Santiago Beretta / Especial para El Ciudadano
“Me fui del barrio donde vivía porque todos eran muy metidos, muy chismosos, y no puedo soportar la mentira y la falsedad, me duele mucho. Acá en el centro eso no pasa – me dijo Martha cuando la conocí, años atrás, en la plaza Sarmiento. Andaba por ahí haciendo una nota y al verla dándole de comer a las palomas me acerqué a hablar–. El otro día conocí un chico que cantaba en el coro municipal. Nos pasamos dos horas escuchando su música con auriculares. Hace poco también me puse a charlar con una mujer, un buen rato estuvimos. Antes de irse compró unas estampitas y me las dejó de recuerdo, dijo que por la charla. Me largue a llorar y lo hago cada vez que lo cuento”. Martha tenía sesenta años y tras la muerte de su marido se mudó al centro. Llevaba una larga pollera violeta y un pulóver negro. Sus prendas estaban limpias y gastadas. Usaba colonia barata en gran cantidad y una pequeña boina verde cubría parte de su caballera, ya canosa.
“Vengo seguido porque vivo cerca. Lástima que sacaron la cafetería, ahí eran todos chicos muy amorosos, siempre charlábamos mucho”, me dijo refiriéndose al bar que usaban los choferes de los colectivos interurbanos al terminar el recorrido, cuando la plaza aún era punta de línea. Era un bar de café, gaseosas y minutas, ubicado al borde de los andenes. Tenía las mesas y sillas a la intemperie. El entusiasmo que Martha tenía por el corazón de la jungla de cemento contrastaba con la visión amarga que yo tenía del lugar. Dos recuerdos venían a mi mente y me llenaban de amargura. Desde la ventana de un bar, en la ruidosa esquina de Mitre y Mendoza, había visto a una pareja anciana sentada en un diminuto balcón, viendo caer la tarde del viernes casi con terror, como si los hubieran depositado ahí a la fuerza.
Zoológico cruel
En el kiosco de San Lorenzo y San Martín había seguido con detenimiento como una señora ya grande compraba marcas de cigarrillos que el 98 % de la ciudad no sabe que existe; hablaba de ellas con maestría y preocupación, debatía en voz alta qué llevaría y qué dejaría, realizaba interminables consideraciones al kiosquero y formulaba preguntas que ella misma se encargaba de responder. En un barrio –pensaba–, los viejitos sacan una silla a la vereda y son felices. Un balcón es una jaula en este zoológico cruel. En un barrio –continuaba mi soliloquio– la señora de los cigarrillos tendría al menos ese afecto caritativo y hasta burlón que hay hacia los chiflados. En definitiva lo que la señora necesita es hablar. Amaba el centro para pasear e investigar, sabía de sus mil misterios, escondites y personajes. Nombro algunos: el viejo fanático de la segunda guerra mundial que había montado una especie de oficina en el subsuelo de una galería de calle San Martín para recibir a quien quiera hablar del tema; la señora que todas las tardes se sentaba en el bar de Sarmiento y Mendoza, sin jamás hablar con nadie, y a quien habían bautizado “la mujer de la lágrima” porque siempre que llegaba se pedía una lágrima; el óptico de calle Mitre y Tres de Febrero que moría de tristeza todos los días al decir, sin poder ni querer evitarlo: “Esta ciudad no es mi ciudad, dónde estará la ciudad que conocí”. Amaba el centro porque iba a ahí a mirar la vida, a investigar el mundo. Amaba el centro porque tenía donde volver.
Desde adentro
Cuando la vida me depositó en un mono ambiente en San Lorenzo y San Martín conocí el mambo del centro desde adentro. No me gustó nada. Mi piso era el tercero, mi ventana daba a la calle. El ritmo del tránsito me hacía sentir que el día empezaba demasiado temprano y terminaba demasiado tarde. La falta de silencio me empezó a enloquecer y los fines de semana no eran mejores. Volver a mi guarida por calles que no tienen ni un árbol, ya de madrugada, asqueado del alcohol, es un recuerdo que aún me repugna. Las filas de bloques de cemento son fantasmas sin alma para los prójimos desesperados. Los domingos la fauna del centro se daba a conocer y yo la descubría con cariño y atención. Era fácil de observar ya que la vida comercial casi no existía.
Mística y sentido
Al igual que Martha, muchas viejitas y viejitos –pero sobre todo viejitas– salían a pasear, moviéndose por calles que eran suyas. Se ponían su mejor ropa para ir a comer ya que el almuerzo del domingo era la actividad más importante de la semana. Yo las veía coquetas, peinadas y perfumadas, embellecidas en atuendos que fueron moda en otros tiempos y que en ellas tenía una mística y un sentido. Estas señoras no tenían muchos lugares donde ir. “Incluso en verano –me comentaba Martha– los domingos te cierran todo. Si quiero pasear o tomar algo me tengo que llegar hasta Pellegrini. Antes por lo menos estaba el bar de la plaza Montenegro”.
Canto rodado
Varias veces a la semana iba al Paraná, un tranquilo bodegón ubicado en la esquina de Rioja y Laprida, y allí las encontraba. José, el dueño, sabía tratar a la gente mayor con una naturalidad impecable. “En la zona hay muchos viejos –decía– porque acá tienen todo cerca. Algunos andan acompañados y otros andan solos, se las arreglan como pueden. En el centro hay varios asilos y había bares que ya no quedan donde iban los que vivían en los asilos por la tarde. Uno de ellos el de Sarmiento y Mendoza, hoy transformado en esa patraña que denominan bar cultural. En aquel entonces se llamaba “Canto Rodado”, es decir “Rolling Stone”, sin destino. Todas las tarde sus mesas alojaban una asilada que pedía dos coca colas y solo abría “la que estaba más oscura”.
Un infierno más
Bety, una de las vecinas del edificio donde vivía, una mañana se extravió y la encontró la policía. La vieron llorando, dando vueltas en zigzag en la ochava de Sarmiento y Urquiza. Pidió llamar a la administración del edificio porque era el único teléfono que se acordaba. La vieja realmente no tenía con quién hablar. Si le hubiera pasado a mi abuela –seguía mi soliloquio– los mismos vecinos la podrían haber acompañado hasta su casa. Por supuesto, la vida no es fácil. Te podés sentir perdido en tu propio barrio o extraño hasta en tu casa, más allá de la edad. El centro es un infierno más entre tantos otros que hay en la ciudad Una noche, mientras volvía a mi casa mirando las palomas dormir en los recovecos de los balcones de la plaza Montenegro, advertí que a Martha no la había cruzado más. Era lo mismo que me ocurrió con la vecina extraviada y que cada dos por tres me ocurría con las caras del Paraná: de golpe me daba cuenta que algunas no estaban y, presintiendo lo peor, no las volvía a ver.