¿Qué figuras femeninas componen la historia del arte argentino de principios del siglo veinte? Solo un puñado de mujeres suelen identificarse como parte del ambiente artístico de esa época: Raquel Forner, Norah Borges, Lola Mora. Artistas que se convirtieron en exponentes consagradas, privilegiadas en un universo gobernado casi íntegramente por hombres.
Más allá de esos nombres, ¿qué figuras femeninas componían el arte argentino de principios del siglo veinte? Eso se preguntó la investigadora del Conicet Georgina Gluzman doce años atrás, cuando comenzó su carrera científica y el feminismo no estaba todavía sólidamente instalado en la agenda de la historia del arte local. Pasó años revisando legajos de museos, rastreando nombres, estudiando colecciones privadas y entrevistando a familias de artistas, hasta que obtuvo una respuesta reveladora: hubo muchas otras artistas con talento y calidad en la historia del arte argentino, que fueron invisibilizadas. A través de su trabajo de campo, Gluzman rescató más de ochenta obras de cuarenta y cuatro mujeres pioneras del arte argentino que expone en la muestra El canon accidental. Mujeres artistas en Argentina (1890-1950), inaugurada el 23 de marzo.
Un universo conservador que resguarda el “patrimonio”
“Como investigadora siempre me dediqué a las mujeres en relación con la historia del arte”, se presenta Gluzman. “Cuando terminé mi carrera en Historia del Arte me di cuenta que quería dedicarme a romper el statu quo de esta disciplina que tanto amo, pero que siempre se contó en masculino. Comencé a cuestionarla gracias a mis maestras feministas, como la investigadora Laura Malosetti Costa. Me interesaba discutir los relatos canónicos. Solo una vez escribí un artículo sobre un artista varón: Alfredo Guido”, continúa la investigadora, cuyo lugar de trabajo es el Centro de Investigaciones en Arte y Patrimonio (CIAP). “La historia del arte es un universo muy complejo: es una disciplina marcada por cuestiones excluyentes en términos sexo-genéricos, también en términos raciales, de clase. Es un universo conservador por excelencia, quizás la disciplina más conservadora, porque su objetivo es justamente resguardar el «patrimonio»”.
Carencia de datos en la participación de las mujeres artistas en las exposiciones
El punto de partida de sus investigaciones fue el período de entresiglos, un momento de ruptura para las mujeres que querían ser artistas. Por un lado, porque en esos años comenzaba el camino de la profesionalización y modernización dentro del mundo del arte; por el otro, porque comenzaron a celebrarse los primeros salones de arte: certámenes en los que se seleccionaba a los artistas más relevantes de la época para que mostraran su producción.
“Cuando empecé a investigar, me topé con una carencia absoluta de datos duros en torno a la participación de las mujeres artistas en los espacios de exhibición, como el Salón Nacional y las academias de arte. Entonces, empecé a buscar qué estrategias y nombres habían aparecido en los salones, desde 1890 hasta 1950, con el objetivo de armar una base de datos sistemática y tener números concretos. Eso me permitió descubrir muchos nombres de mujeres artistas”, apunta Gluzman. Una de las cuatro salas que componen la muestra está dedicada a cinco mujeres que formaron parte del Salón Nacional. Allí hay obras –paisajes, naturalezas muertas, figuras humanas– de artistas como Lía Correa Morales, Ana Weiss, Emilia Bertolé. Sus casos constituyen muestras de lo que fue la norma: ellas exhibieron de manera sostenida, recibieron buenas críticas y vendieron muchas de sus obras, pero ese relativo éxito no las posicionó como autoras consagradas.
Carrera de obstáculos
Una de las historias de mujeres artistas que más cautivó a Gluzman durante su pesquisa fue la de Josefa Aguirre, una escultora que, en 1890, emprendió una aventura sin precedentes: quiso vender una de sus obras –una escultura monumental de Colón– a la Municipalidad de Buenos Aires. Iba a ser emplazada en el espacio público de la ciudad con la excusa del cuarto centenario de la llegada de los conquistadores, pero le llevó veinte años completar la transacción.
En el medio, se reunieron infinidad de comisiones –integradas siempre por hombres– para discutir la pertinencia o no de comprar dicha obra.
“Cuando revisé los diarios de la época, encontré que cada algunos años se nombraba a una comisión para ver si el modelo era de calidad. Fue una bicicleteada infernal: pasaron unos veinte años reuniéndose y discutiendo la calidad de su obra hasta que la compraron”, señala Gulzman. “La artista, en el medio, se convirtió en una especie de heroína feminista, por su capacidad de negociación y por resistencia. Ella provenía de una familia acaudalada y estaba vinculada a la Sociedad de Beneficencia, entonces también tenía una dimensión de mujer virtuosa. Josefa Aguirre fue parte de un movimiento más amplio de mujeres que empezaron a pensarse a sí mimas como artistas en el sentido moderno: a exponer obra y querer venderla. Y un detalle no menor es que no era madre”.
Ese detalle no menor, la elección de no tener hijos, fue una de las constantes de la primera generación de artistas argentinas relevadas por Gluzman. “Elegir no tener familia en esa época era una manera de evadirse de ciertos condicionamientos a su trabajo”, advierte la investigadora. “Todas las mujeres que componen estas obras cayeron en una serie de «carrera de obstáculos». Algunas constituyen familias tradicionales: se casan y tienen hijos, pero mantienen su carrera. Otras hacen un momento de parate en la pintura porque se tienen que hacer cargo de las tareas de cuidado en la familia. Esas responsabilidades caían naturalmente sobre las mujeres y siguen recayendo, de hecho, en la actualidad. Después hay construcciones discursivas dentro de la historia del arte que son también obstáculos, pero de otro tipo: la noción de genio, que impide que las mujeres se conciban a sí mismas como grandes artistas, y también la proliferación de leyendas artísticas, como Lola Mora, Raquel Forner o Norah Borges, que fueron artistas que terminaron por eclipsar a todas las mujeres artistas activas contemporáneas a ellas”.
Cuadros de mujeres con recibos de venta firmados por el marido
Otro hallazgo de la investigación de Gluzman, que ahora puede conocerse a través de la muestra, es el caso de la artista Eugenia Belin Sarmiento. “Ella fue nieta de Domingo Faustino Sarmiento. Llegamos a dar con las cartas que él le escribía, en las que le recomendaba que no bajara el precio de sus obras”, cuenta la investigadora, que también encontró “cuadros de mujeres cuyo recibo de venta estaba firmado por sus maridos, u obras que fueron arrojadas al tacho de basura, que fueron encontradas en volquetes y ahora vemos exhibidas aquí, como en el caso de la obra de Eugenia Belin Sarmiento recuperada por Fabiana Barreda de la basura”.
La muestra del Museo Nacional de Bellas Artes pone de manifiesto multiplicidad de géneros pictóricos en los que se desarrollaron las mujeres invisibilizadas de la historia del arte: hay cuadros de pintura animalista, costumbrista, desnudos, retratos, obras históricas, autorretratos. También grabados, fotografías y esculturas de artistas que, en algunos casos, son exhibidas por primera vez en la historia.
Las últimas obras que completan la muestra datan de 1950. “La segunda década del siglo veinte en términos históricos les trajo a las mujeres una gran cantidad de desafíos nuevos, vinculados a los derechos políticos, y comenzó a haber un mayor reconocimiento a las mujeres artistas que trabajaron desde ese momento. Por eso, en esta muestra, la idea es echar luz sobre ese otro momento: el de los inicios del siglo XX”, concluye Gluzman.
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