, rescatarlos y forjar sueños nuevos haciendo que poco deje de ser demasiado. Porque 129 nombres no son poco, y este texto nunca va a ser demasiado.

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