LOS CIELOS DE LA DIABLA
Texto y actuación: Vilma Echeverría
Matriz dramática: «Tapera», de Pilar Sequeira, Danisa Vidosevich y Vilma Echeverría
Tutoria en dirección y dramaturgia: Gustavo Guirado
Asistencia en dirección y producción: Elena Guillén
Escenografía: Florencia DegliUomini, Ivana Molina
Iluminaciones: Florencia DegliUomini, Hector Aguilera y Manuel Aguilera Baglieto, Natalia Comino
Vestuario: Ivana Molina
Objetos: Fernando Martin (Fernando Delresto)
Composición musical: Vanesa Baccelliere
Fotografía: Gustavo Frittegotto, Proyecto Intemperie
Sala: La Manzana, San Juan 1950, sábado 23 a las 21.30, en el marco de la Cuarta Semana del Teatro Independiente
Una mujer que como un rayo rojo evoca entre el candor, la inocencia y una especie de deseo trunco un tiempo que pasó. No importa demasiado cuánto de verdad y cuánto de ficción hay en su relato, porque la mentira puede ser alivio y salvación. Sola, a veces desesperada y a veces enredada en su propio laberinto de alambres y broches cuelga los días y también las horas al mismo tiempo que las hojas se caen de un viejo almanaque.
Espacio, cuerpo, palabras y tiempo son la materia constitutiva de Los cielos de la diabla, propuesta teatral que la tiene como protagonista excluyente a la enorme Vilma Echeverría con la tutoría de Gustavo Guirado y asistencia de Elena Guillén, un material que aparece entre lo más destacado de la producción teatral rosarina del presente año, y que luego de una temporada ofrecerá una única e imperdible función este sábado en La Manzana, en el marco de la Cuarta Semana del Teatro Independiente de Rosario.
Surgido a partir de Tapera, monólogos del propio allá, proyecto ganador de un subsidio del Fondo Nacional de las Artes, que integran los relatos “El Rastrojo”, “La Ascención” y “La Diabla”, Los cielos de la diabla es un material que de lo biográfico dispara a un confín donde la teatralidad se apodera de todo, y donde cada signo, cada movimiento, cada parlamento son parte de una sinergia de detalles que la actriz pone a girar en una singular fusión entre intuición y conmoción, jugando en el fino borde de un humor que, al mismo tiempo, es drama y es tragedia, en tiempos de empoderamientos femeninos.
Una mujer hecha de una tela desconocida, que asegura que tener a dios o al diablo adentro no es para cualquiera, está detenida en los límites de un pueblo del interior de provincia. Desde allí evoca la ciudad en la que nació mientras espera que la vengan a entrevistar, dado su pasado como “la elegida”, entre el 70 y el 74, para el lavado y secado de las camisetas de la primera división mayor del Club Atlético Independiente de Avellaneda.
En esa espera, algo tan propio del teatro, ella cuenta sus días de fenómena, recupera dones y adivinaciones y habla de la vida, de la suya que es casi la misma que la de tantas mujeres de voces familiares, cercanas, escuchadas, solas, abandonadas, despojadas, violadas, golpeadas, desoladas, desoídas, arrasadas, y a pesar de todo, de pie.
En ella conviven todas las mujeres solas, las mujeres de otros tiempos, las madres, las tías y las abuelas de delantales húmedos hablando y gritando un cocoliche. Sucede que en Vilma Echeverría hay algo de las mujeres del Neorrealismo italiano traspolado a la pampa húmeda con esa capacidad de una memoria latiendo en la que la formación de Independiente campeón y un viejo afiche de la revista El Gráfico pegado en el pasillo de su casa de la infancia en su Arequito natal se vuelven un signo y un disparador insoslayable: porque además el material confirma fehacientemente que la Patria es la infancia.
Pero también habitan en ella la nostalgia de un tiempo que pasó, el arrebato y la tristeza de una tierra de patio yerma más allá de esa lluvia esperada, la creencia mágica de una tierra agotada que la devora en un devenir que es propio del realismo mágico latinoamericano, algo que la actriz maneja con inusitado talento.
El personaje, Amanda, habla del amor como una instancia azarosa que sólo sirve para hacer pasar el tiempo, y en esa rara mezcla de “bruja, virgen y actriz” el deseo de su rojo furioso la vuelve Carmen, una Carmen de la llanura que atropella sus días entre las palabras que no dijo y el horror que le tocó atravesar, algo que muestra pero no puede poner en palabras, hasta que se agota entre lo que está por venir que es más o menos igual a esos otros días ya vividos.
Más allá de la descollante y conocida presencia escénica de Vilma Echeverría, una actriz que en cada personaje pareciera recuperar lo mejor y lo más atinado de otros que alguna vez fue para armar algo nuevo y desconocido, una circunstancia que la coloca en un lugar de privilegio en la escena local dada su intensidad, entrega y su latente deseo de abismarse, el material se sustenta, también, en una bella y poética forma de apropiarse del espacio en la multiplicidad del Teatro de La Manzana, abriendo, también desde lo formal, y a partir de una bella instalación plástica que dialoga con la arquitectura de la sala, una instancia en la que el personaje, con la excusa de esa supuesta entrevista que están por hacerle, trama un recorrido que va de lo público a lo privado. Y también, de lo correcto o aceptable a lo aberrante. Tanto es así, que en ese camino o viaje, la actriz deja en claro que el teatro puede ser una salvación, una manera de exorcizar el horror de lo vivido.
Los cielos de la diabla es un material que late en el confín de un paisaje donde conviven “Il cuore e uno zíngaro” de Nicola Di Bari y la gloria de Independiente en los años de José Omar Pastoriza, “el mejor pique corto”, con la historia de una mujer que algunas vez lavó a mano las camisetas del Rojo. Ella, sola, espera su tiempo mientras el mundo gira como gira un secarropas, su aliado vital.
Más que nunca en su recorrido como actriz, Echeverría se anima a un humor asociado a la nostalgia y trabaja un personaje abierto, permeable, impredecible, aún más riesgoso que todos los que hizo, donde ella aparece revelada, desnuda, por momentos en carne viva y con las manos ajadas de tanto fregar, en el contexto de un monólogo dramático y poético que se vuelve cercano, de patios, de veredas y de cocinas de mujeres de glorias pequeñas y pasajeras.
De este modo, Vilma se entrega a Amanda, “la que debe ser amada” la que es “digna de amor”, en un acto teatral imperdible. Ella, como tantas otras mujeres atrapadas en un dolor oculto e inconfesable, dice lo que nunca dijo, y entonces todas las mentiras se vuelven verdad.