Autora: Marcela Alejandra Arce
Fotos: Florencia Navarro*
El sol cae implacable durante la siesta santiagueña. Quebrachos colorados, quebrachos blancos, mistoles, itines, cardones, arbustos y otras especies del monte suministran una sombra a medias. La arena y el salitre de los suelos se extienden por todos lados. Lagartijas de distintos colores, sierras morenas, tordos, catas, loros, calas y gorriones miran desde sus rincones, se asoman, se dejan ver, permiten que su belleza natural sea admirada. Huellas de tortugas y conejos indican que andan por ahí. Las madrigueras de las vizcachas se esconden en la profundidad del monte. Los “leones” locales -que no son los melenudos africanos, sino un tipo de puma- no se dejan ver, pero los restos de animales muertos y huellas compatibles con sus ataques indican que están al acecho de nuevas presas.
A medida que pasan las horas el paisaje, que se dibuja en el tono de los grises y marrones, se torna de un verde profundo porque los rayos del sol ya no caen sobre ellos. Mientras el día se apaga, en el horizonte comienza a mostrarse una luna llena inmensa que se convierte en un farol gigante que alumbra el monte. La noche estrellada se vuelve sinónimo de paz.
Sin embargo, no todas las noches ni los días son así. Hubo meses enteros donde los animales morían de sed, donde los cardones se achicharraban ante la falta de agua, donde la sequía hizo estragos en el monte. Sequías más frecuentes y prolongadas, una de las caras de la crisis climática global, así se sienten en el monte santiagueño, ya que Santiago del Estero es una de las provincias argentinas más afectadas, en las últimas décadas, por la deforestación y el corrimiento de la frontera agropecuaria. Esto significa mayor vulnerabilidad para las comunidades rurales y de pueblos originarios.
“Nos estamos jugando la persistencia de la humanidad y no es menor el impacto que tiene la deforestación sobre la casa común. A ese impacto ya lo padecen las comunidades que viven en esos bosques”, dice María Magdalena Abt Giubergia, doctora en Ciencias Forestales y docente de la primera facultad de Ciencias Forestales del país en la Universidad Nacional de Santiago del Estero.
La falta de agua la llevan en el nombre
Yaku Muchuna significa en quichua “agua escasa”. Es el nombre que recibe esta comunidad, ubicada en el paraje de San Felipe del departamento de Figueroa, donde está uno de los últimos bosques nativos de la provincia. No es fácil llegar hasta allí. Desde la capital provincial, hay que transitar más de 100 kilómetros de pavimento por la ruta 5, luego otros 20 más de ripio por la ruta 2 y los últimos 6 -de tierra- por la ruta 100. Son caminos intrincados, arenosos, que se bifurcan como laberintos en el monte.
Aunque es una comunidad antiquísima, cuenta con luz eléctrica desde 2018. Es una de las 27 comunidades del pueblo tonokoté reconocidas en Santiago del Estero por el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI), pero el proceso de autopercibimiento como integrantes de una comunidad originaria no fue fácil. Hubo que comprobar el carácter ancestral de la ocupación del territorio y eso requirió de varias investigaciones por parte del estado provincial y del INAI que derivaron en el autoreconocimiento de las primeras 14 familias de la comunidad. Luego se sumaron otras 10.
En Yaku Muchuna tienen una escuela primaria, con personal único, y una pequeña capilla. La conexión a internet se da sólo por zonas y en determinados momentos del día. Es difícil comunicarse. Bicicletas y motos son el medio de movilidad habitual.
La comunidad está compuesta por 24 familias, que se dedican principalmente a la cría de animales para uso doméstico, en un territorio de 8.431 hectáreas relevadas por el INAI, aunque se espera que el próximo relevamiento incluya más de 5.000 hectáreas que están en disputa.
La referente principal de la comunidad, la kamachej, es una mujer de 43 años. Es la jefa guía del pueblo Yaku Muchuna, perteneciente al Consejo Llajtaymanta del Pueblo Tonokoté que nuclea a las comunidades indígenas de los departamentos San Martín, Avellaneda, Figueroa, Capital y Banda. Su nombre es Angélica Serrano.
Sueños truncos
Desde su lugar, sentada bajo el techo de su hogar, una vivienda social que recibió de las autoridades del gobierno provincial en 2018, Angélica va desgranando su historia, que se entrelaza con la historia de su tierra, de su comunidad, aquella que tiene como protagonista a un pueblo originario olvidado e invisibilizado. Su voz no se detiene. Tiene mucho para contar.
