Horacio Convertini es periodista desde hace varias décadas. Y decidió convertirse en escritor de ficción cuando, agobiado por el trabajo diario de las redacciones y rendido ante la pared que le impuso el mundo de los guionistas de cine, vio que las posibilidades expresivas que necesitaba estaban en el mundo de la literatura. Nacido en 1961, más allá de su incursión en los libros para niños, su nombre se convirtió en familiar para los seguidores de la novela negra al obtener con La soledad del mal el premio Azabache 2012 de novela policial. Ahora, combina su trabajo como editor general del diario Muy con la ficción: tendrá pronto en la calle otra novela policial que se llamará New Pompey, un homenaje al barrio porteño donde nació. Esta tarde, a las 18.30 en la librería Homo Sapiens (Sarmiento 829), Convertini presenta este libro que cuenta los crímenes de un asesino serial acompañado por la periodista de este diario Silvina Tamous, y el responsable de la Editorial Universitaria de Villa María, que publicó la obra ganadora, Carlos Gazzera. Antes, dialogó con el programa Feos, Sucios y Malos (Radio Universidad Rosario, FM 103.3, lunes de 21 a 23).
—¿Quién es Báez Ayala, el protagonista de “La soledad del mal”?
—Es un asesino serial; es un millonario heredero de una fortuna chacarera que mata básicamente como supongo que lo hacen todos o gran parte de los asesinos seriales: para calmar sus demonios interiores. La novela tiene dos planos: por un lado, ir descubriendo qué transformó a Báez Ayala en lo que es, una persona que vive casi ascéticamente y que su misión en la vida parece ser matar a personas que, según juzga él, no valen la sangre que llevan en las venas. Mata a gente común, mata a gente que él considera mediocre y gente que en algún punto parece, entiende él, estar pidiendo ese sacrificio casi ritual: que la maten. Y el otro plano es la aparición en esa especie de raíd de sangre y de planes macabros para matar personas de una mujer que lo descentra, que lo saca de eje, una mujer a la que desearía matar pero no puede. Y la forma en que uno y otra se conectan le da a la novela un desenlace imprevisto.
—¿Qué te llevó a incluir a un asesino serial en una tradición literaria como la argentina donde no hay proliferación de estos homicidas?
—En principio, La soledad del mal sale casi como un ejercicio de relato; eran relatos de crímenes, crímenes que cometía siempre la misma persona. Después, al tercero o cuarto crimen me doy cuenta que esa idea podía explotarse mejor en formato novela y dándole más espesor al personaje central, a este asesino, y poniéndole algún tipo de conflicto que lo desestabilizase. Así, finalmente, es cierto: no hay asesinos seriales o no se conocen demasiados asesinos seriales en la Argentina. El Petiso Orejudo a principios del siglo pasado, exacto, pero no muchos más. Pero bueno, así empezó todo. A veces en literatura uno arranca por un lado y termina yendo a lugares que no tenía previsto.
—¿Cómo es salirte del periodismo para meterte en ese mundo tan distinto que es la literatura?
—Es un ejercicio diríamos catártico, en algún punto. Yo soy un escritor tardío. Empecé a escribir literatura con determinación y una búsqueda mucho más concreta hará seis o siete años, como mucho. Y yo ya venía buscando caminos alternativos de expresión al periodismo. El periodismo es una profesión que me gusta mucho, es una profesión que me da de comer, una profesión en la que me siento muy seguro haciendo lo que hago, pero en algún punto también te aliena porque son muchas horas, son responsabilidades, estás expuesto al error día a día, sobre todo si trabajás en un diario.
—A veces sucede que los personajes que se inventan como detectives argentinos o que actúan en hechos policiales que transcurren en la Argentina son poco creíbles. ¿Cómo fusionás esos dos mundos? El mundo de ese policial idílico, con esos detectives que enamoran, poder pensarlo desde el policial local.
—Es complicado. Lo que decís es muy razonable porque al inspector sagaz de Homicidios ponerlo en la Argentina es imposible. El detective tipo Marlowe, melancólico, también es complicado, básicamente porque a quien ha trabajado en periodismo alguna vez se le ocurrió decir: voy a hacer notas sobre cómo es la vida de un detective en la Argentina y te encontrás además con personajes que son bastante tristes y que no tienen la menor veta heroica. Esta condición también los puede hacer literarios, pero en general la literatura negra siempre busca algo de heroísmo en el personaje central.
—Y vos te tenés que enamorar de ese personaje de alguna manera, ponerle algo que te guste, o quererlo.
—Exacto. Por eso en La soledad del mal la Policía no figura. No está el desafío de descubrir quién es el asesino porque el asesino se conoce desde la primera línea. Lo que pasa, pasa por el mundo interior. El mundo interior de Báez Ayala y el mundo interior de Laura Dillon, que es un personaje muy parecido a Báez Ayala. Hay casi un juego de espejos entre los dos y eso es lo que inquieta básicamente a Báez Ayala; ella va a ser quien va a desafiar ese poder y esa locura psicópata que tiene el protagonista de la novela. Volviendo al tema anterior, no pongo policías, no pongo detectives básicamente porque a mí me cuesta creerlos en la Argentina.
—¿Qué comparación puede hacerse entre el lector hipotético del diario “Popular”, en el que te iniciaste, con el de “Clarín”, donde fuiste jefe de la sección policiales?
—En el 83 eran muy distintos. A mí me cuesta mucho comparar básicamente porque en el Popular yo era un redactor, además un redactor con muy pocos años en sus espaldas, y a Clarín llegué como el editor responsable de la sección. En el medio pasaron 20 años. Pero, a ver: en la época en que yo hacía policiales en el diario Popular se inventaban sátiros. Yo recuerdo y lo volqué en un cuento que tengo en un libro que se llama Los que están afuera, y el cuento se llama “El sátiro de la bicicleta”; volqué la experiencia y los relatos de esa redacción como cuando me contaban que se inventaban sátiros para levantar la tirada. El sátiro de la bicicleta era un sátiro de La Plata que fue jefe mío en diario Popular, en deportes: el Negro Díaz. Él era un pibe que recién empezaba en periodismo; esto pasó en los 60 o en los 50 creo. Era un pibe que empezaba en el periodismo y se iba todos los días a su casa a la noche en bicicleta. Entonces viene el jefe y le dice: «Pibe, ¿vos te vas en bicicleta a tu casa?». Entonces cada tantas cuadras te ponés a gritar como loco. Entonces al otro día decían: «El sátiro de la bicicleta atacó en (calle) Uno y no sé cuánto». Entonces iban a ver a los vecinos y decían: «Sí, yo escuché gritos anoche». Y ya tenían la historia armada. Hasta que un día el Negro Díaz pasa gritando por una esquina, se prenden unos faros y era un patrullero de la Policía. Bueno, lo tuvieron que ir a sacar del calabozo.
—Esa cuestión tan típica del folletín, ¿se retoma hoy en la prensa?
—Entiendo que no. Se inventan otras cosas, probablemente, pero yo entiendo que el periodismo de hoy no sé si está mejor o peor escrito, lo que sí es, o está obligado a ser, mucho más riguroso. Porque hoy vos tenés el cotejo de las redes sociales, tenés el cotejo de internet, tenés el cotejo de los canales de noticias. Vos no podés tirar cualquier cosa porque rápidamente quedás en off side. Es así de claro. Y en esa época tenías mucho para volar, ¿no? A mí me cuentan muchas historias, me han contado de tipos que fueron plumas soberbias del periodismo que en los años 80 hacían la cobertura sin salir de la pieza del hotel. Todo era inventado. Hoy eso es imposible.