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Un vínculo cruzado por la alta tensión

En su ópera prima, Moroco Colman recrea un encuentro entre madre e hija que vibra entre la ternura y el hastío con encomiable sutileza y precisión.

La historia de Fin de semana, la ópera prima del cordobés Moroco Colman, está planteada como la revelación de un mundo, el de una madre y su hija, y el contrapunto que ambas juegan disputando un lugar que va desde la confrontación hasta el acercamiento con una rispidez altamente emotiva. Vibrando entre la ternura y el hastío y pasando por los sentidos que pueden ofrecer la posesión y el desprendimiento, Fin de semana es “nada menos” que ese universo de madre e hija narrado con una elegante austeridad que lo aleja de cualquier superficie decorativa, afinando sus encuadres para que un solo concepto defina cada plano y contenga su esencia. El realizador se sirve de un novedoso recurso –al menos en el cine nacional– para dar las precisas coordenadas de sus escenas, puesto que en el desarrollo de la historia la pantalla cambiará tres veces de tamaño: irá desde un inicial formato cuadrado hasta el rectángulo que cubre todo su ancho, sustanciándose en el medio una sutil ampliación. Un punto de vista muy útil desde donde tamizar una relación las más de las veces conflictiva, cuyas derivas pueden resultar inacabables si no se encuentra el meollo donde apoyarse. En ese cauce, Colman se vale de la aspereza y la sutileza en una combinación que corre a Fin de semana de las decenas de films nacionales “demorados en un plano”, aquellos que no alcanzan a percibir que sobriedad no es necesariamente virtud.

Como se dijo, la historia de Fin de semana es pequeña y podría describirse así: Carla, una madre separada, llega a una ciudad cordobesa en las sierras para ver a su joven hija, cuyo padre –y ex marido de ella– ha muerto recientemente. Martina, la hija, vive con la nueva mujer de su padre y mantiene con Diego, el hijo de esta mujer, bastante mayor que ella, una relación sentimental carente de cualquier afecto y algo violenta.

El encuentro entre madre e hija, con solemne abrazo al principio, va tornándose urticante, casi un campo minado por puteadas y un encono por momentos infranqueable. Disparado, aunque se adivina que ya algo subyacía, porque Carla detecta moretones en el cuerpo de su hija y es testigo de asomos de violencia en la relación que mantiene con Diego; y, como si esto fuera poco, porque su hija admite en una conversa despojada pero inédita y difícil entre ambas que le gusta el sexo “duro”.

Carla intentará entonces que esa relación termine, aunque no sepa bien cómo hacerlo y sólo se deje llevar por acciones espontáneas. Mucho tiene que ver para lo crucial de estos pasajes el paulatino ensanchamiento de la pantalla, la forma que adopta el cuadro, para que se detecten la opresión y la distensión de esa relación. Como cuando Carla, luego de una brusca discusión con Martina, va a tomar una copa a un boliche del lugar y termina encontrando un amigo de antaño, alguien a quien probablemente conocía cuando vivía allí con su marido. Entregada a la liberación de sus tensiones, Carla vive una experiencia sensual y sexual intensa junto al amigo y otra mujer, que acabará con ella casi desnuda y borracha bañándose en el lago que está junto a la casa y a cuyo rescate va Martina, que la arropa y la acompaña luego al baño cuando sus ganas de vomitar son irresistibles. A partir de aquí se producirá un vuelco en la relación de estas mujeres y lo espinoso del asunto comienza a limarse.

Sin pretensiones, conciso y directo, lo que incluye las logradas escenas de sexo explícito, y con acertado tino para observar esa revelación de un mundo mencionada, Fin de semana es un atendible desembarco de Moroco Colman en el cine. Contribuyen a ello las sólidas actuaciones de María Ucedo y Sofía Lanaro en los roles de madre e hija, respectivamente, y una fotografía que se sirve de esos cambios de formato para precisar las distancias necesarias en esa paleta de arrebatos pasionales que ocurren en ese “fin de semana”.

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