Juan Aguzzi
En el Medioevo, en muchas ciudades europeas surgió un espacio de comercialización e intercambio de productos que no se conocía hasta entonces. Fuera de las ciudades, estas transacciones se hacían muy difíciles de llevar a cabo ya que a veces quienes vendían algo intentaban luego recuperarlo para volver a venderlo valiéndose de cualquier recurso que se los permitiera. Y los más honestos eran presa de la codicia de los llamados siervos de la gleba, quienes vivían en condición de semiesclavitud y carecían de cualquier derecho individual, por lo que cuando solían escapar de los confinamientos de trabajo forzado a los que solían ser sometidos por los señores dueños de los territorios, intentaban apoderarse de cuanto se les cruzara en el camino. También esos espacios representaban la posibilidad de conseguir ciertos productos que escaseaban en esa época y que venían de otros países o territorios. Era común encontrar allí un habla de distintas lenguas porque asistía gente de diversa procedencia con sus productos originarios que los campesinos o los comerciantes agrupados en ese feudo no tenían como propio. Esos espacios comenzaron a denominarse ferias, término cuyo origen era el latín “fesiae” o “festivitas” que significaba o días festivos. Si bien algunos textos dan cuenta de que en el siglo V ciertos espacios comerciales adoptaron una fisonomía similar a lo que luego se conocería como ferias, todo indica que comenzaron como tales en el siglo XI y proliferaron con ese formato hasta el siglo XIV, es decir su auge fue entre 1150 y 1300 y las ferias más famosas fueron la de Champagne, las de Troyes, Provin, Bar-sur-Aube y Lagny, todas en Francia. En la conocida en ese entonces como península Ibérica fue muy importante la de Medina del Campo y la de Sanlúcar de Barrameda, pero también hubo en Amberes y Ginebra, todas ellas muy pujantes y con el claro objetivo de aprovisionamiento e intercambio. Muy difícil, claro, era la conservación de los alimentos ya que los trazados donde funcionaban las ferias solían no estar demasiado higienizados y, aunque cada uno de los que tenía un puesto era responsable de mantener limpia el área que ocupaba –no se podían dejar caballos atados ni sueltos en el mercado–, por momentos solían abundar olores muy cargados que venían incluso de vegetales que no llegaban a venderse como frescos.
Intercambio de bienes y socialización
Ya montadas, la duración de las ferias alcanzaba poco más de un mes si la comercialización no era muy productiva y llegaba a los dos meses y medio cuando la movilidad de lo exhibido compensaba el empleo del tiempo. Iban desde marzo a noviembre –no funcionaban en los crudos inviernos– y en determinados días se hacía hincapié en el intercambio de paños, en otros en la piel curtida de cabra y el cuero adobado y grabado con dibujos en relieve que traían desde Libia; también se vendía mucho vino y miel que en determinadas épocas solía escasear y eran bienes muy preciados. Carne, pescado, frutas, cerámicas, cacharros y utensilios de hierro se contaban entre los productos más solicitados; también se intercambiaban o vendían animales vivos como gallinas, ovejas y vacas; entre lo que se comercializaba a mayor precio estaban el aceite, las sedas, las lanas finas, los perfumes y las especias. Cuando en los alrededores de las ferias había talleres de carpintería, orfebrería o sastrería y esas calles o pasajes comunicaban directamente al espacio central, ponían carteles que indicaban el camino y los curiosos y potenciales compradores se llegaban hasta allí. En los días previos a su cierre se hacía una suerte de balance entre los participantes, donde se evaluaba el éxito o fracaso de la actividad. Si la finalidad de las ferias tenía que ver con el intercambio de bienes y cierta socialización –durante los días que duraban los siervos de la gleba podían transitar por ellas sin mayores inconvenientes–, a su alrededor proliferaban las casas de albergue donde los viajeros que traían mercaderías podían descansar. Todavía hoy en algunas ciudades grandes no pocas plazas se conocen como “Del mercado” y guardan trazas muy similares a las fundacionales. Los lugares de emplazamiento eran aquellos de gran circulación pedestre y se armaban improvisadas tiendas para techarlos y guarecer puestos de las lluvias, que en determinadas épocas duraban varios días.
