Por Ricardo Ragendorfer | Télam
Desde el 11 de diciembre se realiza por vía remota el juicio por delitos de lesa humanidad cometidos en “Puente 12”, un centro clandestino del Ejército que funcionaba cerca de la avenida Ricchieri y Camino de Cintura, en La Matanza.
Dado que dicho “chupadero” se inauguró durante el último trimestre de 1975, en este debate –a cargo del Tribunal Oral en lo Criminal Federal Nº 6 (TOF 6) – subyace la certeza de que el aparato represivo de la última dictadura ya se encontraba activo con anterioridad al golpe de Estado del 24 de marzo de 1976. Lo prueban los profusos quehaceres desarrollados en aquel período por el único acusado, Carlos Españadero (a) “Mayor Peirano”.
Su especialidad fue el análisis y la valoración de informaciones que –en la etapa previa a los secuestros masivos– se basaban en denuncias, infidencias y presunciones. También cultivaba otra de sus habilidades: la “penetración” y el “doblaje” del “enemigo”. Tanto es así que desde mediados de 1974 estaba al frente de una red de espías para infiltrar organizaciones revolucionarias.
Uno de los casos que enlazan a semejante personaje con Puente 12 fue el secuestro de las hijas y el bebé de Mario Roberto Santucho, quien fuera el máximo líder del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Idéntica suerte corrieron sus sobrinas y el hijo de un integrante del Estado Mayor insurgente. Nueve menores en total. También fue llevada su cuñada. Pero tamaño trofeo de caza no fue duradero. Porque todos serían rescatados en un audaz operativo realizado por esa milicia guevarista. He aquí sus hechos y circunstancias.
El kindergarten del horror
Corría el 8 de diciembre de 1975. Aún se ignoraba que en un departamento del centro porteño y en una casa de Wilde habían sido capturados 14 miembros de primer nivel del ERP. En el primer sitio, Sebastián Llorenz y Diana Triay; en el otro, el jefe militar de la organización, Juan Eliseo Ledesma (a) “Pedro”, y el responsable de Logística, Elías Abdón, entre otros nueve militantes.
Aquella noticia llegó al anochecer por boca de Juan Mangini, el jefe de inteligencia del ERP, a un domicilio del norte bonaerense donde se refugiaba Santucho. A modo de remate, dijo:
– Fueron a la casa de Ofelia y se llevaron a todos.
El “Roby” –como sus compañeros llamaban a Santucho– palideció. Esa frase había caído sobre su mente como una gigantesca roca en el océano. Era comprensible: en este caso, la palabra “todos” incluía a los nueve pibes.
En la tarde de ese mismo lunes, a Esteban –el pequeño hijo de Abdón– le festejaban su cuarto cumpleaños en la casa de Ofelia Ruíz de Santucho (la viuda de Oscar Asdrúbal, un hermano del Roby). En aquel lugar, situado en la calle Palacios 3323, de Morón, también vivían sus hijas, María Ofelia –de 15 años– María Susana –de 14–, María Silvia –de 12– y María Emilia –de 10–.
Al momento de los hechos se encontraban allí sus primas, Ana Cristina –de 14 años–, Marcela Eva –de 13– y Gabriela Inés –de 12– (frutos del matrimonio de Santucho con Ana María Villarreal) y el pequeño Mario Antonio –de nueve meses– (fruto de su segundo matrimonio con Liliana Delfino).
Ni bien la patota del Ejército irrumpió allí armada hasta los dientes, uno de los represores comenzó a preguntar a los gritos por el “embute”, así como en la jerga se le decía a los escondites caseros. Los tipos esperaban encontrar un tesoro de armas y dinero. Para dar mayor énfasis a la búsqueda, otro agarró al bebé para apoyarle su pistola en la sien. Mario Antonio rompió en llanto. Y el hombre, con desagrado, se lo pasó a Marcela Eva.
Ese sujeto reparó en ella. Y se acercó para mirarla mejor. Entonces dijo:
– ¡Paren de buscar! Estos son los hijos de Santucho.
El grupo fue llevado a Puente 12. Todos ingresaron allí con capuchas y las manos atadas, excepto el bebé. Ofelia fue separada del resto.
En algún momento detectó la presencia de Diana Triay. Su voz sonaba muy resquebrajada por la tortura. Pero pudo cruzar con ella algunas frases. Así supo que los otros 12 capturados también estaban allí. A continuación, Diana fue retirada de allí por un guardia.
Ofelia, siempre encapuchada, quedó sola, a la merced de la melodía del lugar: gritos de dolor, ladridos lejanos y automóviles que llegaban o se iban en medio de la noche. De pronto, escuchó los pasos de alguien que se le acercaba para decir: “Así que vos sos la cuñadita de ese hijo de puta”. Y sin esperar la respuesta, sus pasos comenzaron a alejarse.
A María Ofelia, aislada en otro sector, le cambiaron la capucha por una venda en los ojos. Y luego de ser también hostigada por su parentesco con Santucho, recibió un puñetazo en el estómago, además de ser toqueteada entre insultos y risas. “A vos te van a coger todos los soldados”, previno su agresor.
Al rato –ella ya había perdido la noción del tiempo– un guardia la llevó por un pasillo. Después crujió una puerta al abrirse. Y alguien le dijo:
– Mirá, piba, te vamos a sacar la venda.
Para el guardia esa frase fue una orden.
La luz que se colaba por una ventana la encegueció. Y tras parpadear, se vio en una oficina con paneles de madera y alfombra roja.
