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Un clásico que se vivió a 300 metros de la cancha

Crónica de una pareja de hinchas canallas que tuvo que palpitar el partido más importante del año lejos de las tribunas, en un bar ajeno en Sarandí y compartiendo unas cervezas

Por Nicolás Zuberman (Tiempo Argentino)

A las 15.50 de un jueves la estación de Sarandí huele a pólvora. Es el único indicio de que a 300 metros, en la cancha de Arsenal, Rosario Central y Newell’s se juegan el pase a la semifinal de la Copa Argentina. Al sur del conurbano bonaerense no hay ruido, no hay hinchas, no hay clima. Ni siquiera se ven policías en las tres cuadras que separan a la estación del Ferrocarril Roca del estadio Julio Humberto Grondona.

En uno de sus primeros cuentos, La observación de los pájaros, Roberto Fontanarrosa fantasea con un hincha canalla que, nervioso por el partido, sale a pasear por las calles de Rosario para distraerse pero empieza a buscar “señales en la copa de los árboles, a adivinar conductas en la actitud de los animales, a bucear respuestas en los indicios de la naturaleza, en la interpretación del vuelo de los pájaros” para intuir el resultado. En Sarandí ni siquiera eso alcanza: si el partido no se mira por tele o no se escucha por radio, no hay manera de sacar conjeturas.

En las cuatro tribunas del Julio Grondona no hay público. Hasta los futbolistas tuvieron que mostrar su documento para ingresar. Los 30 directivos que se permitieron por equipo más el puñado de periodistas a los que acreditaron están en los palcos, en la parte alta de la platea local. El presidente de la AFA, Claudio “Chiqui” Tapia, y el titular de la Aprevide, Juan Manuel Lugones, las caras visibles de que se edulcore el clásico más pasional del fútbol argentino, sí están adentro de la cancha.

Los 25 hinchas de Newell’s y Central que lo intentaron no tuvieron la misma suerte: terminaron en la Comisaría 7° de Avellaneda. Los canallas le dieron el recibimiento al equipo con pirotecnia que salió desde las vías del Roca, algo que repitieron a los 15 minutos de juego. Los detuvieron sobre el mismo terraplén del ferrocarril. Los leprosos habían alquilado una terraza en una de las casas sobre la calle Morse pero duraron menos que la ilusión rojinegra: cuando promediaba el aburridísimo primer tiempo un grupo de efectivos de la Bonaerense los advirtió que tenían que retirarse. O salen por las buenas o tendrá que ser por las malas, fue la indicación. También fueron apresados.

La explicación: que no podía haber hinchas 200 metros a la redonda. Por grupos, los fueron subiendo a las camionetas de la Bonaerense. Según informó Aprevide, la detención duró sólo unas horas. Cuando arrancó el segundo tiempo parecía que ya no quedaba ningún hincha en los alrededores. Hasta que en una mesa de la pizzería Tres Ases, símbolo de Sarandí, fundada en 1950, se escuchó una puteada cuando Matías Caruzzo se perdió el primer gol canalla:

—Lo mufaste vos, la concha de tu madre –dijo ella a su novio, que llevaba un pantalón de Arsenal.

A ese grito lo siguieron todos los lugares comunes posibles. “Uh, mirá hay alguien de Rosario. Debe ser Fito Páez”, dijo el cajero, pasados los 60. “Olmedo”, agregó el que estaba del otro lado del mostrador. “Ehhh, qué boquita”, dijo el pizzero, que ni asomaba a la cara, como si el fútbol y los insultos tuvieran género. Y eso que Fontanarrosa ya lo había escrito en ese mismo cuento, hace más de 35 años: “Hay mujeres terriblemente fanáticas también. Es más. Son las peores con las cosas que les gritan a los jugadores en la cancha”. La pareja tomaba la segunda Stella Artois. Un parroquiano se acercó y le propuso que si era de Central se tire un lance a la cancha, que con unos pesos seguro se arreglaba para pasar. No sabía lo que pasaba a unos metros.

A la primera puteada de la muchacha que la descubrió como hincha de la Academia la siguieron otras cuantas, aunque más alegres después de que Herrera metiera el tacazo para el 1 a 0. Igual al cajero, al tipo que atendía el mostrador y al pizzero que no asomaba la cara les seguía pareciendo llamativo. La piba siguió en lo suyo: una mano en el vaso de cerveza, la otra en el regazo de su novio y los ojos en el televisor. Recién cuando Patricio Loustau terminó el partido agarró el teléfono para hablar por WhatsApp con sus contactos canallas: quería saber cómo se vivía allá lo que pasaba a tres cuadras de donde estaba ella. Algunos dirán que es una marca de la época. Es, en verdad, a lo que se resigna el futbolero argentino.

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