Por: Ricardo Ragendorfer
Acababa de amanecer. Entonces se oyó un persistente tintineo; provenía del llamador adosado al portón de la única residencia situada en ese tramo de la calle Viamonte. Luego fue audible el crujir de sus bisagras, justo antes de que un sujeto alto, macilento y vestido con librea, se asomara a través de la pesada hoja de madera con un semblante adormilado. Era el mayordomo.
No menor resultó su sorpresa al no advertir la presencia de algún visitante. Pero sí una caja rectangular que, a simple vista, se asemejaba a un pequeño ataúd. Había también un sobre en el cual, con cuidada caligrafía, resaltaba el nombre de su destinataria: Felisa Dorrego de Miró. Era la dueña de casa.
Ella, todavía en su lecho, recibió aquella encomienda a media mañana, mientras desayunaba con su esposo, Mariano Miró, en un luminoso salón del ala oeste de la propiedad. El hombre, enfrascado en la lectura del diario La Nación, apenas reparó en la extrañeza de su cónyuge al constatar que dicha caja no tenía nada en su interior. Y a continuación, vio de soslayo como la mujer enarcaba las cejas al enfocar su mirada sobre la misiva.
Lo cierto es que un simple vistazo al primer párrafo le bastó a ella para palidecer. Al instante, cayó de bruces, ya sin sentido.
Entonces, él saltó de su asiento. Aunque sin saber si primero asistir a la desmayada o averiguar la razón de su colapso. Al final, optó por esto último.
Así había empezado para ellos el 25 de agosto de 1881.
El cuerpo del delito
Aquel matrimonio sobrellevaba un presente armónico y venturoso, a pesar de la diferencia de edad: el señor Miró ya frisaba el medio siglo, mientras que Felisa estaba por cumplir 29 años. Se habían casado en 1868, en coincidencia con la inauguración de lo que sería su nido de amor: una suntuosa mansión de dos plantas, con galería perimetral y amplio mirador.
El Palacio Miró poseía un vasto enrejado color plata, cuyos pilares exhibían imponentes jarrones con cactus; a su vez, el jardín estaba decorado con leones de piedra que parecían retozar entre plantas exóticas. Y en ambos lados del portón de acceso, unas inmensas columnas remataban en bustos romanos. Junto a la pareja vivía la madre de Felisa, doña Inés de Dorrego, cuñada de Manuel Dorrego.
Cabe destacar que semejante parentesco derivaría en un disgusto de tipo –diríase– topográfico. Porque, en 1878, el solar aledaño a la residencia se convirtió en la Plaza Lavalle, llamada así –como se sabe– en homenaje al general que, el 13 de diciembre de 1828, ordenó el fusilamiento del ilustre antepasado. Eso hizo que, a partir de entonces, Mariano tapiara las ventanas traseras para impedir ver desde la mansión la estatua ecuestre del no menos ilustre victimario. Su suegra murió en enero de 1881.
Ahora, no habiendo concluido aún el duelo, comprendía de golpe que el desvanecimiento de su esposa estaba relacionado con ese deceso.
Tal conclusión se apoderó de él sin poder apartar los ojos de la cuartilla que aferraba entre sus dedos. Y que exhibía una prosa cuya elegancia aterraba:
“Al pasar vista por estas líneas, quizás encontrará que sus sentimientos desfallezcan, pero ese es un mal que no tiene remedio. Y con pesar nos vemos obligados a proceder del modo en que lo hacemos. Con estos preliminares ya puestos, venimos sin más comentarios a participarles a ustedes que los restos mortales de la finada doña Inés, que reposaban desde hace poco tiempo en la bóveda de la familia, han sido sacados por nosotros mismos en la noche del 24 del corriente y que, por consiguiente, se encuentran en nuestro poder, fuera del camposanto de la Recoleta…”
En este punto de la carta, unas frías líneas de sudor comenzaron a bajar por las sienes de Miró, quien no interrumpió la lectura. Y el siguiente párrafo proseguía con ese tono tan protocolar:
“Estos restos volverán intactos al lugar de donde han sido sacados, pero es bajo una condición, si ustedes quieren ser condescendientes con nosotros. Sabemos que, al morir, doña Inés ha dejado a sus hijas una fortuna colosal. Y que ellas, que la lloran y la veneran, no consentirían ver estos restos ultrajados y tirados al viento en tierras profanas y desconocidas”.
