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Un sueño trunco de princesa dañada

“Jackie”, de Pablo Larraín, muestra los avatares de Jacqueline Kennedy tras el shock producido por el asesinato de su marido y presidente.

Lo primero que resulta extraño con Jackie, la película dirigida por el chileno Pablo Larraín que estuvo nominada al Oscar en el rubro mejor actriz, es que se trate de un film dirigido por un latino sobre un personaje tan caro a la esencia norteamericana, a aquello que sólo a ellos –estudios y productores de ese país– les puede interesar. Es que Jackie toma la figura de Jacqueline Lee Bouvier, la mujer del presidente J.F.Kennedy, quien fuera asesinado en 1963, luego de dos años de gobierno, y quien posteriormente se esposó con el magnate naviero Aristóteles Onassis.

Pensado originalmente como una miniserie para ser emitida por HBO, Jackie fue producida, entre otros, por el también cineasta Darren Aronofsky que eligió al bien ponderado Larraín –tal vez luego de su elogiada No, nominada al Oscar como mejor película extranjera en 2012– para un proyecto que hace hincapié en las horas siguientes al magnicidio, en cómo Jackie Kennedy, una mujer herida psicológicamente, trata de incorporar esa realidad que la avasalla sin resquicio. Al mismo tiempo el relato plantea otro presente, el de Jackie siendo entrevistada poco después del entierro de su marido en la residencia familiar de Massachussets, en donde puede verse a una mujer muy hábil que intenta manejar a su entrevistador marcándole cuándo algo que señala debe quedar off the record, lo que hace desaparecer de un ramalazo cierta liviandad e ingenuidad que parece portar cuando se la ve mostrando los interiores de la Casa Blanca recién decorados por ella para un programa de televisión. Cuando dice que no duermen en la misma cama con el tan “licencioso” John Fitzgerald, quien, por ese entonces mantenía un affaire con la bomba sexual Marilyn Monroe.

Así, Jackie muestra el shock de la primera dama cuando a JFK le explota literalmente la cabeza luego del disparo, la travesía desesperada al hospital y su posterior desconcierto junto a su cuñado, el senador Bobby Kennedy  –quien se lamenta de todo lo que podría haber hecho John, y se arrepiente de las sugerencias que le hizo durante la crisis de los misiles con Cuba–; su incomodidad ante la presencia del vicepresidente en ejercicio Lyndon B. Johnson, de quien se sospechó que junto a un grupo de empresarios texanos planeó el magnicidio, y las vicisitudes que acarreó el cortejo fúnebre, ya que los servicios de seguridad aconsejaban no hacerlo luego que alguien hubiera disparado sobre Lee Harvey Oswald, el detenido acusado de asesinar al presidente. Horas decisivas para Jackie, que va quedando inmersa en la tragedia mientras se deprime, bebe alcohol, cambia su ropa, lagrimea y fuma inconteniblemente, en un contexto de travellings por las habitaciones de la Casa Blanca. Y donde también aflora cierto desvarío cuando pide conversar con el asesino de su marido, pone un disco sobre la comedia musical Camelot y recuerda los bailes de salón como una especie de cenicienta enamorada.

Debe decirse que buena parte del peso para el devenir de la trama de Jackie recae en Natalie Portman, su protagonista, que fue la indicada en el casting por el mismo Larraín. Y debe decirse también que la actriz nominada al Oscar por este trabajo, pone toda una batería de recursos al servicio de transparentar ese ya de por sí delgado velo entre la frivolidad que caracterizaba a la verdadera Jacqueline Bouvier y su caída abrupta de ese lugar conquistado como mujer de JFK, que, puede suponerse, fue a lo máximo que soñó llegar. Portman consigue dar carnadura a Jackie merced a una gestualidad sumamente estudiada y a una serie de tics que revelan tanto su tensión como cierta sagacidad para acomodarse a la nueva situación que le tocará vivir. Ese andamiaje, el de los flashbacks y el del presente de la entrevista en Massachussets, es el que sostiene la trama de un relato que por momentos parece morderse la cola, en el sentido de que no va más allá, porque esa mujer no puede hacer otra cosa que manipular la entrevista que la expondrá a los ojos del mundo como quien fue capaz de no quitarse su traje ensangrentado para que se viera lo que hicieron a su familia, ese mismo mundo que parece haberle arrebatado su sueño de princesa.

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