A LA VASTA CRIATURA APODÓ GOLEM
Dramaturgia y dirección: Matías Martínez
Producción: Mariano Del Grande
Actúan: Federico Fernández Salafia, Martín Fumiato, Luciano Matricardi, Tito Gómez, Magdalena Perone, Graciana Tucat, Guillermo Peñalves y artistas invitados
Música: Matías Tamburri
Canciones: Magdalena Perone
Escenografía y esculturas: Cristian Grignolio
Vestuario y caracterización: Ramiro Sorrequieta
Luces: Diego Quillici
Sala: Príncipe de Asturias, Centro Cultural Parque de España
“Adán y las estrellas lo supieron en el Jardín. La herrumbre del pecado (dicen los cabalistas) lo ha borrado y las generaciones lo perdieron. Los artificios y el candor del hombre no tienen fin. Sabemos que hubo un día en que el pueblo de Dios buscaba el nombre en las vigilias de la judería”, escribió Borges en su poema “El Golem”, un presagio del fin y del principio acerca de un hombre “fabricado” por los cabalistas, donde lo patético se vuelve casi humorístico, y donde la superstición determina el engaño y la manipulación.
El poema, de manera libre, sirvió de disparador para montar A la vasta criatura apodó Golem, frase que aparece en ese mismo texto, el nuevo trabajo del actor, director y docente local Matías Martínez con el que, una vez más y como lo ha hecho a lo largo de toda su carrera, deja de lado lo transitado o conocido para probar otras cosas, más allá de que en su trabajo inmediato anterior, Representación nocturna del marqués de Sebregondi, a partir de “El niño proletario”, del fugaz y siempre extremo Osvaldo Lamborghini, ya se percibía en el montaje un tono por momentos operístico donde, también, la música (el sombrío universo sonoro en su totalidad como también pasa acá) tenía gran protagonismo y daba clima a la crueldad del acontecimiento narrado.
En coproducción con el Centro Cultural Parque de España donde se estrenó y llevó adelante cuatro funciones (las últimas este fin de semana), el material indaga en tono poético en la génesis del mal y para eso evoca un imaginario propio que, en la primera parte, toma elementos, en su silente narrativa, particularmente del cine. Las referencias al expresionismo alemán están presentes en una especie de homenaje al cineasta Paul Wegener, que en 1920 estrenó Der Golem; la evocación de un mundo irreal pero que se percibía como posible donde, como creación, aparece una estatua de arcilla que cobra vida y se vuelve vengativa, dejando en claro que todo aquello sobre lo que “se pierde el control” se puede volver “peligroso e irracional”.
Es precisamente esa especie de fábula la que Martínez pone a funcionar en su compleja maquinaria escénica, que también se revela como una crítica a la Iglesia y sus complicidades, para sostener la tensión (un gran desafío) y abordar una segunda parte del material más teatral pero en gran medida igualmente silente, donde deshermetiza el discurso y se vuelve un poco más literal, en relación con las consecuencias de ese poder otorgado y peligroso que tuvo momentos culminantes a lo largo en la historia como pasó en la Argentina con la última dictadura cívico-militar, un tema que parece ser inevitable. De hecho: el mismísimo Cadáveres, el emblemático texto que Néstor Perlongher escribe y rescata en medio de las atrocidades de la última dictadura es leído minutos antes en el entreacto (por Omar Serra en las primeras funciones y por el propio Martínez en las últimas), como símbolo de todo lo cotidiano que termina sepultado.
El Golem es al rabino que lo creó lo que el hombre es a Dios y lo que el poema es al poeta o el artista a su obra. Y así funciona este trabajo: como un eco de un mal imperante en el mundo que bien podrían ser la derecha y el neoliberalismo, creados por unos pocos, para el beneficio de otros pocos y que hoy se está resquebrajando, pero también es una crítica al fracaso de la izquierda, algo que la obra materializa en medio de sus vaivenes.
Es en ese vacío de sentido que dispara el capitalismo que entre los pocos textos que se escuchan, brilla “Jabberwocky”, el legendario poema de Lewis Carroll que aparece en Alicia a través del espejo, que es, precisamente, una oda al sinsentido.
Martínez, al frente de un gran equipo artístico, más que nunca en su producción de más de dos décadas desde que comenzó a mediados de los 90 con La Piara, llena el profuso material de preguntas y se corre del lugar de las respuestas en un montaje que pareciera estar aún en proceso dada su diversidad y superposición de lenguajes que intentan convivir. De hecho, se trata de un espectáculo abierto, pero no llano, sino sinuoso, donde la profusión de signos y significantes que aparecen complejizan la mirada llevando al espectador a elaborar su propia lógica de sentido (hay que entrar en él) poniendo todo en el más lejano límite de la subjetividad, más allá de la compartida lectura en relación con la belleza plástica de algunos de sus pasajes.
Allí dialogan los objetos escenográficos (esculturas de grandes dimensiones) del talentoso Cristian Grignolio, con el vestuario y las caracterizaciones del siempre elocuente Ramiro Sorrequieta, junto a la música en vivo de Matías Tamburri, que de manera literal teje otra de las partituras que ponen en pie la espectacularidad del montaje.
Como pasaba con La última noche de la humanidad de Ana Alvarado y Emilio García Wehbi, que tomaba como disparador Los últimos días de la humanidad de Karl Kraus, este es también un drama en dos actos que modifica radicalmente su lógica escénica y formal en la segunda parte, a diferencia de la génesis de la primera donde los falsos desnudos restan potencia a las imágenes. De todos modos, en ambos tiempos de la puesta, se luce con su nítida presencia escénica, tanto como actriz o cantante, Magdalena Perone, todo un hallazgo, y algo similar pasa con el talentoso Guillermo Peñalves.
Como el español Calixto Bieito o el italiano Romeo Castellucci, ambos directores de teatro cuyas incursiones en la ópera han generado una verdadera revolución formal, este montaje de Martínez, salvando las distancias pero claramente corrido desde los factores de producción de la media local, evoca elementos y construcciones escénicas transitadas por ambos creadores de reconocimiento internacional. Y al mismo tiempo es la clara antesala de una nueva etapa en su carrera, donde la ópera, y su matriz fundante, es decir la música, aparecen en un primer plano.
Pero A la vasta criatura apodó Golem no es una ópera. En todo caso es el ensayo y búsqueda de un lenguaje a futuro, un experimento con algunos momentos más logrados que otros donde conviven una multiplicidad de lenguajes y donde se aborda un final en el que, inteligentemente, se resignifica todo el material. Allí la esperanza, las palabras y el regreso a lo lúdico y lo mágico ponen a la propuesta en otra dimensión.