Algunas veces tantas cosas suceden que de pronto ante el papel esas cosas se pierden.
Algunas veces camino por la ciudad donde pasan tantas caras que, de pronto, como ante el papel pero sólo que ante el cemento, es como si no pasara ninguna. Y es ahí cuando me encuentro solo.
Algunos sucesos puedo llevarlos al papel y transformarlos en un cuento, son las veces en que los sucesos aparecen de a uno y no se amontonan, pero, ante el abismo que amaga con llenarse de hechos, lo único que puedo hacer para que me deje dormir ese abismo es un poema, la unificación de lo que pasó, quitarle lo esencial a cada acto e hilvanarlo. Por eso para mí lo más parecido a un poema es la cara que me saca de la soledad de la ciudad llena de gente, una cara que contenga la esencia de todas las caras.
No hay hechos, porque hay demasiados, por lo que no hay cuento, pero como tampoco hay gente, excepto una, tampoco hay poema, sólo esto, la cara, el poema, el cuento, los hechos, y algunos rostros que no tenían cara, o personas que no tenían persona adentro.
El rostro que vi esa tarde de verano tenía la esencia de todos los rostros de todas las tardes de verano de todas las ciudades del mundo. No olvidemos la voz. Por lo tanto, si el cielo no es cielo sin lluvia, las caras no son caras sin voz. Y esta voz era tan particular como su jeta.
En cada grito que gritaba gritaban mil mujeres, y en cada lágrima que brotaba de sus ojos lloraban mil hombres, mil guerreros de gestos rudos, de rasgos tallados en piedra, de todas las estatuas pálidas de todas las ciudades grises, en cada gesto se juntaban el hombre y la mujer, y en sus pasos de piernas cortas y enfermas no caminaban ni un hombre ni una mujer, sino que como en este cuento que no es cuento caminaba lo esencial de cada sexo. Iba y venía buscando el tiempo perdido hace rato, pero a su vez buscando el tiempo que acababa de perder. Tratando de llegar rápido al futuro, a un futuro que le permita comprender que todo lo que alguna vez se fue nunca va a volver. Le gritaba al padre que no tuvo y a la madre que no lo amó. Les gritaba a los días que no existen, pues le gritaba al gran y único día del mundo, pero si los días no existen, tampoco existía ese grito, y en verdad era todo un gran grito. Yo con plena confianza depositaba mi mirar entre sus ojos y permitía a mis oídos escuchar solamente el grito de ese par de ojos. Pero de pronto tuve que salir de esa cara y de su grito helado que no me daba frío sino que espanto. Me tuve que esconder en las demás personas y dejar de oír sólo el grito, y también empezar a escuchar el barullo de la pequeña multitud que se acumulaba a su alrededor. Las caras de los demás empezaban a aparecer, y empezaban a recuperar sus miradas, a medida que el idiota callaba. Un enfermero lo había encontrado y me explicó que se había escapado, también me contó, recuperando su cara, que aquél “era un tipo sin historia, un paciente sin memoria, le llora al tiempo para que se apiade de él, mientras nosotros somos, aunque nos creamos víctimas, los verdugos de nuestro tiempo. No tiene nombre, pero por la vocal de la que abusa en su gritar lo llamamos A.; y edad, sería una infamia hablar de edad en un caso como éste; para él es tan efímero como eterno, mientras que para nosotros tiene sólo trece años”.