Mucho del cine de Arturo Ripstein hay en Pelo malo, la tercera película de la realizadora venezolana Mariana Rondón, que viene de obtener el premio a mejor película en San Sebastián y La Habana y el de mejor dirección y guión en el Festival de Mar del Plata. Lo hay en el tratamiento estético, en la franqueza y los dobleces del relato y en la aguda mirada hacia las relaciones sociales y políticas contemporáneas de Venezuela; de las que atañen concretamente al gobierno actual y a las que permanece desde antes de esa gestión afectando los lazos de sus habitantes en forma de prejuicios e intolerancia –fundamentalmente denotados en los modelos institucionales que ofrece una casa de fotografía: un traje militar con boina roja para los niños, uno de modelo para las niñas–, y en modos donde la violencia solapada adquiere un status quo que parece irreversible. De esta forma, aunque sutil, sí es evidente, en Rondón su carga contra la disfuncionalidades del gobierno de Chávez, que en el tiempo del film sufría los embates de su cáncer terminal; utilizada, esa carga, para subrayar cierto fanatismo que incluye acciones vanas o desesperadas para neutralizar el mal que sufre el Comandante.
Pero todos estos rasgos esquivan el panfleto o la denuncia directa y le sirven a su directora para puntuar el contexto de los infortunios de sus protagonistas, imbuidos en una problemática de supervivencia y de equívocos que no dejan de ser espejo de la de la mayoría de los países latinoamericanos y sus particularidades. Es decir, Pelo malo da cuenta de un malestar muy propio, la del mestizaje de la población venezolana y la segregación endémica que afectó a varias generaciones. Y en eso reside también la cercanía con el mexicano Ripstein: pintar la aldea desde las discriminaciones que han hecho carne en los individuos.
Junior, el hijo de Marta, una joven mujer viuda y desempleada que vive en una suerte de fonavi venezolano y que carga con otro hijo bebé, busca a toda costa alisar sus “hermosos” rulos (para cualquiera que no vea en el cabello rizado una maldición) porque en su país hay una estigmatización sobre quienes lo portan, asociándolos a la raza negra, al parecer último eslabón de ese profundo mestizaje. La relación afectiva de Junior con su madre no puede ser peor. Ella transmite a su hijo su desasosiego infinito por no encontrar trabajo –fue despedida de su último empleo en una empresa de seguridad–, teme que el niño esté volviéndose gay –hay un ambiguo latir en Junior en esta dirección–, se ve tentada a dejarlo con la abuela paterna de Junior, quien le ofrece ayuda monetaria si se lo entrega definitivamente, y es incapaz de tener un mínimo gesto afectivo con él, “puedo tocar al bebé pero no a Junior”, dice.
Es en esta espiral de insensibilidades y reproches, en los desajustes emotivos, en la desprotección irremediable de la madre hacia el niño donde toma cuerpo el núcleo duro de Pelo malo. Tanto la cruda exposición de la célula social como la de la familiar sirven a Rondón para escarbar sobre lo que está mal en su país, pero no menos en buena parte del mundo, en lo que hace al malestar de las culturas. Para ello expone sus aspectos más escabrosos –la discriminación de género, que lleva a Marta a ofrecerse a tener sexo con su jefe para volver a conseguir empleo; la especulación de su suegra para quedarse con el niño en términos de una compra venta cualquiera; lo sofocante y hacinado del ámbito interno –su destartalado departamento– y externo –una Caracas con embotellamientos permanentes, con gente de miradas agotadas y hostiles–; la arrasadora soledad de Junior y la cerrazón absoluta a que impere, al menos, algún sentido común en la relación madre hijo–, acercándose a la idea de un microuniverso de crueldad donde priman los equívocos generalizados –Ripstein otra vez– del que ya no habrá retorno, como lo manifiestan madre e hijo sobre el final del relato cuando dicen no quererse.
Pelo malo goza de una acertada sustancia visual donde predominan el ritmo y la fluidez –la actuación de madre e hijo encarna con brillante prepotencia esa sustancia– y sus imágenes privilegian lo taciturno de esa realidad con particular conciencia de los detalles que la definen como un paradigma, y que Rondón comunica acertadamente como la verdadera naturaleza de su relato.