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Últimas funciones de «El miedo (dos vueltas de llave)»

Crítica Teatro, por Miguel Passarini. Con la premiada “El miedo (dos vueltas de llave)”, el dramaturgo y director rosarino Esteban Goicoechea elabora una ingeniosa tesis, con grandes actuaciones, acerca de la “construcción” de la inseguridad.
Lo que pone en evidencia el material es lo que el colectivo social dio en llamar "la problemática de la inseguridad".

El silencio y la oscuridad dan miedo, pero también lo incierto, algo de eso en lo que se cree o se construye como creencia; eso que se dice y se acepta como verdadero y no se vuelve a revisar, instalando algo intangible pero que crea paranoia en quienes lo padecen y en la sociedad toda.

De todos modos, hablar del miedo en la Argentina no es como hablar del miedo en cualquier lugar: la temática atraviesa de modo siniestro la historia reciente, y el miedo se conjuga junto con la memoria, porque miedo y memoria parecieran ser inseparables si se intenta entablar algún tipo de diálogo con el pasado reciente.

El miedo paraliza y agobia, se sustenta en la tensión y provoca una especie de silencio desmoralizante frente a algo que, en ciernes, es desconocido pero inevitable en quienes lo padecen.

Pareciera que conjugando esta serie de variables, aunque traídas a un presente reconocible (doméstico), el prolífico creador local Esteban Goicoechea, también integrante de Pata de Musa Teatro, elaboró la compleja dramaturgia de El miedo (dos vueltas de llave), espectáculo que lleva adelante con un elenco concertado, ganador del primer premio del concurso de obras teatrales de Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti de Buenos Aires (donde se presentó con una serie de funciones) y de Coproducciones Municipales 2010.

A modo de tesis, la obra, que ofrece por estos días sus últimas funciones en la ciudad (al menos en la presente temporada), desarrolla una trama en la que prevalece la idea de miedo como forma de control, donde los personajes habitan el encierro en un lugar remoto en un pequeño pueblo. Pareciera tratarse de un taller, la parte en desuso de una casa, un depósito donde dos de ellos, una pareja, muestra cómo el miedo se instala a modo de orden dramático, donde una vez más Goicoechea, aquí con la asistencia de dirección de Yanina Mennelli (todos, junto con los actores, integrantes del colectivo Teatro en Rosario), desnuda los entretelones de un teatro que no reniega de la ficción sino que, por el contrario, la pone en evidencia, dejando filtrar esas instancias en las que los actores (los personajes) crean una nueva ficción en escena, apelando a una de las tantas formas del metateatro (un teatro dentro de otro).

Lo que condiciona el miedo es así el sustento dramático de este trabajo basado esencialmente en un registro de actuación que toma elementos del cine de terror y recursos del expresionismo y del absurdo, donde una vez más, en el contexto de un elenco notable, se destaca la talentosa Paula García Jurado, quien recrea a la vacilante Ana. Se trata de una actriz que tiene la virtud poco frecuente de poder “limpiar” su actuación de cualquier vestigio presente de otros personajes, apelando en El miedo a lo siniestro y a cierta inestabilidad provocada por lo desconocido, algo que también transitan los dos hombres: Gustavo Sacconi (Héctor, pareja de Ana) y Ariel Hamoui (Julio, el intruso).

No hay aquí, sin embargo, una especificidad del miedo. En todo caso, el miedo atraviesa y trasciende los momentos que viven estos dos personajes a la espera de la llegada de un tercero que merodea la casa, un carnicero del barrio (del pueblo), insomne y nervioso, con el que mantienen un vínculo riesgoso que discurre entre la paranoia y la resignación, intercambiando roles.

De todos modos, merced a un texto en el que las palabras no están puestas porque sí, lo que pone en evidencia el material (en cierto modo, lo ridiculiza), es lo que el colectivo social dio en llamar en el último tiempo “la problemática de la inseguridad”, un fenómeno mediatizado y magnificado como emergente de una sociedad que, incluso, en otros tiempos supo de represiones y hasta de teorías “de los dos demonios” como horrorosa “justificación” del terrorismo de Estado durante la última dictadura.

Así, los actos privados de estos personajes agobiados por el miedo (también por la chatura y la monotonía del entorno en el que habitan) están vinculados con una muerte cercana, y si no aparece se la recrea como en el teatro, con sangre artificial, aunque con ribetes de ceremonia, como la resultante de un juego ilógico en el que la inseguridad debe ser algo “seguro” y “palpable”.

En este discurrir, y como apuesta teatral, Goicoechea, uno de los dramaturgos y directores más notables de su generación, acomete con un texto en el que se murmura el miedo: trabaja con las miradas, con la gestualidad, con lo corporal, con los saltos en el tiempo, nuevamente apelando a un recurso propio del cine, algo que ya había probado en Mirta muerta (con el grupo Pata de Musa).

Es así como desde los rubros técnicos, la puesta se sustenta en un cuidado trabajo con la luz: de lo tenue al apagón total, el trabajo transita por los recodos del cine (plano secuencia, plano detalle), apelando a un atractivo juego de planos en el que parecieran convivir uno real y otro deseado y/o imaginado.

De todos modos, el director profundiza sobre ciertos elementos ligados a la noche, a lo siniestro, logrando en los actores un realismo inusual, a partir de la presencia de un texto sinuoso, marcado por detalles inesperados que someten a los actores al difícil ejercicio de sostener el verosímil en situaciones definitivamente inverosímiles.

Es precisamente allí donde, también, se pone en juego el deseo (aunque el tema no sea tratado en profundidad) como aquello que se reprime y se disocia del cuerpo, más allá de lo que los personajes llaman “la memoria de la carne”. No casualmente, la obra retrata a un carnicero en un país carnicero; una mujer tentada por la carne frente a un hombre (real o imaginario) que le ofrece lo que otro no le ofrece, ante el terror latente de que aquello imaginado pueda pasar finalmente.

 

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