Por José Dalonso
La Selección Argentina está integrada por profesionales de excelencia en lo futbolístico y más que respetables en su comportamiento público, lo que no es para nada un dato menor.
Participa de un certamen que, cada cuatro años -y es de esperar que no sea cada dos- produce el milagro de transformar en fanáticas y fanáticos de fútbol a personas que no lo son y que hasta llegan a maldecir los calendarios del torneo local. No va en esto un reproche. Es solo una descripción y, al igual que las líneas que siguen, poco tienen de novedad.
Con este panorama la selección encarna un sueño; o, mejor dicho, lo sueños desaforados y monetizados de: emisoras de radio, tevé y portales vinculados al fútbol, que esperan ensanchar sus ganancias sosteniendo espónsores, que -va de suyo- también tienen sus sueños de ensanchar ganancias; y de los periodistas deportivos que viven del derrame de esos descomunales ingresos y para quienes cada copa que juega la Selección y cada etapa que avanza representan más viáticos en dólares y algo de los free shops, más chivos, más comidas ricas y hoteles de almohadas mullidas y yacusis. Se suman, cada vez más, accediendo a más gotas de ese derrame los subproductos contemporáneos, como los autodenominados influencers de las redes sociales.
El desaforado sueño monetizado de estos sujetos -tipos y tipas- los lleva a ocultar o minimizar dónde y cuándo se juega este mundial, más allá de alguna apostilla: un brazalete de capitán o una foto de plantel. Y ese sueño monetizado generó un clima triunfalista o, más precisamente, el imperativo triunfalista de salir campeones, por lo que no se permiten el primer tropiezo (1-2 frente a Arabia Saudita) y nos quieren arrastrar en ese vendaval de quejas, injurias y maldiciones a todas y todos.
Por eso, exteriorizan ante las audiencias toda la ignorancia, grosería y odio, que acumulan.
Y, cuando me refiero a todas y todos, hablo de hinchas a quienes nos dolió la derrota, nos dejó un poco o muy abatidos durante el día, pero que también tuvimos que volver rápidamente a nuestras no siempre amigables jornadas de trabajo, si es que tenemos trabajo.
Ese sueño monetizado explica los gritos y maldiciones de los periodistas deportivos y también las columnas de opinión de quienes no lo son, pero que también creen que tienen que opinar, como si nos interesara leer sus catarsis sazonadas con algún guiño psicologista, sociologizante o una cita de Galeano.
De todos modos, joden más los exabruptos de los primeros, que son directamente proporcionales al cálculo que hacen de: posibles pérdidas de desayunos continentales, indumentaria mangueada y viáticos caídos. Y las polémicas en las que se enzarzan -que en las buenas son para contagiarnos esa “locura”, que se ha transformado, vaya a saber por qué, en un término con connotaciones positivas- no son más que expresiones de calentura por la amenaza de un regreso temprano al verano argentino, escueto de canjes publicitarios.
No olvidemos que en la antesala de la Copa del Mundo algunos de ellos se peleaban públicamente, como parte de la disputa por viajar a Qatar, generando situaciones más vergonzantes que la de algunos ricos en el naufragio del Titanic.
Detrás del sueño monetizado de estos sujetos -tipos y tipas, muchos más tipos que tipas- y al que nos quieren arrastrar al ritmo de las publicidades de los “espónsores oficiales de la Selección”, están los sueños de buena parte de la población, que se alegra, sufre o se queja, según los resultados y con la legítima intensidad que quiera dar a esos sentimientos, que son genuinos y muy distintos a los de los energúmenos antes citados.
Y, por cierto, de los sueños de pibas y pibes; aunque me arriesgo a decir que, así como en otros tiempos, la épica maradoniana tenía un efecto reparador para tanto pobrerío derrotado a diario por la realidad; hoy, parece despertar otra cosa: la ilusión aspiracionista, meritocrática de llegar a ser un De Paul, que por cierto es un jugadorazo, y andar por ligas europeas y lucir una pilcha muy pero muy copada.
Por mi barrio, una casa de electrodomésticos ha vestido a sus vendedores con la camiseta de la Selección. No conozco personalmente a nadie, pero uno tiende a imaginar que no todas y todos deben estar felices con esta decisión, cuyo propósito está conectado con el sueño monetizado de vender más televisores.
Tengo cierta sensación de que los talles no han contemplado demasiado la diversidad.
Desde la parada de colectivo, veo entrar a la panadería a uno de los empleados. Pasa el metro noventa, es robusto y también tiene un abdomen que se encamina a la prominencia. Vaya a saber con qué cuota de estoicismo este buen hombre soporta ocho o diez horas al día una chomba, al menos, uno o dos talles más chica y perservera en el mandato de sonreír, mientras muestra las bondades de aparatos y los beneficios de un pago en cuotas.
Nunca me pareció tan gráfica esa frase berreta de “Hay que ponerse la camiseta”; mientras otros se llevan la copa y los premios a su casa.
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