Buena parte de la dirigencia política y empresarial ha comenzado a asumir que la presidenta Cristina Fernández de Kirchner podría encarar a partir del año próximo una serie de cambios en políticas y estilos en el gobierno nacional, de modo que la idea de “renovación” quede en manos del propio oficialismo y no en las de la oposición.
En dos de los matutinos líderes de la ciudad de Buenos Aires se ha publicado en los últimos días versiones acerca de que la jefa del Estado está dispuesta a encarar un más activo y férreo control en todo lo que tiene que ver con la transparencia en el manejo de fondos públicos.
Se sabe que la presidenta tuvo expresiones en ese sentido dirigidas a algunos de los empresarios más poderosos del país y a políticos de primera línea.
A partir de estos datos puede interpretarse la razón que llevó a los sets de televisión y al anexo de la Cámara de Diputados al ex apoderado de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, Sergio Schoklender.
Si se tira del hilo en la madeja de noticias, deberá admitirse que el “escándalo” en esa organización no comenzó con denuncias de la oposición, si no cuando en mayo pasado Schoklender fue expulsado de la Fundación.
En su edición del 27 de mayo último, el diario Ámbito Financiero indicó que con un lacónico: “Yo soy soldado de Cristina”, Bonafini le cerró la puerta de esa entidad a Schoklender, a quien en otros tiempos había considerado como su “hijo”, rango en el que también había colocado en discursos públicos a Néstor Kirchner.
La oposición buscó señalar luego que había presentado con antelación denuncias sobre Schoklender, pero en los hechos no fueron esas acusaciones las que detonaron el caso.
En concreto, si hubo desmanejos en el funcionamiento del programa de viviendas sociales llevado adelante por las Madres, será la Justicia la que determine las responsabilidades.
Pero lo cierto es que, con la expulsión de Schoklender de la Fundación Madres de Plaza de Mayo, una administración oscura –sea por presunta corrupción, sea por una “bicicleta financiera” que el ex apoderado realizaba con fondos públicos para “tapar agujeros financieros”, como denunció el ministro Julio de Vido– dejó de existir.
Schoklender se comporta más como quien añora un tiempo pasado, que como el justiciero inocente que pretende representar ante legisladores, jueces y cámaras de TV.
La oposición puede machacar de aquí en más sobre este caso y sobre todas las irregularidades que pueda encontrar en la administración pública, pero debería poner un ojo en lo que está ocurriendo en Brasil, de la mano de Dilma Rousseff.
Al igual que la presidenta Cristina Kirchner en el oficialismo argentino, la mandataria brasileña ha sido una dirigente fundamental en el esquema de poder del Partido de los Trabajadores.
No puede decirse que haya estado ajena a ningún detalle de la administración anterior, luego de que el líder del PT la nombrara jefa de Gabinete de su gobierno en 2005.
Sin embargo, eso no le impide, en una nueva etapa política y ya como presidenta de la Nación, encarar lo que la prensa mundial ha dado en llamar una “limpieza ética” y que derivó durante este año en la renuncia de cinco ministros por casos de corrupción.
Esta situación no es interpretada por los analistas como un demérito para Rousseff, sino todo lo contrario.
En recientes declaraciones a la agencia internacional AFP, el secretario general de la organización no gubernamental brasileña Contas Abertas, dedicada a promover la transparencia, Gil Castello Branco, explicó que “el grado de tolerancia de la presidenta ante las denuncias de corrupción es menor que el de Lula y otros presidentes, que blindaban y protegían a los políticos denunciados”.
“Si hay actos indebidos constatados en el gobierno, adoptaré medidas”, advirtió en varias oportunidades Rousseff, quien busca dar señales a la sociedad, pero también hacia dentro de la política brasileña de que es ella y ya no Lula quien tiene el mando del gobierno.
De esa forma, Rousseff encara una renovación “desde adentro” del oficialismo, tomando uno de los ejes del discurso opositor y usándolo para llevar agua para su propio molino, consolidando su poder tanto hacia dentro del oficialismo como de cara a la ciudadanía.
De este lado de la frontera, no sólo el tema de la transparencia, si no también el del ritmo en los aumentos de precios, uno de los ejes sobre los que machaca la oposición, también podría ser adoptado por la Casa Rosada para su propio rédito.
¿Qué ocurriría si la presidenta logra reducir la tasa de inflación a la mitad en dos o tres años, se hable del índice que produce el Indec o de las estimaciones privadas? ¿Será esto posible?
Nadie podría afirmarlo con seguridad, aunque lo cierto es que con el nivel de respaldo político actual de la mandataria, expresado en negro sobre blanco el 14 de agosto pasado, la iniciativa para producir mejoras en la gestión está en Balcarce 50.