Cuando un solo hecho de política internacional desencadena una serie amplia y trascendente de cambios, corresponde reconocer que las estructuras previas estaban caducas y que sólo servían ya para obturar una realidad que existía, pero que no se quería asumir. Esto es lo que ocurrirá tras el acuerdo de anteayer entre las grandes potencias del Grupo 5+1 (los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania) e Irán, por el cual la República Islámica emerge como un actor aún incómodo, es cierto, pero insoslayable de la política internacional de los próximos años.
El entendimiento por el cual Irán aceptará la imposición de controles internacionales sobre su plan atómico, sospechado hasta ahora de perseguir fines militares, a cambio de un levantamiento de las sanciones que ahogan su economía, supondrá una serie de consecuencias relevantes.
Por un lado, si bien pretende impedir cualquier derivación militar del desarrollo atómico persa por quince años, el pacto también significa un reconocimiento internacional de que Irán ya es un miembro del club nuclear. Esto es clave en términos simbólicos para un régimen que equiparó durante años, a fuerza de propaganda asfixiante, ese tipo de tecnología con el orgullo nacional.
De la mano de esto, el levantamiento de las sanciones económicas y la liberación de las exportaciones iraníes de petróleo reforzarán la economía de esa potencia regional de 80 millones de habitantes. Así, el gigante demográfico puede ahora proyectar un despegue productivo que no será automático, pero sí viable, soporte material imprescindible de las ansias de liderazgo de un país que a lo largo de su milenaria historia nunca dejó de percibirse como un imperio.
Si las sanciones económicas fueron un límite enorme para la economía iraní, también lo fue la errática política del presidente anterior, el inefable negador del Holocausto Mahmud Ahmadineyad. Su sucesor, el artífice del acuerdo del martes, Hasán Rohaní, logró en los dos años que lleva de mandato remontar la caída del producto y moderar la inflación gracias a una liberalización paulatina y a un desmonte metódico y no siempre fácil de la maraña de subsidios que le había dejado su antecesor.
Así, el levantamiento de las sanciones y la esperable mejora de la economía tendrán un doble efecto de política interna: por un lado, despejarán cualquier duda sobre la estabilidad del régimen teocrático y, por el otro, fortalecerán dentro de él la posición de los seguidores del presidente, líder de la fracción que, si no podemos considerar plenamente reformista en términos políticos y sociales, al menos constituye el reformismo posible después de años de durísima represión.
Las consecuencias del acuerdo exceden, claro, el marco local. Una, fundamental, será la reincorporación del país que detenta las cuartas reservas mundiales de petróleo al mercado global, lo que tiende a reforzar un rasgo estructural desde el boom de los hidrocarburos no convencionales: el crudo ha pasado a ser un bien abundante y, por lo tanto, más barato que lo que se proyectaba hasta hace algunos años. Un dato relevante para la Argentina de los próximos años.
Más allá de lo económico (o mejor aún, de la mano de ello), un Irán validado por Estados Unidos y Europa como potencia regional tenderá a seguir jugando fuerte, aunque no es para nada seguro que lo haga de modo más responsable.
Teherán es y seguirá siendo el mayor sostén del régimen del dictador sirio Bashar al Asad, así como de la milicia chiíta Hezbolá (un Estado dentro del Estado libanés) y de la palestina Hamas.
Único país de abrumadora mayoría chiíta en el mundo islámico, seguirá respaldando a sus correligionarios en el volátil Líbano, en Bahréin e incluso en la guerra civil de Yemen.
También, sobre todo, ejercerá su influjo en un Irak siempre al borde del estallido entre el sur chiíta, el centro sunnita y el norte kurdo.
Sin embargo, esa influencia, al menos en Irak, puede ser un hecho bienvenido por Estados Unidos. Estragado por las deplorables intervenciones en ese país y en Afganistán tras el 11-S y los delirios de George W. Bush, Washington no tiene la voluntad de empeñarse con tropas de tierra en una guerra por ahora sin solución con el factor más novedoso e inmanejable de la ecuación de Medio Oriente, las milicias sunnitas del Estado Islámico, que crearon un santuario medieval en Irak y Siria. Irán es, bien visto, un aliado objetivo de Occidente en esa lucha, tal como aseguró ayer mismo el canciller ruso, Serguéi Lavrov.
El regreso de un Irán poderoso y validado por la comunidad internacional es una mala noticia para sus rivales sunnitas de la región, especialmente Arabia Saudita. Es seguro que las garantías de seguridad que le brindará Estados Unidos aplacarán sólo en la superficie la desconfianza del gigante petrolero.
Lo mismo puede decirse de Israel, cuyo primer ministro, Benjamín Netanyahu, es el gran perdedor del pacto firmado anteayer. Los seis grandes desoyeron sus advertencias de que, con el pacto, Irán no frenará, sino que acelerará, en su objetivo de construir “la bomba” y de amenazar al Estado judío con otro Holocausto.
Lo novedoso es que la Casa Blanca decidió esta vez actuar en abierta discrepancia con su aliado. Netanyahu y la derecha israelí esperan que sus aliados republicanos del Capitolio mantengan su rechazo a semejante osadía y, sobre todo, que las elecciones de noviembre del año que viene “corrijan” esa novedad. Este martes terminó una historia.
Una nueva, que tendrá a Irán como un protagonista insoslayable, comenzó a escribirse.