Por Fernanda Mutio y Erika Chaloupka (Arena Política Consultores) (#)
La primera mitad del año 2020 tiene a la expansión de la pandemia del covid-19, y por consiguiente a la cuarentena global, como grandes protagonistas de la agenda pública. Entre los nuevos comportamientos que la sociedad se ha visto obligada a adoptar, la incertidumbre por la situación sanitaria, el distanciamiento de los lazos afectivos y la caída de la economía a nivel individual y global que trajo consigo esta situación se suma encontrarse frente a un Estado que ha recuperado su protagonismo al demostrar eficiencia en adaptarse a las nuevas problemáticas y en responder de forma rápida interviniendo tanto en la economía como en todas las áreas de la vida social.
Esta intervención estatal visibilizada ya sea en políticas sanitarias como de contención económica ante la crisis también viene acompañada de una expansión del paradigma de seguridad y control y una fuerte presencia de las fuerzas policiales como elemento fundamental del control de la vida social. En este contexto, una serie de hechos criminales que involucra a sectores de las fuerzas del orden, demostraron que en sus prácticas internas aún permanece una lógica de poder autoritario.
El pasado 25 de mayo, mientras en Argentina conmemorábamos, desde nuestras casas, la creación del primer gobierno patrio, en Minneapolis, Estados Unidos, cuatro agentes de la policía local asfixiaban hasta la muerte a George Floyd un afro estadounidense acusado de pagar con dinero falso, contagiado de coronavirus, rodeado de una multitud que filmaba la situación y víctima, en última instancia, del racismo y de un Estado que no supo protegerlo, sanitaria, económica y socialmente.
Con las calles de Estados Unidos movilizadas por el hecho y la opinión pública conmocionada a nivel internacional, comenzó a vislumbrarse que hay, al menos por el momento, un amplio acuerdo que algo debe hacerse sobre el problema de la violencia policial. Pero, ¿qué pasa en nuestro país?
La violencia policial teñida de racismo en Norteamérica también muestra su cara en nuestras ciudades. A lo largo del aislamiento social, preventivo y obligatorio, sucedieron numerosos hechos de violencia, detenciones arbitrarias, humillaciones y golpizas por parte de las fuerzas policiales y al menos 5 crímenes violentos en distintos lugares del país donde, nuevamente la policía es señalada como la principal responsable.
Durante el mes de abril en la provincia de San Luis, luego de ser detenidos por presuntamente violar la cuarentena, aparecieron muertos en celdas de comisarías Florencia Magalí Morales y Franco Maranguello. El 15 de mayo pasado, 10 días antes del asesinato de George Floyd en Estados Unidos, en la provincia de Tucumán, la policía local golpeó hasta casi dejar inconsciente a Juan Espinoza y frente a sus ojos detuvo, torturó, asesinó y desapareció a Luis Espinoza, su hermano, un peón rural, padre de 6 niños. Durante los primeros días de junio se viralizaron videos de oficiales de la policía chaqueña agrediendo brutalmente a una familia de la comunidad Qom en la ciudad de Fontana y disparando por la espalda a un joven que había sido demorado por romper la cuarentena en el barrio Güiraldes de la ciudad de Resistencia.
Estos hechos sucedidos durante la cuarentena, amparados por la necesidad de seguridad y control ciudadano y por la posibilidad habilitada por el Decreto Presidencial de detener a quien viole el aislamiento, en realidad no hacen más que dar cuenta de actos que no consisten en una anécdota de una patrulla perdida a la que se le suelta la cadena, es algo estructural, sistemático y repetitivo en las fuerzas de seguridad de nuestro país, pero así también de muchas otras instituciones. Luciano Arruga, Rafael Nahuel, Santiago Maldonado, la masacre de San Miguel del Monte donde murieron 4 adolescentes en un confuso episodio tras una persecución policial son casos que se suman al nefasto listado.
En nuestra ciudad la desaparición y muerte de Franco Casco por el que se elevó a 19 policías a juicio oral, la muerte de María de los Ángeles Paris en una comisaría en causas aún no establecidas, la doble ejecución de delincuentes desarmados en el macrocentro por parte de un policía (actualmente imputado) hace un año atrás, el doble crimen de David Campos y Emanuel Medina acribillados son solo algunos, y con los peores desenlaces, de casos donde la violencia institucional, el gatillo fácil, la brutalidad policial se hace presente.
En Argentina la violencia es relacional y sistémica por lo tanto institucional, clasista y machista. La violencia sistémica se puede entender como aquello que el sociólogo Pierre Bourdieu, en su libro “La reproducción” publicado en el año 1979, llama violencia simbólica, es la relación social en dónde se internalizan las relaciones de poder que determinan los límites dentro de los cuales es posible percibir y pensar.
Ahora entonces, no nos parece tan lejano el caso George Floyd y la violencia policial y racial de Estados Unidos. Luis Espinoza murió víctima del autoritarismo y la impunidad, por ser peón y pobre, la familia qom en Fontana Chaco fue allanada ilegalmente, privada ilegítimamente de su libertad, vejada y torturada por ser pobres y miembros del colectivo de pueblos originarios. Mientras que un empresario que viola la cuarentena 14 veces en el centro de la ciudad es multado, aquellos que marcados por las necesidades económicas salen de sus barrios, ignorando la obligatoriedad del aislamiento, son sometidos a humillaciones y torturas, cuando no a la muerte.
La violencia institucional implica el reconocimiento de prácticas estructurales de violación de derechos por parte de funcionarios, dirigida hacia todos, pero en particular hacia los grupos más excluidos y/o minoritarios: los pobres, los jóvenes, el colectivo LGTB y las comunidades originarias. Tal vez en nuestro país el problema radica en el sesgo autoritario que poseen las fuerzas policiales y la ratificación de su autonomía en la construcción de políticas de seguridad. En un país dónde hay que explicar que una violación nunca puede ser un “desahogo sexual” no está de más aclarar que la violencia institucional es inaceptable y que las fuerzas de seguridad deben estar subordinadas, siempre, al poder político elegido por el pueblo.
Para poder avanzar en la erradicación de la brutalidad policial hay que destruir toda una matriz cultural que hace que se guíen por la impunidad y el autoritarismo. Por otro lado, nuestra sociedad tiene como responsabilidad superar el acostumbramiento al horror y recuperar la capacidad de respuesta ante el sufrimiento del otro. Nos consternamos por el asesinato de George Floyd pero “negro de mierda” sigue siendo uno de los insultos más utilizados socialmente, la justificación del accionar policial con la frase que rememora a la época más nefasta de nuestro país “algo habrán hecho” también. Tal vez todavía haya que entender que hay situaciones que no se pueden tolerar, ya que en nombre de la tolerancia se generan los peores mecanismos de exclusión.
(#) Las autoras son Licenciadas en Ciencia Política de la Universidad Nacional de Rosario. Arena Política Consultores está formada por un equipo interdisciplinario de profesionales que apuntan al abordaje multidimensional e integrador de los escenarios para su análisis y acción (arenapoliticaconsultores@gmail.com)