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Un acuerdo con los acreedores no es un arreglo económico para el país

El problema de la insostenibilidad de la deuda pública se ha transformado prácticamente en el tema excluyente. Es posible que un buen arreglo con los acreedores descomprima en el corto plazo la situación, pero ello no implica un sendero de crecimiento y desarrollo sostenible, con justicia social

Esteban Guida

Fundación Pueblos del Sur (*)

Especial para El Ciudadano

 

Los argentinos esperamos ansiosos que, en los próximos días, el gobierno de Alberto Fernández dé a conocer formalmente la propuesta de renegociación de la deuda pública que la Argentina hará a los acreedores locales, extranjeros y organismos de crédito internacionales. De hecho, el problema de la insostenibilidad de la deuda pública se ha transformado prácticamente en el tema excluyente de la agenda económica del gobierno y de los medios de comunicación, a tal punto que todo aparenta depender de lo que finalmente resulte de esta ardua y compleja negociación.

Es cierto que el volumen de los vencimientos de corto plazo de la deuda pública resulta extremadamente elevado e imposible de afrontar con los recursos financieros que cuentan actualmente el Tesoro Nacional y el Banco Central de la República Argentina. Pero el problema de fondo, en rigor, es la incapacidad de la economía argentina de generar la riqueza suficiente para afrontar esos compromisos, habida cuenta de que hace décadas que ni siquiera estamos logrando producir los bienes y servicios necesarios para satisfacer las necesidades materiales básicas del conjunto de los argentinos.

Esta resulta ser una cuestión de absoluta relevancia política que todos debemos comprender en este crucial momento en el que el gobierno está llegando al “día D” de la renegociación de la deuda. Porque cualquier arreglo (más o menos bueno para el país) que permita “reperfilar” la deuda pública, será un acuerdo que hará posible el repago de los compromisos financieros, pero que condicionará inexorablemente la capacidad de resolver el problema fundamental del país; esto es, el desafío y la necesidad de salir de un modelo económico de tipo colonial (que se ajusta al diseño y la pretensión de un centro de poder) subordinado y dependiente de los intereses foráneos, que frustra las reales chances de realizar una Patria libre y soberana, con justicia social.

Cuando a principios del año 2016 el gobierno de Mauricio Macri giró al Congreso del Nación el proyecto de ley para pagar (con creces) la deuda pretendida por los fondos buitre, a fin de volver a un esquema de apertura económica, especulación y libre movilidad de capitales, sólo posible con financiamiento externo, muchos dirigentes que hoy son legisladores, gobernantes o referentes políticos apoyaron esta decisión bajo el argumento de que “había que dar una vuelta de página” y “volver al mundo”. Como muchos explicamos en aquel entonces (aún bajo la crítica falaz e infundada de representar un lado de “la grieta”) estas medidas, junto con todas las otras políticas impulsadas por Cambiemos, perpetuaron la dependencia crónica del financiamiento internacional, sometiendo al país a los vaivenes de la economía mundial. Esto también implicó abandonar las chances de decidir con criterio nacional acerca del uso de los recursos estratégicos de la Nación para dejarlos, literalmente, “en garantía” de repago de una deuda que, como ahora podemos certificar, sólo ha servido para fugar capitales, el saqueo perpetrado por unos pocos y el penoso debilitamiento de nuestra real capacidad de realizar el desafío antes mencionado.

En vista de los antecedentes y del enfoque que se le está dando al problema de la deuda, se presenta un elevado riesgo de creer que un buen arreglo con los acreedores significará la solución al problema financiero de la Argentina; porque en rigor de verdad, cualquiera sea el resultado, implicará que el país mantenga y conserve todas las condiciones de una economía primarizada, extractiva y pobre, a fin de generar o liberar las divisas necesarias para atender al repago (“reperfilado”) de la deuda pública argentina.

Nótese que el Fondo Monetario Internacional (FMI) no dudó en hablar de “insostenibilidad de la deuda”, pero no dijo nada sobre la insostenibilidad económica del país. Triste y paradójicamente, esta declaración generó alegría en algunos ámbitos políticos y de gobierno. Pero resulta gravosa y lamentable por dos motivos: por un lado habla de la situación de “bancarrota” del país. Por el otro, corre el foco del problema estructural “económico” de la Argentina (el de fondo), ocultando el fracaso económico (no sólo de la deuda) del modelo imperante (extractivista, dependiente de las materias primas y del financiamiento externo) que apoyaron, financiaron y promovieron los organismos internacionales gracias a la anuencia de gran parte de la dirigencia local y la apatía, desinterés y/o ignorancia de un amplio sector de argentinos.

