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«El Farmer»: Últimas horas de un mito en el exilio

Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna regresan este fin de semana con su imperdible versión de “El Farmer”, basada en la novela homónima de Andrés Rivera.

Por Miguel Passarini

 

EL FARMER

Autor: Andrés Rivera

Dirección: Pompeyo Audivert, Rodrigo de la Serna, Andrés Mangone

Actúan: Pompeyo Audivert, Rodrigo de la Serna

Músico en escena: Claudio Peña

Sala: Auditorio Fundación Astengo, Mitre 754, viernes y sábado a las 21

Un puente, un muelle, un posible destino en el destierro, un espacio beckettiano (un “no lugar”) donde lo que prevalece es, entre más, el desencanto del mundo y de los días vividos, pero sobre todo, el dolor de “ya no ser”. En escena, casi como un Ulises envejecido, Juan Manuel de Rosas repasa sus días de gloria en medio del espanto que implica la soledad cuando acontece lejos de la tierra prometida. Lo acompaña una perra en celo y un brasero en el que, alternativamente, arroja papeles y palabras que se ganaron con creces el destino de las llamas. Se trata de la primera y potente imagen que propone El Farmer, versión teatral de la novela homónima de Andrés Rivera sobre el ocaso de Juan Manuel de Rosas, protagonizada por Pompeyo Audivert y Rodrigo de la Serna, quienes, junto a Andrés Mangone sumado a la dirección y el montaje, crearon un verdadero prodigio escénico en el que conviven lo histórico, lo político (con una fuerte caja de resonancia en el presente) y el mejor teatro, que una vez más posibilita exorcizar a un personaje como Rosas, prócer “nacional y popular” denostado a lo largo de la historia con la “inocencia” fatal de los manuales escolares.
Tras sus exitosas funciones de comienzos de junio en La Comedia, El Farmer regresa este fin de semana (viernes y sábado, a las 21), esta vez al Auditorio Fundación Astengo (Mitre 754), en lo que se convierte en una cita imperdible con el mejor teatro nacional.
En la obra, como en la novela breve de Rivera escrita en formato monólogo, Rosas aparece en el exilio, en Inglaterra. Tiene 83 años, el cuerpo ajado, la mente algo alucinada y sólo en el recuerdo vive aquel hombre que por dos décadas dominó los destinos del país, más allá de que lleva poco más de ese mismo tiempo viviendo en la pobreza, como un “farmer” (un granjero) en las afueras de Southampton.
En ese contexto, las luces y oscuridades de su vida van adquiriendo vuelo narrativo a instancias de fragmentos de relatos que, escena tras escena, involucran a Unitarios y Federales, la figura polémica de Sarmiento, la mayoría de sus acólitos convertidos en traidores, Urquiza, Lavalle, los terratenientes que se quedaron con sus tierras, su convulsionada vida privada, la singular relación con su hija y hasta el trágico final de Camila O’Gorman.
El gran acierto que propone esta versión de El Farmer, que lejos de ser historicista hace foco en las potencialidades del teatro, es el desdoblamiento del personaje de Rosas en dos cuerpos en escena que, como unidad, tienen un mismo fin, un sentido unívoco que no reniega de la belleza ni de la monstruosidad, como tampoco de las contradicciones.
Si Audivert da vida al octogenario Rosas, es el talentoso Rodrigo de la Serna quien le presta su cuerpo al Rosas de la plenitud, al de los discursos exaltados, al de la sangre caliente, al más arbitrario, en un inusitado devenir en el que esos dos cuerpos se fusionan en uno, en el que las palabras de ambos, son revelaciones de una misma historia, en el curso de una “máquina” teatral con el sello de Audivert que a modo de espejo forma y deforma las morfologías propias de la vitalidad y la decrepitud de esos dos cuerpos, ya no como un espejo que “refleja” a uno en el otro, sino como un espejo que estalla en mil pedazos cuando uno se refleja en el otro.
El espectáculo es, en ciernes, una rareza. Si bien es un drama de corte trágico en el que el mismísimo Rosas coquetea desde el discurso, y por pasajes, con haber “inspirado” parlamentos de Rey Lear, una instancia temporal imposible si se piensa que esa tragedia shakespeareana llevaba dos siglos cuando acontecen los hechos narrados, el humor no es ajeno a la propuesta, y por momentos, ambos actores juegan a un grotesco con ribetes casi operísticos, afectados por las fugas y los recorridos que transitan los personajes, pero siempre muy orgánicos a la hora de potenciar desde lo corporal cada una de las escenas.
Rosas, como “la identidad clandestina de la Patria”, es un objetivo a dejar en claro en el montaje, que ve favorecida su estética, a tientas expresionista, gracias a un bello y barroco espacio escénico cargado de objetos (gran trabajo de escenografía de Alicia Leloutre, y luces de Leandra Rodríguez) que, cada uno a su tiempo, cumple un rol, con un atinadísimo fondo espejado e irregular que refleja y funde, por pasajes, los dos cuerpos en un tercero, monstruoso y desafiante. Todo el recorrido está acompañado por un estremecedor universo sonoro potenciado en escena por la presencia del cellista Claudio Peña, a lo que se suma el bello y no menos barroco diseño de vestuario de Julio Suárez.
Entre lo metafísico y lo poético, entre lo real y lo improbable, algo tan propio en la teatralidad que propone Pompeyo Audivert, El Farmer logra, además, algo infrecuente en escena: la convivencia en tensión de lo real con lo mítico de un mismo personaje, territorios unidos por la identidad de un ser histórico que encierra, en sí mismo, gran parte de la identidad del pensamiento y la idiosincrasia de todo un país. De hecho, este Rosas y su doble, como espectros, aparecen y se esfuman ofreciendo en ese singular diálogo “consigo mismo” un viaje por las contradicciones y los vaivenes de la historia argentina de los últimos 200 años.

 

Nota relacionada: Pompeyo Audivert habla sobre «El Farmer»

 

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