Más abajo, los secuestradores resumían sus pretensiones con una cifra contante y sonante: dos millones de pesos (una fortuna para la época). Y la caja de madera era para depositar allí los billetes. Las instrucciones para que el rescate llegara a sus manos figuraban en una suerte de posdata. Y a manera de firma, simplemente decía: “Los Caballeros de la Noche”.
Un sudor aún más frío volvió a correr por las sienes de Miró.
En tanto, con lentitud, doña Felisa fue recobrando el sentido. En tales circunstancias, el esposo le trazó un cuadro de la situación.
La mujer se volvió a desvanecer.
Sin prueba de vida
Aquel hombre frunció el ceño, al decir:
–La profanación ha sido comprobada, pero puedo asegurar que la señora no fue retirada del camposanto.
El tipo vestía una elegante levita. Era oficial primero, Martín Maidana, de la Policía de la Ciudad. El mismísimo jefe de esa repartición, Juan José de Guerricó, lo había comisionado para aquella pesquisa. Y antes de acudir a la mansión de la calle Viamonte, supo efectuar una minuciosa inspección en el escenario del hecho.
El matrimonio damnificado no salía de su perplejidad. Se trataba del primer secuestro extorsivo de la historia policial argentina.
Al respecto, era un detalle a todas luces extravagante –y a la vez, piadoso– que la víctima hubiera sido nada menos que un cadáver. Aunque ello, claro, tornaba imposible el acto de solicitar la clásica «prueba de vida».
–La señora sigue allí –insistía Maidana.
La respuesta de sus interlocutores fue un pesado silencio. Esa hipótesis tenía su asidero de razón: llevar fuera del cementerio ese pesadísimo féretro lleno de valiosas incrustaciones era una tarea imposible aún en el caso de que hubieran intervenido muchas personas.
Seguidamente, fue Maidana quien permanecía en silencio al analizar la epístola de los autodenominados “Caballeros de la Noche”. Al cabo de unos minutos trazó un plan. Y lo puso en marcha 24 horas después.
Recién entonces dispuso llenar la caja de madera con papeles de diario recortados con forma de billetes. Y el mayordomo fue enviado con aquel falso rescate a un arrabal de Barracas al Sur. Allí esperaba un emisario de la banda.
El tipo fue detenido por los policías que habían seguido al mayordomo a una distancia prudencial. El resto de los Caballeros de la Noche se encontraba confortablemente instalado en el Watson’s, el hotel más lujoso del entonces pueblo veraniego de Belgrano. Allí aguardaban el epílogo de su macabro emprendimiento.
Pero todo terminó para ellos de modo indeseado: durante la madrugada del 27 de agosto, la policía los arrestó en las habitaciones que allí ocupaban, y sin que ofrecieran resistencia.
La identidad del líder de la banda no solo sorprendió a los uniformados sino también a la alta sociedad porteña. Su nombre: Alfonso Kerchowen de Peñaranda. Apenas tenía 27 años. Y era el fruto descarriado de una acaudalada familia de origen belga. Sus padres eran propietarios de miles de hectáreas en el sur bonaerense y La Pampa. Junto a él cayeron cuatro cómplices: Francisco Moris, Vicente Morate, Darío Expósito y Pablo Miguel Ángel.
Los hechos terminaron dándole la razón a Maidana: el cuerpo de doña Inés fue escondida en una bóveda vecina, perteneciente a la familia Requejo.
El resto fue una compleja encrucijada judicial. Como el Código Penal no había previsto el hurto de cadáveres, el fiscal terminó recurriendo a una vieja ley española del siglo XIII, que obviamente no estaba vigente en el país. Lo cierto es que Kerchowen y los suyos permanecieron dos años tras las rejas, antes de ser sobreseídos. Desde entonces, el rastro del aristocrático malhechor se extravió para siempre.
Por su parte, Mariano Miró pasó a mejor vida en 1891 y Felisa, en 1896. El oficial Maidana llegó a ser subjefe de la policía capitalina, antes de retirarse en los umbrales del nuevo siglo, ya aquejado por los primeros síntomas de una demencia senil.
En tanto, doña Inés sigue descansando en la paz de su sepulcro.