El recorrido de la ruta 40 por tierras patagónicas es uno de esos viajes trascendentes, no solo por la pródiga geografía que las conforma sino por la comprobación de que esa desmesura de lugares, gente, mitos, nunca es exagerada sino más bien conmovedora e inusitadamente profunda. El viajero queda marcado para siempre después de andarla, de captar su esencia en el movimiento, de que su esplendor le rompa la cabeza y la empatía se sienta en términos de confidencia. Después, si surge la necesidad de contarlo, en el formato de diario de viaje, de descripción de una voluntad peregrina, de apasionamiento, ese viaje encarnará en aquello que penetra la existencia y se descubre como una arqueología cristalina de regiones casi asombrosas –lengua regional incluida–, algo así como mostrar ese andar voluptuoso por los confines de un territorio que sin embargo nunca acaba porque siempre surge un nuevo recodo a la vuelta del camino.
En La Ruta 40 en la Patagonia, se respira este aire, ese motor siempre encendido que no es precisamente el de Crisálida, la nave-combi que Juan José Bereciartua usó para estos tránsitos, sino el de su búsqueda, el de su intuición para hacer de ese nomadismo una experiencia de observación de la naturaleza irredenta con la que se topa y encontrar en las conversaciones que cruza la multiplicación de los enigmas de la naturaleza humana, allí siempre distintos y nada convencionales.
“Antes del primer viaje en 2005 ya tenía un panorama de lo que quería conocer, ya tenía la 40 en la cabeza. Había leído bastante literatura sobre viajeros que habían recorrido la Patagonia, desde (Fernando de) Magallanes y su cronista Antonio Pigafetta, que ya habla de la Patagonia, hasta los viajeros que vienen después, en los siglos XVIII y XIX, ingleses y franceses sobre todo; y en 1995 hice un primer viaje a Calafate y Ushuaia y ahí quedé enamorado de todo lo que era el sur y pensé que tenía que recorrerlo por otras rutas que conectan con la 40 hasta Cabo Vírgenes, en nuestro confín continental, todo eso es parte de la mística de la 40”, cuenta este viajero rosarino contemporáneo.
Un cuerpo de ruta que cambia constantemente
Para quienes la escritura puede resultar una prolongación de un viaje físico, tal vez en un intento de fijarla y volver sobre ella en un ejercicio de ampliación para traer siempre algo más, un libro que contenga esa experiencia puede resultar justamente otro viaje. “Durante el viaje de 2005 escribí un diario a mano, llené cuatro cuadernos con lo que veía y lo que se me cruzaba por la cabeza; cuando encontraba gente y hablaba también llevaba apuntes de esas charlas; a la vuelta todo eso lo volqué en bruto con la idea de escribir el libro y así hice una primera versión, fui corrigiendo y a medida que fui haciendo otros viajes agregué cosas; en la «Cueva de las manos» (pinturas rupestres en el cañón del río Pinturas, al noroeste de la provincia de Santa Cruz) ahora hay unas estructuras importantísimas que antes no estaban, el cuerpo de la ruta cambia constantemente”, cuenta Bereciartua.
Planteado como dos viajes –fueron más según contó el autor–, uno en solitario y otro con su mujer, Andrea Lípari, autora de las potentes fotos integradas a los textos que captan certeramente la consistencia de esa inmensidad, el libro asume su condición andariega recalando –en el cabal sentido de penetrar poco a poco– en cada una de las postas de ese viaje para cotejar, no ya lo inacabable de ese territorio, sino su aura, conformada en el correr de los siglos y en el paso inexorable del tiempo, donde todavía “hablan” los espectros de indígenas exterminados, de peones criollos maltratados y explotados, de refugiados y exiliados de todo el mundo y eso, seguramente, se atenaza en la memoria. “La memoria jugó mucho porque los recuerdos te traen emociones que tenías olvidadas, o resaltan algunas cosas que la gente te dice y que cuando escribís lo ves como notable, porque ahí descubrís la importancia que tiene, la memoria juega un rol importante”, dice Bereciartua.
Y esa gente es quien da voz humana a esos paisajes a la vera de la 40, y el viajero, si es dado a la comunicación, sabe que de ese intercambio de pareceres e ideas surge un rico bagaje de historias, conocimientos y hasta de sabiduría ancestral, la magia humana, que le dicen. ¿Qué representan entonces esos hombres y mujeres en un viaje de estas características?
“La mayoría de la localidades son pueblos pequeños, parajes, incluso al querer volver turística la ruta, varias partes quedaron afuera, toda la parte de Bariloche, San Martín de los Andes, antes no estaban en la 40, llegabas hasta el río Limay y cruzabas con una balsa a la maroma (con una cuerda arriba que la sujeta) e ibas por un camino de ripio que tocaba pueblos pequeños y recién salías en Esquel. Toda la gente que encontré era muy amable y aunque hable poco cuenta mucho, como la gente del interior, acostumbrada al sacrificio, sobre todo en el norte de Neuquén, en Chubut, están con el tema de la veranada (traslado de hacienda en verano e invierno a zonas favorables); es gente que tiene otro ritmo de vida y vivencias intensas; en Chos Malal, que tiene 35 mil habitantes, todavía existe el fiado en los negocios, incluso en un supermercado había un cartel que decía “fiado” en grandes letras y lo anotaban en un cuaderno como se hacía antes, eso denota un espíritu diferente, la gente de algún modo es también el lugar”, confía Bereciartua.
