Por Fernando Varea / Especial para El Ciudadano.
Exhibida como película invitada y en dos funciones dentro de la grilla del Festival Latinoamericano de Video que hoy entregará los premios de los segmentos competitivos, pudo verse Tierra de los padres, el nuevo film de Nicolás Prividera, que ya había llamado la atención de público y crítica con M, su ópera prima. Con una estructura donde distintas personas leen en voz alta, en el ámbito del Cementerio dela Recoleta, textos dichos o escritos a lo largo de la historia argentina que van desde Sarmiento a Rosas; desde Ascasubi a Roca, o desde Rodolfo Walsh a jerarcas de la última dictadura, Tierra de los padres se vuelve valioso por lograr introducir al espectador en la trama de voces, sentimientos, ideas y sangrientas confrontaciones que forman parte del pasado argentino y que fueron definiendo el carácter dela Nación, valiéndose también de imágenes de triste, perturbadora belleza. A continuación, Prividera expone algunas de sus motivaciones para este film junto con la singular estructura estética y argumental que lo sitúa en un lugar de innovadora eficacia y seguramente de vastas polémicas.
—Tu película parece recuperar el valor de la revisión histórica en nuestro cine.
—Yo no la veo como revisionista, al menos no en el sentido preciso que tiene esa corriente historiográfica, si bien hace hincapié en cierta dialéctica, más histórica que nacionalista. En cuanto al cine en particular, discute tanto con la vieja tradición del ciclo folclórico, como con la tradición modernista de los años 60, parte del Nuevo Cine Argentino.
— Algunos textos suenan fuertemente proféticos, como si hubiera algo cíclico en la historia argentina. ¿Buscaste mostrar eso?
—Entre todos los textos, hay algunos que ciertamente pueden ser vistos como las cartas del porvenir de las que hablaba (Ricardo) Piglia en Respiración artificial, una de cuyas tesis retoma la película: la conexión entre la fracasada generación del 37 del siglo XIX, que no pudo ser la tercera posición entre unitarios y federales, y la del 70, del siglo pasado, que cayó en otra trampa dela Historia.
—En algunos casos, a un texto le sigue otro que sirve como una suerte de respuesta u oposición. Y a veces se relacionan hechos, como cuando reunís imágenes en un mausoleo dela Conquistadel Desierto con la lectura en voz alta dela Carta Abiertade Rodolfo Walsh ala Junta Militar.En tu película hay una voluntad de diálogo…
—La película es un diálogo desde su propia forma, que juega con el viejo género literario del diálogo de muertos. De hecho, algunas de esas polémicas se dieron en la realidad, como la de Sarmiento y Alberdi, que resume el debate intelectual argentino del siglo XIX. Otras son más metafóricas, pero no tanto: la misma dictadura estableció la relación al festejar en 1980 el “Centenario de la conquista del desierto”.
—Hay una subjetividad por la cual ese diálogo a veces se cierra con tus elecciones. Un historiador podría reprocharte que todas las expresiones de crueldad y discriminación no fueran puestas en contexto.
—Toda lectura, como todo montaje, implica un recorte. La película no pretende ser exhaustiva en su recorrido. Las citas tienen una forma y sentido benjaminiano: iluminan no los hechos “tal y como han sido, sino como destellan en un instante de peligro”. El contexto es el mismo cementerio, tan mudo comola Historia, y los lectores no están en el lugar del espectador, que tampoco es el neutral de los visitantes ocasionales. Lo que se interpela es la forma en cómo leemosla Historia, y cómo la recorremos a veces sin conciencia de lo que nos rodea y nos atraviesa.
—Hay cierta ambigüedad en algunos textos que elegiste, como la reflexión de (el almirante Emilio) Massera sobre la muerte.
—La ambigüedad siempre está presente, en la medida en que el sentido lo termina de construir el espectador. Lo que no significa que Tierra de los padres no construya su propio punto de vista, aunque no sea cerrado y excluyente. De hecho el texto de Massera muestra por el mismo contexto su perversidad al hablar desde un más allá del bien y del mal en el que “todos los muertos son de todos”, que es la antítesis de lo que plantea la película. Es uno de las últimos que se escuchan, pero el final de la película señala precisamente la distancia entre los muertos del cementerio y la historia oficial, y los que han sido condenados a no tener siquiera una sepultura. Esa violencia más allá de la muerte es lo que muestra que no podemos hablar de bandos sino del hombre frente al poder de la razón de Estado.
—Los empleados o guías que entran y salen de los nichos parecen recrear la existencia de fantasmas.
—Para mí los fantasmas son los lectores, condenados a repetir infinita y circularmente esos textos (como queda claro al final, cuando los diálogos de muertos se aúnan en un coro insoportable). Mientras que los trabajadores son los seres anónimos que construyen y sostienenla Historiasin figurar nunca, y tal vez sin saber a quién sirven. Pero esa es apenas mi propia interpretación, cada espectador puede hacer la suya.
—Tu propuesta corría el riesgo de caer en el registro de una visita guiada o una clase de Historia, de ser más teatro leído que cine. ¿Te lo planteaste?
—Claramente no quería que fuera algo teatral, sino una puesta en escena straubiana (en alusión al cineasta Jean-Marie Straub), tensionada a su vez por la vida cotidiana del cementerio. Para lograr esa doble distancia es que busqué hacer chocar dos géneros puros, como el cine de recitado –llamo así a aquellos films basados en lecturas, generalmente de un texto canónico– y el cine observacional, que supuestamente busca una objetividad imposible. El resultado es una síntesis posible, es decir, una película posible; remarco esto porque el principal problema a la hora de buscar financiamiento era que se nos negaba diciendo que no era una película. Y si bien yo entiendo las precauciones ante tanta instalación disfrazada de cine, lo que intentaba era precisamente mostrar la diferencia.
—¿Cómo elegiste a los lectores de los textos?
—La elección de los lectores pasó por varias fases. En principio, lo que más me llevó fue definir qué tipo de grupo iba a ser. En un primer momento pensé en que fuera homogéneo –todos niños, o mujeres, u hombres–, pero después entendí que lo mejor, para escapar a una alegoría demasiado fácil, era que fuera una comunidad tan heterogénea como la de los muertos a los que prestan su voz. Una vez que eso estuvo definido –casi en el momento de empezar a filmar–, la elección en particular derivó naturalmente en una cierta unidad por afinidad: se trata de personas nacidas en los 60 y 70, es decir, de mi propia generación. Pero más allá de incluir lectores anónimos, quise también incluir a algunos que han hecho de la lectura un ejercicio vital –interpretativo, pero no actoral– y que por tanto le dieran otra capa más a ese grupo, si bien la asignación de los textos fue más bien intuitiva, y en ningún caso ensayada.