Alejado de toda convención, under en el verdadero concepto de la palabra, es decir independiente del Estado y de las instituciones; disparatado, ingenioso, provocador y al mismo tiempo pueril, pero sobre todo, fiel (inclaudicable) frente a una manera de entender y de concebir el arte escénico desde hace muchos años, Omar Serra está de regreso. Sobreviviente del tiempo, un anarco que a comienzos de los dorados 80 decidió regresar e instalarse en su Rosario natal para producir teatro, Serra estrenó hace un tiempo Filosofía en el tocador, un recorte de textos del Marques de Sade, intervenidos por su decidida vocación de empujar hacia afuera desde los bordes de la convenciones de un teatro muchas veces adocenado e incluso previsible.
Al frente de su histórica Compañía Sabina Beher, con la que montó recordadas versiones de Eva Perón de Copi, La voz humana de Jean Cocteau, Perlas quemadas de su amigo Fernando Noy o La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik, y junto al grupo Klan Destino, Serra llevó a escena una versión kitsch, trash, leather, desopilante, disparatada, ingeniosa de La Filosofía en el tocador, obra emblemática publicada por primera vez de manera anónima a fines del siglo XVIII, aunque el montaje es mucho más que eso. Sobre todo, por su desinterés a la hora de ajustarse a cierta “prolijidad” encorsetada del teatro imperante, pero también, por dejar abierto aquello más azaroso que se vuelve muy saludable cuando logra “convivir” en escena con lo pautado, establecido o largamente ensayado.
Un grupo de personajes irrumpe en escena: están allí la mítica Madame Saint-Ange (el estupendo Oscar Sanabria), mucho más ambigua y desopilante que la que imaginó el Marqués, junto con Monsieur Dolmancé (Sebastián Tiscornia), dispuestos a iniciar a la inocente Eugenia (Dani Buscapalomas). A mitad de camino entre el placer, la sodomía y la venganza, lo que sigue irá tomando el rumbo del texto pero también del disparate, afectando ese texto de escena con una serie de parlamentos intervenidos por una clara bajada de línea en oposición a las lógicas del capitalismo y la Iglesia, entre otras instituciones, y de cara al fracaso que supone la evolución de la humanidad en el siglo XXI, más allá que temporalmente se trate del iluminismo en la Francia del 1800 con cierto aire de homenaje a Pasolini. A ese espacio-retablo con impronta de set de un film porno ochentoso, ingresarán otros personajes, escapados de éste y otros relatos, como el Caballero de Mirvel (Elder Machado o Ananá Fierrera), la torturada Madame de Mistival (Carolina Boetti) e incluso el mismísimo George Lapierre (George De Bernardis).
Así, en esa clandestinidad del pasado, metafórica pero también literal, dado que esta propuesta se presenta en la sala Alfred Jarry de Montevideo al 2300 a la que se accede sólo por un contacto a través de Facebook, un mundo del presente irrumpe tanto desde el bello, barroco y reciclado vestuario de Lorena Fenoglio, como desde la iconografía porno de los 70, 80 y 90, como así también desde el universo sonoro y musical que propone Leo De Sanctis, que va desde clásicos a Queen hasta Marilyn Manson y su más que oportuna “Beautiful People”.
Es en ese frenesí paródico en el que el poder de las palabras y las acciones opacan cualquier otra variable o desajuste de lo teatral, porque el espectáculo es, en sí mismo, un escaparate para reivindicar a un autor perseguido y para algunos, maldito, que sostenía que la “ley sólo existe para los pobres, mientras los ricos y los poderosos la desobedecen cuando quieren”, un parlamento que destaca el poder político que sustenta a esta versión. Por lo demás, Filosofía en el tocador es una ominosa fiesta para los sentidos. Por eso se recomienda la abstención de pacatos, prejuiciosos, y sobre todo, hipócritas.