Los feriantes y los actores
Las ferias combinaban puestos fijos –repetidos en cada una y a veces en el mismo lugar que la vez anterior– con otros temporales, generalmente armados por gente de paso que ofrecía algún raro producto o por quienes cocinaban guisos, carnes y legumbres para alimentar a los feriantes. Otros protagonistas que suscitaban especial entusiasmo eran los actores, titiriteros y músicos ambulantes que llegaban en sus carros e instalaban una especie de tablado –artefacto que luego adoptarían los titiriteros para sus representaciones– donde improvisaban algunas funciones durante el día. Aparte de las monedas que lograban reunir, la mayor parte del pago era en “especies” puesto que allí podían comer, vestirse y hacerse de herramientas o hasta madera con que armar sus escenarios o alguna cabra de la que pudieran beber su leche. Se sabe que sobre fines del siglo XIII hubo tres ferias favoritas para los actores porque encontraban un público casi multitudinario y ávido para las representaciones teatrales y que los esperaba ansiosamente: la de Champeaux, Saint Germain y Lendit, todas cercanas a París. Los actores también eran convocados por los mismos feriantes para anunciar la mercancía a viva voz y enterar al resto de quienes deambulaban y se les pagaba con lo que necesitasen en el momento. En su poemario Los gritos de París, Guillaume de Villeneuve –que escribió hacia fines del siglo XIV– recoge algunos de estos anuncios, que más o menos decían: “¡Pescados de Bondy, los mejores y sin espinas para no atragantarse!”, “¡Prueben los quesos más exquisitos de Champagne, hasta les pueden contar los agujeros!”, “¡Anguilas al precio más barato, que no se les escape de las manos!!”, “¡Regale una tarta caliente a su amor, tendrá una noche inolvidable!”. Al mismo tiempo que voceaban, los actores interpretaban alguna escena relacionada con lo que ofrecían y niños y mendigos los seguían en sus recorridos.
Componente solidario
Al término de cada día, los productos frescos que no se vendían eran ofrecidos sin tener que pagar o dar algo a cambio y se producía una suerte de “fiesta de cierre” con consumo libre, lo que ponía en juego un componente solidario. Justamente esta cuestión fue la que comenzó a preocupar a las autoridades regidas por el señor feudal de la zona, personificado en la figura de un rey, un duque, un barón, un conde que regenteaban los territorios o condados donde las ferias tenían lugar. Esta nobleza, propietaria de las tierras junto al clero, también se llevaba una parte de la recaudación general de las ferias puesto que era dueña de los espacios donde funcionaban y además se quedaba los productos que no habían sido comercializados; incluso los que venían de otras regiones debían pagar para armar su puesto y ofrecer sus productos. Lo que ocurría al final de cada día –que todos pudieran comer gratis, por ejemplo– no coincidía con la valoración que esos señores hacían de las ganancias que debían producirles las ferias y pronto comenzaron a prohibir esa actividad y con ello cierta fraternidad nacida de las relaciones entre feriantes que convivían durante algún tiempo, enterados de las penas que compartían. Cuando esto ocurría de igual modo luego de la prohibición, es decir, cuando los feriantes compartían su mercadería y eran observados en fraganti, los soldados que representaban la autoridad emanada del señor feudal los echaba del lugar y pedían a los presentes que les tirasen piedras o restos de comida; muchos de los que se negaban pasaban a ocupar ese lugar. De todos modos eso no apagó el fragor solidario que se daba y que pasó a ser más clandestino para burlar la vigilancia y compartir la mercadería con quienes la necesitaban. Como se ve, ya en el Medioevo lo que ocurría en las ferias se sustentaba en la idea de que la solidaridad era un componente esencial para resistir los abusos de los señores feudales, y del clero, que daba un valor de verdad legítima e incuestionable a sus acciones usurarias, un dechado de pre-capitalismo en orden a la acumulación desmedida que era la razón de ser de la nobleza. Pero las ferias y sus protagonistas ya echaban a andar su propio camino y sus propios modos de resistencia a las imposiciones económicas generando su propio sistema de economía social. Un rasgo que se perpetúa hasta el presente.