Angélica creció en este bosque al que en Santiago del Estero llaman monte. Su abuelo era un hachero, su abuela se dedicó de lleno a su rancho, a sus hijos, a sus nietos, a la cría de animales y a hacer todo lo necesario para sobrevivir en ese territorio que, décadas atrás, era demasiado hostil.
Ninguno sabía leer ni escribir. Por eso, a pesar de sus carencias y sus limitaciones, se esforzó y llegó a convertirse en la abanderada de su escuela. Soñaba con “ser alguien”. Pero esos sueños se truncaron cuando estaba a punto de terminar la primaria.
Tenía 13 años cuando una tía regresó de Buenos Aires y le dijo que una familia la necesitaba allí como niñera de sus hijos. De un día para el otro, sin poder decir nada, se fue de su tierra con la promesa de enviar dinero a sus abuelos. Era el “destino” que tenían marcado casi todas las jóvenes campesinas allí y tenía que cumplir con ese mandato.
Angélica recuerda que enfermó, pues además de ser niñera tuvo que ocuparse de todos los quehaceres de una enorme casa. Era una presión excesiva para una niña sola en la inmensa y desconocida Buenos Aires.
Así regresó a San Felipe tres años después. Aunque intentó terminar la primaria, tuvo que emigrar de nuevo porque llegó una carta de la misma tía diciendo que le había encontrado un nuevo trabajo como niñera, esta vez, en el conurbano bonaerense.
Lucha por la tierra
Volvió dos años después, en 1996, pero ya era muy grande para volver a estudiar. Tenía 18 años. Esta vez, su regreso fue definitivo. Encontró su lugar en la iglesia católica y comenzó a participar de todas las actividades que proponía la Diócesis de Añatuya. Se convirtió en catequista de un grupo joven parroquial llamado “Infancia Misionera”, animadora y hasta rezadora.
En el camino conoció el amor y formó su familia con Héctor Eduardo Mansilla, con quien tuvo a sus tres hijos: Gabriel, Lucía y Rocío.
Cuando el sacerdote italiano Sergio Marinelli llevó la iniciativa de una radio parroquial, la primera antena se colocó en su viejo rancho. Ella entonces se capacitó en el área de comunicación a través de cursos de la misma iglesia y talleres comunitarios, donde comprendió que podía transformar su voz en una herramienta que le serviría a su pueblo. Hoy, su hija Lucía, ya recibida de profesora de Psicología, sigue sus pasos en una radio de la localidad de Bandera Bajada.
Así, aprendió a no bajar los brazos y, sin darse cuenta, un día se descubrió liderando su comunidad contra quienes pretendían desmontar su tierra: empresarios que buscan apoderarse de las propiedades y que ignoran los derechos posesorios de las comunidades, mediante escrituras apócrifas o títulos de propiedad adulterados.
También tuvo que aprender a pelear por sus derechos, a entender que la posesión ancestral de sus territorios no podía ser avasallada por los terratenientes que aparecían con sus topadoras a destruir el monte. Generalmente, la intención de estos empresarios es adquirir grandes latifundios, desmontarlos y luego convertirlos en plantaciones de soja. Ejemplos de ello están plasmados en decenas de denuncias en los tribunales santiagueños.
La sequía
Angélica cuenta que en la comunidad están acostumbrados a vivir tres meses de sequía por año, pero que en 2021 fueron más de seis. “Las represas que nos abastecían, se secaron”, dice.
“Solo una tenía algo de agua en el medio, que era más bien barro. Los animales buscaban para tomar y se empantanaban. Había que sacarlos de ahí y después sacrificarlos, porque no se podían recuperar. Han muerto vacas, cabritos, chanchos, hasta gallinas, porque no había agua”, continúa su relato mientras sus profundos ojos verdes parecen hundirse en los recuerdos.
Sus manos se posan en sus larguísimos cabellos, de un gastado tono cobrizo. Mira de frente y escudriña en silencio. Las palabras surgen a borbotones de sus labios y, simplemente, habla, relata, detalla las penurias que debieron soportar durante los más de 200 días en los que el cielo se negó a regar los campos. “Casi todos los pozos de agua se secaron y nadie quiso abrirlos, porque tienen agua salada. Ni los pajaritos quieren tomar el agua que sale”, afirma.
De acuerdo con el documento “Deforestación de los bosques nativos en Argentina: causas, impactos y alternativas”, del ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación, la deforestación disminuye la capacidad productiva de los suelos por salinización en zonas áridas. Así lo confirma Abt Giubergia, quien añade que “la sal tiende a ascender cuando hay fenómenos de mucho calor”.
La última gran sequía comenzó en abril de 2021 y terminó a fines de octubre de ese año, cuando la tierra recibió el regalo de lluvias abundantes, que se multiplicaron a la largo del mes siguiente y tornaron los caminos intransitables. En Santiago, como en otras regiones argentinas, la crisis climática se expresa a través de una mayor recurrencia de eventos extremos.