Según las declaraciones que hasta el momento ha hecho el presidente Alberto Fernández, no hay muchas expectativas de impulsar un cambio estructural del modelo económico que, más allá de atender al repago de la deuda, se oriente a generar trabajo, incorporar valor a las materias primas, promover una clara y estratégica sustitución de importaciones, desarrollar la producción según nuestras propias necesidades (y no según las apetencias de un mercado concentrado y extranjerizado) retomando la conducción de áreas estratégicas (energía, tecnología, logística y transporte, minería, hidrocarburos, comunicaciones, entre otras) para producir una sinergia productiva nacional que nos permita, aunque sea en el mediano y largo plazo, encauzar a la Argentina en un sendero de desarrollo económico con justicia social.

Vale decir que el gobierno, por intermedio de algunos de sus funcionarios, habla de la necesidad de apoyar a las pymes, incentivar la industria nacional y generar trabajo. Sin embargo, la prominencia del resultado de la negociación que está llevando a cabo excluyentemente el ministro Martín Guzmán, con pleno apoyo del presidente Alberto Fernández, pareciera indicar las prioridades políticas del gobierno.

En línea con esto, en el discurso al Congreso de la Nación, el 1° de marzo pasado, Alberto Fernández fue claro al hablar de la importancia que tendrán las actividades extractivas en el programa económico que llevará a cabo como presidente; hidrocarburos, minería, agricultura y la explotación del litio resultan ser las fuentes generadoras de los recursos que se espera obtener para enfrentar los compromisos y asistir a los más pobres. Pero en el marco de la renegociación de una deuda gigante, exigible en el corto plazo, es lógico pensar que las divisas generadas por la exportación de estos bienes estarán orientadas a cumplir con los acreedores, sin mucho margen de acción alternativo.

Dos amenazas se presentan con rigor ante este probable escenario: en primer lugar, la fuerte dependencia que tiene este modelo a los vaivenes de la economía internacional; con la caída del precio de las commodities, la insostenibilidad del esquema aumenta sensiblemente, aunque se logre un buen resultado en la renegociación de la deuda. Por el otro, enfocado en el interés nacional, la vigencia de un modelo basado en la exportación de productos primarios lleva ya cuatro décadas de incapacidad para resolver los problemas económicos y sociales básicos, puesto que no genera trabajo, hace inviable cualquier estrategia fiscal y nos deja atrapados a las exigencias políticas y económicas del financiamiento externo. En la vinculación entre ambas situaciones, la incapacidad para financiar el crecimiento económico hace que se perpetúen las condiciones del actual letargo y sea necesario (restrictivo) dilatar o morigerar el crecimiento del producto bruto, postergando cualquier atisbo de reactivación, sin salida estructural para la pobreza, la desocupación y el deterioro social.

Por lo tanto, es posible que un buen arreglo con los acreedores de la deuda pública descomprima en el corto plazo la situación de alta restricción financiera que tiene el país, pero ello no implica que la economía argentina se ubique en un sendero de crecimiento y desarrollo sostenible, con justicia social. La única chance de lograrlo será volviendo a un esquema de desarrollo nacional, industrial, con énfasis en la creación de trabajo privado y control estatal de las actividades estratégicas para el país. Esto es costoso, pero se puede hacer con decisión política y apoyo popular.

Algunos niegan la posibilidad de priorizar el interés nacional en todo aquello que se firme o exija en la negociación con los acreedores y plantean que no hay margen para ninguna actitud soberana o “nacionalista” en vista de un cercano abismo al estilo “Venezuela”. Sin embargo, esta mirada sobrestima la situación actual, menosprecia el estado de pobreza y exclusión en el que ya viven millones de argentinos y termina siendo connivente con la opresión a cara descubierta que desarrolla el capital financiero en países sometidos ideológicamente.

La crisis que vive actualmente el mundo es una renovada oportunidad para poner el interés nacional por encima de cualquier otro. El pueblo organizado, sus fuerzas vivas, sindicatos, gremios y entidades todas, deben participar y exigir políticamente una salida nacional; la dirigencia, por su parte, debe estar a la altura de las circunstancias y encarar, de una vez por todas, un proyecto nacional soberano con justicia social.

(*) fundacion@pueblosdelsur.org

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