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Un ejercicio poético basado en el recuerdo

Alejandra Gómez dirige a un notable grupo de actores locales en “Los que no están”, un drama que coquetea con la realidad y la ficción.

“En el ensayo no hay público real y entonces los actores se sienten separados del cuerpo social, tratando de armar imitaciones de otros que no existen todavía, pura energía sin personajes reconocibles, con partes de personas puestas de cualquier manera; son entonces una tribu perdida, cruzando un territorio ajeno”. El texto que antecede le pertenece al genial maestro del teatro Alberto Ure, quien hace mucho tiempo sentenció que el teatro necesitaría en algún momento mostrar su cocina, desnudar su lógica, sus coordenadas de “mentiras” bien urdidas, muchas veces, más verdaderas que la más pura realidad. El teatro es, en ciernes, el resultado del ensayo, de la repetición. Esa “antesala”, a la que Ure definió como la parte más verdadera, más vital de todo acontecimiento teatral, quizás, incluso, la más interesante que tiene para ofrecer aunque nunca o casi nunca está al alcance del espectador.
En Los que no están, montaje con el que Alejandra Gómez vuelve a aparecer como dramaturga y directora luego de la recordada El Timbre (1999), hay un grupo de actores ensayando una obra en medio del vacío, imaginando lugares, límites, grabando en el cuerpo largos recorridos que producen la tensión buscada. Hay dos directores, uno es real (Gómez), el de la obra, el otro es el de “ficción”, que está molesto porque esa tensión buscada no aparece. Hay tres hermanas, hay traiciones superpuestas, hay un hombre vivo y deseado (compartido) y otro que no lo está (es el primero que “no está”), y es un testigo que impone su lógica poética a una serie de escenas que se sucederán hasta que reine el vacío, la desolación y la nada. Hasta que aquellos que aparentemente están, dejen de estar, se pierdan, salgan a la calle o a ningún lugar.
Singular mezcla entre Pirandello y Chejov, acerca del primero por ese modo de pensar el teatro dentro del teatro como mamushkas, y en relación con el maestro ruso, por su vocación de discurrir en historias de vínculos interpersonales que se tejen detrás de aquello que se muestra a primera vista, Los que no están es un espectáculo de una belleza austera, con una puesta en escena sin pretensiones, consustanciado con la confianza y la certeza que ofrecen a todo director actores tan bien plantados, con presencia escénica, con voces y un modo de decir elocuentes, con esa sabiduría orgánica que sólo acontece en los actores con el paso del tiempo.
Hay una familia de ficción (dentro de la ficción) que integran tres hermanas: Luisa (personaje que alternan Claudia Schujman y Alejandra Gómez), Susana (Haydee Calzone) y Agustina (Celia Parola). En ellas, a lo lejos, se percibe algo de Masha, Olga e Irina, Las tres hermanas imaginadas por Chejov. Andrés (Atilio Basaldella) ha formado parte de la vida de las tres y Raúl (Gabriel Rocca) es un director teatral (un alter ego) que busca dirimir en esa trama de conflictos de ficción y repeticiones qué es lo que los atraviesa para que todo termine en una tragedia y eso sea creíble. A lo lejos, Héctor (el siempre convincente Raúl Santángelo) observa casi silente cómo esos otros también dejarán de estar, creando una tensión que por momentos hace que el drama imperante coquetee con el clima de suspenso.
Claramente, el montaje se revela como un ejercicio poético en el que, más allá de quedar flotando como gran interrogante qué es lo que se necesita para producir ficción en escena (aquí una riesgosa jugada), Gómez elige, a través de un texto de profunda belleza, hablar del pasado, quizás del suyo, pero también de un tiempo de actores que no están, de familia y amigos que ya no están, y de muchos otros que dejaron de verse, que se fueron, que partieron, que desaparecieron. Así perpetúa en escena esa sensación de desasosiego que provoca el vacío, la pérdida, la partida, el no saber acerca del destino de los otros, algo que la directora potencia con el uso atinado del espacio, parapetando al público del lado opuesto a la salida de la sala (quizás por ser los únicos que están), y hasta renegando de algunos artilugios propios del teatro como el uso adecuado de la luz que podría potenciar aún más la tensión dramática en algunos pasajes, poniendo en primer plano las luces y sombras que esos mismos personajes dejan en ese presente de la escena cuando dejan de estar y desaparecen, cuando pasan a ser apenas un recuerdo.

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