Geografía brutal y fisonomías humanas
Cuando a la construcción literaria del relato Bereciartua suma su mirada de tintes sociológicos e históricos, cribada por recuerdos antiguos de los lugareños, por las modificaciones en el paisaje causada por la mano del hombre, por lo que tiene de acierto y también por la interrupción del flujo natural que se imprime sobre él, el autor está escribiendo sobre aquello que se referencia perfectamente en la llamada crónica de viajes y que tan bien plasmaron tipos como los ingleses Bruce Chatwin o W.H. Hudson, entre otros, en distintas épocas. Geografía brutal –trayectos agrestes, glaciares formidables, parajes arrumbados, el vuelo inescrutable de un cóndor– y fisonomías humanas –obreros rurales, vecinos y hasta gendarmes ensimismados en su soledad– son diseccionados en párrafos donde el autor es siempre –aunque siga viaje– protagonista, así esté siguiendo el vuelo de un pájaro, admirando un árbol nativo, leyendo un «No a la mina» en Esquel o escuchando hablar a un peón.
“Delia, que vende sus artes ancestrales a la vera de La 40, unos kilómetros más delante de la cuesta, nos ofrece datos que estremecen. Sentada sobre un hueso de cabeza de vaca, con pollera amplia, chaleco de aguayo gastado y pañuelo recogiéndole el pelo blanco y abundante, parece que el corazón se le achicara cuando saca de adentro sus recuerdos”, cuenta el autor al describir un frustrado proyecto social y económico en Malargüe (Mendoza) llamado Ramal del Oro Negro, que esa mujer va a narrarle desde sus recuerdos.
Ya en el prólogo del libro, el escritor y periodista Osvaldo Aguirre precisa este protagonismo: “…Bereciartua…no está de paso, aunque se mantenga en movimiento, porque también se queda en el lugar, pertenece a la ruta 40, participa en el mundo afectivo y vital de sus habitantes, desde la movilización popular contra la instalación de una mina en Esquel hasta el dolor por los obreros muertos en una mina de Río Turbio”.
En la captura de su experiencia, Bereciartua va rescatando y recortando todo lo que vio y vivió. Sobre ese proceso, señala: “Creo que el que dice que escribe para sí mismo, miente, siempre se piensa qué es lo interesante para el que va a leer; uno piensa en todo lo que le pasó y va eligiendo lo que resultaría más atractivo, lo que me gustó a mí y lo que le sirva a alguien que no sabe nada de la Patagonia ni de la ruta 40, lo que quedó afuera es lo que no tenía relevancia, ni paisajística ni sociológica. Hasta incluso excediendo el libro, en mi página de Facebook, esbozo una teoría sobre la raíz mítica de la Patagonia, a qué se debe ese mito, cosas que fui recopilando, que tengo en la memoria, algunas las fui mechando en el libro, menciono cosas de escritores como Cortázar, músicas distintas o estrofas de (Atahualpa) Yupanqui, que amenizan el libro, algo que hacía Chatwin también”.
La mística patagónica
Así, con una curiosidad casi insomne –sin GPS, vale decir–, Bereciartua parte del kilómetro 0 de la 40, en Mendoza, hasta su fin en Punta Loyola, Santa Cruz, y con un prosa muy bien sostenida consigue que esos apuntes, tomados a modo de diario, se conviertan en una narración fabulosa, y a veces trepidante, de ese itinerario por la “gloriosa” 40 –esa ruta que todo viajero ávido desea transitar alguna vez–, donde la abundancia visual y la cantidad de colores –rojo, ocre, verdes azulados– le dan un sentido absoluto al paisaje.
En las insondables derivaciones con que la imaginación acompaña ese itinerario adquieren un primer plano esas conversaciones a veces escuetas y otras escanciadas en mates y saberes confrontados, en las que se develan pantallazos del gran misterio que todavía resulta la Patagonia y ese vaso comunicante que serpentea la cordillera conocido como Ruta 40. “Todo guarda un misterio”, dice el autor, “porque la ruta 40 en general circula por la precordillera, entonces hay que internarse hacia la cordillera y allí hay caminos infinitos, y por ahí alguien te menciona un lugar que no conocés; me acuerdo que nombraron el Lago Azul, del que nunca había escuchado hablar y para llegar tenés que hacer más de 100 kilómetros de ripio, o sea, cuando uno para en algún lugar y pregunta qué hay allí aparecen otros sitios, por eso conserva esa mística la Patagonia, un lugar que es mil lugares a la vez”.
La perspectiva de este aventurero le permitió encontrar hechos incidentalmente fuertes en cada uno de los pasajes descriptos; aun en los más inhóspitos espacios halló un refugio para emprender vivencias que, por efecto del paisaje, se descubren en su conciencia, tensión y sinceridad, y terminan evidenciando el verdadero espíritu del autor para reencontrarse con sus propios deseos. Un viaje luminoso y revelador. Que para eso sirve todo viaje que se precie, algo que otro incansable viajero, Witold Gombrowicz, describió alguna vez como encontrarse en el “estado de ánimo” ideal. O Chatwin, quien fue aún más tajante al asegurar que si no se escribía después del viaje, qué sentido tendría haberlo hecho.
Juan José Bereciatura nació en Ordoñez, Córdoba, y vive en Pueblo Esther, Santa Fe. Tiene publicadas las novelas Ay Derechos (2002), con la que consiguió una mención en el concurso de narrativa Alcides Greca, y La virgen de San Martín (2012). En 2015 coescribió una biografía de Rubén Naranjo para el libro Territorio de Resistencia. La Ruta 40 en la Patagonia fue publicado por Tierrapapel ediciones para su colección Nómades y las fotografías y diseño pertenecen a Andrea Lípari.