Desde un escritorio le sonreía un individuo con cabello rizado, hombros caídos y edad incierta.
– Soy el mayor Peirano –se presentó.
A renglón seguido, chorreando calidez, preguntó por su tío.
Ella negó todo contacto con el Roby. Y él bajó la voz para murmurar:
– Yo sé que me estás mintiendo, querida.
Y ordenó que se la llevaran.
El tipo repitió la escena con sus hermanas y primas, pero sin éxito.
Ya de noche, los chicos –sin Ofelia– fueron llevados en una camioneta a otro edificio acondicionado como “chupadero”. Era el “Pozo de Quílmes”.
A primera hora del miércoles Españadero fue convocado por el jefe del Batallón 601, coronel Alberto Valín. El tipo estaba muy nervioso porque un cable de la agencia española EFE daba cuenta del secuestro de los menores.
Españadero consideró que era una inmejorable ocasión para devolverlos y así diferenciarse de la “subversión”, que había matado de manera accidental a la hija del capitán Viola.
– Haga lo que quiera –le dijo Valín– ¡Pero solucione este quilombo ya!
Contacto en Flores
Fue el jueves a la mañana cuando Españadero llegó acompañado por Ofelia en una camioneta Chevrolet C10 al Pozo de Quilmes.
Veinte minutos después aquel vehículo partió ya con Mario en brazos de Ofelia y Esteban entre ella y Españadero. Atrás se estaban las siete chicas. La camioneta enfiló hacia la Capital.
En el trayecto el militar inquirió sobre el paradero de Santucho. Aunque otra vez sin éxito. La negativa echaba por tierra su pretendida mise en scène de la devolución. Y carecía de un plan alternativo.
De modo que se vio obligado a dar vueltas por toda la ciudad sin ton ni son. Ya al atardecer, frenó en una esquina de Flores.
– ¡Bájense todos! Ustedes se van a quedar ahí.
Y señaló un edificio. Era el hotel Real Splendid, un establecimiento de apenas dos estrellas. La identidad de los recién llegados le provocó pánico al recepcionista. Españadero lo tranquilizó:
– ¡Si señor, son hijos del terrorista! Soy el mayor Peirano y los traje por orden del Ejército. Se le va a pagar la cuenta.
Dicho esto, le dio unos pesos a Ofelia. Y dijo que a la mañana siguiente la buscaría para inventariar en la casa de Morón las cosas que faltaban.
Y se fue, antes de que el grupo fuera al bodegón de la esquina, tras tres días de ayuno involuntario.
Pero, a los postres, los detuvo personal de la comisaría 38ª. Españadero tuvo que intervenir para que Ofelia y los chicos volviesen al hotel.
La denuncia la había hecho el conserje del hotel, quien por tal razón fue debidamente insultado por el militar.
A primera hora del viernes, Españadero cumplió su promesa de buscar a Ofelia para ir a Morón. María Emilia fue con ellos.
Poco después, un hombre de impecable saco sport y maletín de cuero se registró con una falsa identidad en la conserjería.
Al advertir su presencia, María Ofelia tuvo el impulso de correr hacia él para abrazarlo. Pero se contuvo. Era “Alejandro”, así como en el ERP se hacía llamar Carlos All, Éste le guiñó un ojo.
La noche anterior se había planificado el rescate en el bunker del Roby, después de que Mangini –a través de una fuente vinculada a la comisaría 38ª – obtuviera el dato del paradero de Ofelia y los niños en el Real Splendid.
A partir de ese momento los acontecimientos precipitaron.
Ahora, tras el guiño del hombre del ERP, María Ofelia se encerró en su habitación. Minutos después, alguien golpeó la puerta. Era “La Abuela”, tal como en el ERP se hacía llamar Inés Urdapilleta.
– Te espero en la calle con Marito y Esteban –fueron sus palabras.
Allí, casi en la esquina con la Avenida Lafuente, estaba la hermana de Abdón junto a un vehículo con un muchacho al volante y el motor en marcha.
El bebé sería entregado a sus padres.
En tanto, La Abuela le decía a María Ofelia:
– Tenemos que irnos ya. ¿Dónde está tu mamá?
– No está. La vino a buscar el milico que nos controla. Fueron a nuestra casa. María Emilia la acompañó.
“Alberto” –cuyo verdadero nombre era Eduardo Merbilhaá– observaba la escena desde una mesa de la confitería del hotel.
– Si no nos vamos ya, se cae el operativo –insistió la abuela.
– Está bien, vayan. Pero yo voy a esperar a mi mamá y a mi hermana.
Los dos autos con las seis chicas, y otros tres vehículos de contención, partieron entonces con disimulo hacia la Embajada de Cuba, en Belgrano.
Justo cuando dicha caravana se alejaba, llegó Españadero con Ofelia y Emilia. El militar quiso saber dónde estaban los demás.
– Están jugando en la plaza – mintió María Ofelia.
– Mañana les tramito los pasaportes para viajar a los Estados Unidos. Ahí van a vivir tranquilas con otras identidades –prometió Españadero.
Ni bien se fue, Ofelia y sus dos hijas abordaron un taxi. Media hora más tarde, al llegar a la calle Virrey del Pino al 1800, sintieron un gran alivio al ver en el edificio de la esquina un mástil con la bandera cubana.
El grupo estuvo asilado allí hasta el 23 de diciembre de 1976, cuando la Junta Militar –que ya gobernaba al país– les dio el salvoconducto para viajar a La Habana.
¿Quién hubiera imaginado que 45 años después la Justicia reuniría otra vez a los protagonistas de esta historia?