Shalaca
“Yo vivo aquí de toda una vida. He nacido aquí. Me he criado aquí. Soy hija de los abuelos porque ellos me han criado”, cuenta Angélica. Con ellos siempre habló en quichua, su lengua originaria, aunque -para evitar burlas- el “papi” le pidió que no la usara en el pueblo. “Te van a decir ‘shalaca’”, asegura que le decía, y se queda pensando en el significado de esa palabra.
Desde el Alero Quichua Santiagueño, programa radial con más de 50 años que nació para rescatar, conservar y difundir la lengua nativa que aún se habla en 14 departamentos de la provincia, traen la explicación. En el habla popular del santiagueño no informado sobre la lengua quichua, la palabra shalaco define al quichuista en general y, peor aún, a quien habla un castellano errado.
“Alguna gente dice shalaco, en un tono despectivo. El desconocimiento y la imitación a quienes ignoran, llevan a caer en esos errores. Lo correcto es que la palabra quichua ‘shalacu’ designa al nacido en la zona del río Salado”, señala el investigador Cristian Ramón Verduc en ese programa radial.
A pesar de los calificativos despectivos que sufría como quichua-parlante, Angélica siempre se sintió orgullosa de hablar su lengua ancestral y esta fue parte fundamental en su autoreconocimiento. “Yo siempre sentía que esto de saber hablar la lengua era importante. Hay muchos que tenían vergüenza de hablar y eso me dolía, porque era la lengua de mis abuelos, y de la gente de antes”, afirma sin falso orgullo, convencida del valor de sus raíces.
Un suspiro apenas detiene su voz, que se pierde en la ardiente siesta santiagueña. Sus manos se mueven en sincronía, como reafirmando cada palabra. Con ímpetu, como gritándole al mundo, exclama: “Nuestra sangre nos grita que estamos aquí y estamos vivos”.
Bosque nativo
La comunidad Yaku Muchun, con Angélica a la cabeza, no baja los brazos y lucha por resguardar su territorio como uno de los últimos bosques nativos de la provincia. Según la Ley Nacional 26.331, se entiende como bosque nativo a todos los ecosistemas forestales naturales, en distinto estado de desarrollo, que presentan una cobertura arbórea de especies nativas mayor o igual al 20% con árboles que alcanzan una altura mínima de 3 metros y una ocupación continua mayor a 0,5 hectáreas, incluyendo palmares.
Argentina cuenta con 536.545 kilómetros cuadrados de bosques nativos, el 19,2% de su superficie. Santiago del Estero, con 7.108.203 hectáreas, es una de las provincias con mayor superficie de bosque nativo, junto a Salta, Chaco y Formosa, con las que conforma el Parque Chaqueño, según los datos del Ministerio de Ambiente de Nación.
Los bosques nativos son fundamentales para la regulación hídrica, la formación y conservación de suelos, la conservación de la biodiversidad, la fijación de carbono, la provisión de alimentos, agua, fuentes de energía, materiales de construcción o medicinas, la preservación y la defensa de la identidad cultural, puntualiza ese documento.
Deforestación
Argentina está entre los diez países del mundo con mayor pérdida neta de bosques en las tres últimas décadas. Sólo entre 1998 y 2018 se perdieron alrededor de 6,5 millones de hectáreas (65 mil kilómetros cuadrados), el equivalente en superficie a tres veces la provincia de Tucumán. El 43 % de ese total (2,8 millones de hectáreas) se desmontaron a partir de 2008, ya con la Ley de Bosques en vigencia, según el informe “Causas e impactos de la deforestación” de Ambiente de Nación.
La pérdida de bosque nativo entre 2007/2018 se localizó sobre todo en la región del Parque Chaqueño (87%), más que nada en Chaco (14%), Formosa (13%), Salta (21%) y Santiago del Estero (28%). En el contexto de Sudamérica, la expansión de la frontera agropecuaria en la región la convierte en el segundo foco de deforestación después del Amazonas.
De acuerdo con el monitoreo de deforestación en el norte de Argentina que realiza de forma anual Greenpeace, las imágenes satelitales revelaron que durante 2020, a pesar de las restricciones por la pandemia de covid-19, en Santiago del Estero se desmontaron 32.776 hectáreas (327 km2), casi una vez y media la superficie de la ciudad de Buenos Aires. Sólo entre el 1 de enero y el 31 de marzo de 2021, en la provincia se deforestaron 9.126 hectáreas.
