En política no se sabe si es peor que te rechacen algo a que consideren abstracta tu pretensión. El juez a quien se le atribuyen las mejores relaciones con el gobierno probó, en su sentencia en disidencia sobre la elección de los consejeros, que es un librepensador, incontrolable como el resto de los políticos, y seguramente de quien hay que seguir esperando sorpresas.
Si hubiera que buscarle un perfil se diría que Raúl Zaffaroni es un dandy, rol que consagra el imaginario del romanticismo como alguien muy convencido de su “self” –aquello que él cree que es– pero que exhibe el “rol”, es decir en aquello que los demás esperan de él. El dandy, como otrora Oscar Wilde u hoy un Jorge Asís, busca márgenes de libertad sobreactuando las formas que le exige la sociedad, más que los famas, para fugarse hacia zonas de libertad que sólo los cronopios pueden permitirse.
Cumple con el rol de amigo del oficialismo cuando admite, en su fallo en disidencia, el per saltum que reclamaba el gobierno contra el fallo de María Servini de Cubría que había volteado la elección de consejeros, según recomendase la procuradora Alejandra Gils Carbó, otro ariete judicial del kirchnerismo. No declara inconstitucional las reformas que aprobó el Congreso pero, casi con melancolía, declara que este debate es abstracto, que no tiene sentido ocuparse mucho de él porque ya venía baleado desde instancias inferiores.
Más allá de lo que diga esta Corte, dice, este proceso electoral “se encuentra suspendido por efecto de otras decisiones judiciales federales de distinta competencia”, lo que “produce una extraña circunstancia que lleva a resolver una cuestión que bien podría considerarse como materialmente abstracta”.
Como si fuera un jugador de Independiente en el último partido, se lamenta del final del cuento y busca –otro rasgo de dandismo– explotar el encanto del perdedor.
Este final de su escrito tiene, además, aportes sustanciales a la historia constitucional. Se ríe de quienes exageran en la búsqueda de la “voluntad del legislador” con el fin de encontrar pistas para interpretar qué quisieron los constituyentes de 1994 al crear el Consejo de la Magistratura. Justo él, que fue constituyente, que es citado por el fallo que declara la inconstitucionalidad que firman Carmen Argibay y Enrique Petracchi. Se trata de su debate con el convencional Enrique Paixao cuando él, representando al Frente Grande de Pino Solanas y Chacho Álvarez, pidió precisiones para que quedase más claro que los consejeros debían representar estamentos y no al pueblo por el voto directo.
Pero se permite un filón de narcisismo para que queden las marcas en la historia: “Nada importan en esta hora las advertencias de la minoría a los que la mayoría no escuchó con la debida atención en su momento; como tampoco importa mucho lo que dijeron los de la mayoría, porque no escribieron en el texto sancionado”.
Aporta más el texto de Zaffaroni, que se ríe de la voluntad del constituyente cuando ofrece un juicio negativo sobre la convención que hasta ahora no tenía la firma de un convencional y menos la de un ministro de la Corte Suprema, que refresca las posiciones de la bancada a la que pertenecía Zaffaroni cuando era político de calle.
Esa reforma, imagina, buscaba sólo aprobar la re-reelección presidencial y creó este Consejo, que estaba dentro del Núcleo de Coincidencias Básicas como una “institución novedosa sin estructurarla”, que fue “tomada del Derecho Constitucional Comparado pero separándola de sus modelos originales en forma híbrida y con defectuosa estructuración”.
Eso dio lugar, agrega, “a que en menos de veinte años fuese objeto de tres reformas regulatorias dispares y profundas”.
Esa convención, dice el retro-chachista Zaffaroni, “después de obtener su propósito político coyuntural trabajó con premura y displicencia para concluir su tarea, hasta el punto de perder un inciso en el momento de su culminación, sin que faltase tampoco la producción de un escandaloso tumulto para interrumpirla durante el debate sobre la incorporación del inciso 22 del artículo 75”.
Jugosas referencias al agrio debate sobre la incorporación a la nueva Constitución de los tratados internacionales que, según unos, impiden la ley de aborto, y según otros habilitarían a una reelección indefinida y al artículo “extravagante” (así lo calificó el convencional Héctor Masnatta) que se perdió en el texto final después de aprobado, el 68 bis, que impone nada menos que la necesidad de una mayoría especial de las dos cámaras del Congreso para las reformas al régimen electoral.
La inestabilidad de la norma que creó el Consejo, ironiza, da para cualquier cosa y nadie podría decir que con la reforma propuesta por el gobierno los jueces perderían una independencia que pueden embargar con la que rige hoy. Con estas críticas, Zaffaroni la baja de pechito concediendo hacia la posición del oficialismo, pero da un zapatazo hacia el arco propio: sostiene que hay que evitar el extremo de quitarle representación estamental a los consejeros, algo que él había sostenido como convencional en 1994 y cita como extremo de la llamada “enmienda Bandrés” que en España permitiría que “los dos grandes partidos políticos se repartiesen la nominación de los jueces consejeros” y que “tuvo el efecto de convertir parcialmente al Consejo español en una casi comisión del Congreso”.
Para evitar eso –los pactos Alfonsín-Saadi en el Senado de 1983 para nombrar magistrados– es que se creó el Consejo en 1994. ¿Ambiguo? Difícil advertirlo en un estilista del pensamiento, no tanto de la prosa.
Cumple con el rol, pero salva el self desde la contradicción y se blinda ante críticas de propios y extraños, condición para sostener el pedestal de una biografía que ha buscado empatar a los iguales, algo fácil entre los abogados, que ejercen una profesión ritual y de corbata pero en donde no lo es hacer de librepensador entre las fieras.