La “primavera árabe”, o –más lejos de la ampulosidad de algunos titulares periodísticos– la serie de revueltas que estallaron a fines de 2010, dividió a los observadores entre quienes se ilusionaron con la llegada de la democracia liberal a esa parte del mundo y quienes advertían que a la larga nada cambiaria para bien, que las autocracias, acaso recicladas, seguirían gozando de buena salud y que, cientos de miles de muertos más tarde, el saldo sería la irrupción de un elemento islamista difícil de contener.
Está de más decir quiénes estuvieron en lo cierto, pero alarma que los principales responsables de varias de las mayores potencias de Occidente hayan asumido la primera de esas visiones. Libia, liberada hoy del yugo de Muamar el Gadafi gracias a la implicación militar de Estados Unidos y varios países europeos, pero asolada por el desorden y el extremismo, es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando el análisis político se rinde al deseo.
Mucho se dijo en su momento sobre las causas de la diferencia de enfoque entre la acción tan decidida emprendida contra ese tirano y las dudas que maniataron la política occidental ante el levantamiento contra el sirio Bashar al Asad. Lo cierto es que ya en ese momento se advertía con claridad que los elementos liberales y prodemocráticos eran sólo una parte, incluso pequeña, de esas alianzas opositoras y, más importante, que éstas podían caer fácilmente bajo la hegemonía de sectores islamistas radicales.
El revuelo mundial por el uso de armas químicas en el brutal conflicto sirio llevó a Barack Obama hace un año a anunciar que intervendría militarmente contra el régimen.
La embarazosa desautorización del Congreso para tal aventura y la oposición internacional liderada sin medias tintas por el papa Francisco lo evitaron, y sólo una gestión diplomática que terminó hace poco con la destrucción de esos arsenales le permitió al estadounidense zafar del papelón.
El problema sirio
La irrupción militar y política del Estado Islámico (EI), que ocupó con la velocidad de un rayo parte de Siria y del norte de Irak, donde estableció su “califato”, completa ese proceso y pone en blanco sobre negro las vacilaciones de la política de las grandes potencias en esa región del mundo, que se embarcan hoy en alianzas hasta no hace mucho impensables con algunos de los dictadores que habían jurado combatir.
La necesidad de poner un freno al EI, a sus persecuciones contra los cristianos y otras minorías y a la ejecución de rehenes estadounidenses volvió a llevar a Obama a evaluar la posibilidad de una intervención en Siria. Sólo que esta vez no apunta a apurar la caída de Al Asad sino, en un giro sorprendente, a combatir a los enemigos yihadistas de éste y, de hecho, consolidarlo en el poder.
Consciente de que una serie de bombardeos norteamericanos sobre su territorio es difícilmente evitable, el dictador de Damasco convirtió la debilidad en virtud y salió ayer a ofrecer una alianza militar contra los extremistas a Estados Unidos y el Reino Unido. La invitación expone la incongruencia de quienes financiaron y armaron hasta hace poco a la coalición opositora a Al Asad y ahora, al advertir el fracaso de esa estrategia, se disponen a combatir a sus elementos más fanatizados.
Las piruetas retóricas de la Casa Blanca no logran ocultar que, objetivamente, Al Asad se beneficiaría con el giro que se planea. ¿De paria hasta hace poco pasará a ser considerado ahora un aliado de Occidente? Acaso no tanto, pero mal que les pese a los voceros del Departamento de Estado, al menos en este trance, Obama y Al Asad sí “están en el mismo barco”.
Volteretas de alianzas
No sería el primer giro imprevisto. La apertura de negociaciones con Irán sobre su sospechado plan nuclear había sido un primer paso.
El régimen chiíta de los ayatolás aspira, a cambio de ceder (habrá que ver cuánto), a liberarse de las sanciones económicas que lo tenían acorralado. Y ahora, fortalecido, le ofrece a Estados Unidos ayuda contra los extremistas sunitas del EI. Sólo si hay un final para el conflicto nuclear, le aclara.
Obama sabe ahora que las urgencias suelen llevarse mal con los principios.