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Una breve visita a nuestros viejitos

Por: Ricardo Caronni, desde Ginebra

No sé si el cine transmitiría mejor los sentimientos que producen los largos pasillos claros que dan a las habitaciones de tres o cuatro camas de un geriátrico, donde los viejitos, la mayoría por fuera de la realidad, esperan, en una especie de ritmado simulacro de vida, a que les llegue la muerte. El de pasillos claros es el geriátrico que conocemos, porque los hay menos claros, más oscuros, tristes e improvisados pero que sirven para los mismos fines.

Claros u oscuros, planeados o improvisados, con mayor o menor dignidad, en todos ellos se cumple un ciclo, una rutina del día tras día, de comidas, de remedios, de cambios de sábanas y pañales, de confidencias de recuerdos tantas veces inconexos y deshilachados, de alegrías y de llantos que se han perdido y que se siguen perdiendo en un olvido que va llegando a ser cada vez más final e inapelable.

Al entrar, una vez superada la confusión o la culpabilidad de los que los dejamos allí, una vez pasada la primera etapa de rechazo del lugar, de querer volver a casa “para seguir la vida de siempre”, empieza a formarse una resignación al presente inmediato, a lo mínimo necesario para la sobrevida que termina por aparecer inscripta en cada mirada angustiada o vacía. Como si en esa mirada se mostrase una solicitación espontánea del cuerpo o, tantas veces, un voluntario pedido y deseo expresado, de salirse por fin de esta vida que, ahora, se les transformó en esa grave dificultad de sobrellevarla: “Dame algo para morirme”.

Cuando no hay un disciplinario “portate bien, mirá lo que andás diciendo”, hay una afectuosa sonrisa de respuesta, sesgada del dolor a duras penas disimulado y de un ensayo de comprensión que termina por afirmarles con voz serena, que Dios dirá cuándo será la última hora, que todos tendremos nuestro final. Otras veces, no hay nada. Ninguna respuesta ni consuelo, para quien suponemos no tiene ni la posibilidad, ni la fuerza para quitarse la vida. Entonces para qué responder. El llanto se secará solo, vendrá el sueño, con o sin pastilla, y la rutina de la mañana siguiente sostendrá, por un rato más, el alma de ese cuerpo que se rebela, se resiste a seguir funcionando.

Recodo final de tantas vidas, que quizás será el de las nuestras propias alguna vez, y que se renueva incesantemente con nuevos huéspedes, nuevas lágrimas y dolores olvidados o a olvidar por siempre jamás. Nuevas esperanzas destinadas a una metódica frustración que solamente espera que el final sea lo menos cruel y lo más tarde posible.

Algunos ositos de juguete, algunas fotos viejas y otras nuevas de pequeños, de jovencitos, que serán –si tienen suerte– los que seguirán las huellas, el mismo recorrido, que el de estos sobrevivientes a los que saludan al irse, con un gesto resignado o –por ahora– despreocupado frente al destino final de la vida. ¿Qué se le va a hacer? Es así y no hay otra alternativa. Ya veremos cuando nos toque. Hoy somos jóvenes, nos vamos a respirar el aire de afuera, de la calle, de la gente que va y viene, distantes de la idea del final, haciendo planes para el futuro. El futuro existe, claro que sí. Basta salir a la calle, escuchar el ruido del tránsito, ver correr a la gente, escuchar los pájaros cantar, sentir el sol sobre la piel y, a los pocos pasos, sentir como nos llega el olvido de nuestra visita al geriátrico.

Hemos cumplido con la visita a nuestros viejos, padres o abuelos. Ha pasado un efímero día más, con su rutina. Un día al que le va a seguir una noche más, que se volverá en cualquier momento, eterna.

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