Terrenales en una tierra de ficción, y entre los despojos de un viejo telón, una casa, un lugar que es la matriz; un terreno, “un viejo loteo fracasado” y el depósito para los morrones, un rojo necesario que hace las veces de “sangre” en medio de tanto negro, donde “todo lo maldito es negro”, con el Tigris que se intuye a lo lejos.
Es el conurbano y es cualquier lugar (cualquier retablo o escenario invadido por una “humedad bíblica”), pero claramente es la periferia, y son los primeros hermanos, Caín y Abel, que son, al mismo tiempo, todos los hermanos posibles: los imaginados por la literatura, el cine y el teatro, porque son la mística del vínculo. Caín, productor morronero, y Abel, vendedor de carnada, son las máscaras del drama y la comedia, son la congoja y la tristeza, son el blanco sobre negro, el bien y el mal, lo propio y lo ajeno, lo público y lo privado.
Escrita y dirigida por Mauricio Kartun y estrenada en 2014, Terrenal. Pequeño misterio ácrata, que este sábado y domingo a las 21 se despide en La Comedia con sus últimas dos funciones en Rosario, es una obra teatral con destino de clásico en el que el autor de La Madonnita, El niño argentino, Ala de criados y Salomé de chacra, no casualmente las obras de su etapa de dramaturgo y director desentraña el poder de las palabras en un viaje inusitado donde conviven lo beckettiano y las coordenadas del cine mudo, con la gauchesca, los recodos de algunos otros géneros populares y cierta lógica pirandelliana que lleva indefectiblemente al teatro a hablar una vez más de sí mismo.
Es en ciernes ese teatro que no se nombra, la materia fundante de un universo en el que el mito bíblico original se trastoca, tropieza con la pluma de un dramaturgo extraordinario y se vuelve una excusa para, lejos de cualquier posibilidad de remedarlo, se transforme en juego y materia ficcional, carga simbólica, ejercicio lingüístico, homenaje a los personajes del viejo varieté y, sobre todo, a los payasos tristes del circo criollo.
Fiel a su estilo, Kartun parte de algunas imágenes para construir casi en blanco y negro una parábola amarga sobre los modos de ejercer el poder y la tragedia de esos dos hermanos con final ya escrito frente al regreso del padre, y al mismo tiempo, parado en la explosión de sentido que transitan sus actores en cada detalle, evocar una y otra vez una epifanía cercana al grotesca, donde risa y llanto parecen ser la misma cosa.
El material se cimienta en el categórico trabajo de los actores y en su lista interminable de momentos mágicos captados desde la sutileza y la inteligencia de un director que sabe mantener cómodamente su mirada entre la tradición, la inevitable contradicción que regresa desde la escena cuando los actores se apropian de sus textos y una saludable cuota de experimentación.
Claudio Da Passano como Abel, Claudio Martínez Bel como Caín y el santafesino Rafael Bruza, quien aborda un nuevo y aún más disparatado Tatita tras la salida del enorme Claudio Rissi, son materia fundante del recorrido dramático que ostenta el material. Ellos son, al mismo tiempo, la inocencia perdida y la derrota encarnada en Abel, un mal de mascarita con aires de perro faldero en el cuerpo de Caín, y son, en Tatita, la indolencia de quien los expone a sus más oscuras contradicciones. Todo pasa frente a la mirada del director que está muy lejos de juzgarlos o de tomar partido por alguno de ellos dejando, como siempre, esa decisión en la mirada de un público extasiado.
Misterio y devoción son aquí caminos elegidos y la idea de negar aquello que busca ser impuesto por la fuerza de parte de Caín, frente a un “Abelito” que aún en la derrota sostiene sus convicciones, genera una sinergia escénica que se traslada a la platea y es así que el material se vuelve una caja de resonancia del presente, sobre todo al plantear en estos opuestos una “grieta”, algo así como una especie de paráfrasis sobre una génesis posible del capitalismo y la “divina propiedad”, preguntarse de quién es la tierra, y asegurar, en boca de ese pobre vagabundo vendedor de carnada viva en una banquina del asfalto que va al Tigris que el trabajo “es el vacío de los que no saben hacer otra cosa”.
Todo ese mundo donde el teatro se ensancha y se potencia y donde, también, se revelan algunos otros recursos más cercanos al radioteatro, se sustenta en el bello y dramático diseño lumínico de Leandra Rodríguez y en el inusual pero muy efectivo diseño sonoro de Ileana Liuni ejecutado mágicamente en vivo por los mismos actores.
Sucede que todo en Kartun es teatro, esa no es una novedad. Pero en Terrenal, cada detalle de su manifiesta confianza en los actores, en los recursos que ofrece el arte escénico cuando se lo amplifica y en los recodos de un texto magistralmente escrito, hacen que lo que sucede se vuelva poesía escénica, donde la certeza y el desconcierto de un pequeño infierno habitado por dos hermanos irreconciliables y un padre ausente, por mucho tiempo, se guarde en el corazón como el más maravilloso de los paraísos.