Impacto
La deforestación es una causa importante de contaminación atmosférica y contribuye al calentamiento global. Tiene, además, un fuerte impacto sobre las poblaciones más vulnerables. “En la historia que tenemos como provincia, con conflictos por la tenencia de la tierra, ha coexistido esta cuestión de que los títulos los tienen los privados, pero la posesión de la tierra la tienen las comunidades”, dice Abt Giubergia. “Esta debilidad hace que haya éxodo de población, conflictos por la tierra, pérdida de arraigo y comunidades que ya no pueden subsistir más porque quedan restringidas y se tienen que ir”.
“En algunas zonas, el uso de agroquímicos puede impactar sobre las poblaciones y sobre la calidad del agua. La población que más padece la consecuencia es la más humilde, la más vulnerable, que está muy relacionada con el bosque”, precisa la investigadora. El paquete tecnológico asociado a la agroindustria argentina es muy químico dependiente, con gran demanda de productos como pesticidas e insecticidas que generan un impacto en la salud socioambiental de los territorios.
De acuerdo con Greenpeace, las emisiones por deforestación en Santiago del Estero, Salta, Formosa y Chaco, durante 2020, fueron de 20.922.835,07 Tn CO2 equivalente, un valor que es comparable a la emisión producida por más de 4 millones de vehículos en circulación durante un año.
Abt Giubercia recuerda las palabras de Néstor Ledesma, uno de los fundadores de la carrera de Ingeniería Forestal en Santiago del Estero, quien decía que el bosque impedía que Santiago del Estero se convirtiera en desierto. “Si uno ve la posición que ocupamos en el planeta, a la misma latitud de nosotros se encuentran los grandes desiertos del mundo. Pero en lugar de tener desiertos, la naturaleza aquí ha generado un bosque que se adapta a este clima semiárido que tenemos”, confirma.
Tierras marginales
La expansión de la frontera agrícola desde la región pampeana hacia el parque chaqueño, un proceso que se aceleró a fines del siglo XX, permitió que el mercado inmobiliario saliera en busca de tierras con bosques, que luego eran desmontados y vendidos a precios mayores. Tal es así que el valor de la tierra desmontada triplica al de la tierra con bosque.
De acuerdo con datos del Ministerio de Ambiente de la Nación, en Santiago del Estero, una hectárea ocupada por bosque puede costar 800 dólares, mientras que su precio sin bosque alcanza 3.200 dólares. Gran parte de esas tierras, que antes eran consideradas marginales, se encuentran bajo tenencia precaria (un préstamo que puede terminar en cualquier momento), ya sea bajo posesión veinteañal por parte de comunidades campesinas o por ser parte de territorios indígenas.
La resistencia
Angélica y la comunidad Yaku Muchuna saben que tienen que proteger su bosque nativo. Y lo hacen con uñas y dientes. Ya en 2013 resistieron el avance de una empresa que, con topadoras, intentaba desmontar el campo de donde las familias sacaban lo esencial para vivir. Fue así como, recuerda, “entre todos, acordamos que era necesario resistir a cualquier precio ese atropello y defender lo propio”.
También debieron soportar contradenuncias de empresarios que los acusaban de hacer desmanes en el marco de la resistencia, por lo que quedaron procesados judicialmente 21 pobladores, entre ellos, una menor de doce años y un joven con retraso madurativo.
En este escenario, el pueblo tonokoté de Yaku Muchuna aprendió a resistir y a pelear por sus derechos. Angélica se convirtió en la cara visible de esa lucha. Asegura que, a pesar de sus carencias, es feliz, porque la tierra le da todo lo que necesita para vivir.
“Sabemos que gracias a ese espacio de tierra que tenemos podemos desenvolvernos, criar animales, sembrar y hacer nuestra forma de vida normal. Sin tierra no somos nada. Hoy, se van notando muchos cambios porque la tierra, poco a poco, nos pide a gritos auxilio”, asegura.
Y con fuerza, afirma: “Queremos tener un lugar en esta sociedad y que se nos tome en cuenta. Que sepan que existimos, que tenemos una cultura y derechos también. Que no tenemos que andar con plumas o con las vestimentas que nuestros antepasados solían usar para ser identificados. Somos los indios de hoy. Somos aborígenes de hoy”.
Angélica soñaba con “ser alguien”. Aún no toma conciencia de que se convirtió en una verdadera gigante que lucha por los derechos históricos de su pueblo.
*Esta historia forma parte de “Territorios y Resistencias” la investigación federal y colaborativa de Chicas Poderosas Argentina, que fue realizada entre octubre y diciembre del año 2021, con el apoyo de la Embajada de Estados Unidos en Argentina, por un equipo de más de 35 mujeres y personas LGBTTQI+ de todo el país de forma colaborativa.