Gentileza: dataclave.com.ar
La reforma de la justicia federal es una cuestión constitucional y también política. Pone en evidencia hasta donde los discursos se corresponden con las prácticas. Entre 1871 y 1873 Jofré dijo que se perdió la oportunidad histórica de tener para el país la justicia que la CN quiere. En 1983, con el regreso a la sensatez y la vocación jurídica por la libertad, fue Raúl Alfonsín, de la mano de Carlos Nino y Julio Maier, quién planteó que la democracia necesitaba una nueva justicia.
Inició el proceso de reconstrucción con el juicio a las juntas Militares que dejó como legado histórico un verdadero pacto constitutivo de la de la democracia argentina. Pero el proyecto Maier de reforma judicial federal fue desechado por el gobierno posterior, cuya reforma judicial fue más de lo mismo, limitándose a introducir, en la etapa de plenario, el mal llamado juicio oral que, en verdad, es sólo un juicio leído.
Desde allí en adelante se mantuvo la misma estructura y sistema de organización judicial heredado de la colonia, las mismas prácticas y rutinas. Peor aún, un diseño feudal de Juzgado con territorio propio y propia cohorte de empelados, que funciona autónomamente y sin control alguno y que ha llevado a naturalizar (y la crítica se extiende a otros fueros y tribunales) una de las más graves lesiones a la independencia judicial (que no es privilegio del juez sino garantía del ciudadano): la delegación de funciones (evitable en casos “relevantes” para el señor feudal).
Una investigación prácticamente secreta, contaminada en los últimos años, especialmente en un sector de la justicia federal, por las agencias de inteligencia y desquiciada con la aparición de villanos llevados a héroes. Refiero a personas sospechadas de cometer delitos (imputados, no testigos), llamados arrepentidos o delatores (figura a tono con el proceso que tenemos ya que su origen provine de la Inquisición), poco o nada creíbles, que pueden negociar impunidad o beneficios con un estado degradado éticamente. Allá lejos y al final del camino: un juicio leído. Antes de ello un uso arbitrario y hasta extorsivo de la prisión preventiva. Más grave aún, el law fare no es una creación académica.
Para que esto sea posible hay dos coautores principales: el juez de instrucción, que puede construir y adueñarse de los casos como propios y el expediente escrito, fuente de la cultura burocrática del trámite y de la posibilidad de regular (en función de la dinámica política o los propios intereses) la «trazabilidad» de los procesos. El resultado, desde hace años, es por todos conocidos y tiene nombre de Comodoro, salvando –obviamente- dignas y no pocas excepciones.
Si este diagnóstico se aproxima a la realidad, ¿cuántos podrían levantar la mano contra una reforma que procure recuperar el proyecto institucional de una justicia pública (en última instancia los actos del poder judicial son actos de gobierno), transparente y que dé respuestas en tiempo razonable?
El actual gobierno ha intentado poner fin a uno de sótanos de la democracia y con ello al secretismo con que se manejaban parte de los fondos públicos y a la repugnante influencia y condicionamiento de la agencia de inteligencia en las investigaciones judiciales. Pero si igual pretensión postula –como surge del discurso presidencial- para cambiar aquél estado de cosas en la justicia, me permito opinar que el camino elegido no sólo resulta inadecuado sino que asume el riesgo de convertirse en una verdadera contra reforma.
No incluyo en la objeción a la honorable Comisión designada para abordar temas relevantes y urgentes, aunque imagino el esfuerzo que deberán hacer para compatibilizar el sentido constitucional propio del juicio por jurados o el Ministerio de la Acusación con las normas ahora proyectadas. Anticipo también mi postura en orden a la necesidad de revisar el sistema de selección y el funcionamiento del Consejo de la Magistratura, así como lo atinente a la CSJN, en tanto el sistema actual que viabiliza el recurso extraordinario es incompatible con una Corte de sólo cinco miembros y expertos en todos los temas.
Vuelvo aquí a la cuestión de la independencia y la delegación funcional. También es atendible la unificación de los fueros criminal y correccional y nacional en lo penal económico como la transferencia de la competencia penal no federal a la ciudad autónoma. Finalmente, no creo, ni advierto técnicamente, que el proyecto presidencial pueda vincularse con supuestas garantías de impunidad, sólo imaginables –a la luz de lo proyectado- en un puro juego político difícilmente justificable.
Pero tampoco puedo menos que advertir que el proyecto presentado, en sus líneas más generales, supone recetar la misma medicina para los mismos males. El problema no es sólo Comodoro Py; el problema es constitucional y político; está directamente vinculado al modelo de investigación y juicio que exige nuestra Constitución Nacional y a romper una lógica de ejercicio de poder que ya no podemos tolerar.
El problema son los juzgados federales penales, su estructura, su diseño, sus procesos de trabajo, todo un modelo de organización que posibilita la realidad arriba descripta. Por tanto, si se trata de resolverlo jamás se logrará apelando a su reproducción y, además, multiplicándolo de manera innecesaria. Porque aún en la vieja lógica es injustificable, por ejemplo, que existan 46 juzgados federales penales en el ámbito de la Ciudad Autónoma y hasta serían revisables muchos de los propuestos para el interior del país. Lo grave, sin embargo, es que de aprobarse la propuesta podremos asistir a una verdadera contra reforma.
Dicho de otro modo, ¿cómo compatibilizar el sistema acusatorio y adversarial (sistema de audiencias públicas y orales) y, peor aún, el propio juicio por jurados populares con una estructura de Juzgado y una instrucción formalizada?; cómo garantizar la eficacia de la persecución penal con un sistema de competencia por distrito y por Juzgado y con fiscales que actúen en función del turno del juzgado?; cómo implementar, dentro de dos años en la Ciudad Autónoma, el sistema acusatorio frente a la descomunal ampliación de toda una estructura que, precisamente, el modelo constitucional de proceso apunta a desmantelar?.
Si queremos dejar atrás la desafortunada experiencia de Comodoro Py y, con una mirada más federal, recuperar una justicia federal pública, transparente, eficiente y con mayores garantías de independencia e imparcialidad, el camino es más sencillo. Gran parte de las soluciones están previstas en la ley 27.063, cuya implementación fue resistida una y otra vez. Pasa también por la organización de un Ministerio Público de la Acusación dinámico, guiado por el principio de objetividad y unidad de actuación, diagramado en función de unidades de investigación especializadas, con una moderna estructura de gerenciamiento diferenciada de las áreas de ejercicio de la acción, una persecución penal estratégica (y no caso por caso), un sistema de asignación de casos inspirados en lógicas de eficacia (no por distritos) y con un fuerte sistema de control y rendición de cuentas; en este esquema surge indispensable la propuesta y designación de su máximo responsable.
En fin, una reforma que apunte a un sistema de audiencias públicas y orales (incompatible con el expediente escrito y con la delegación de funciones), con jueces nucleados en un colegio (incompatible con la estructura de juzgado y donde ya no hay “propietarios” de los casos), que se limiten exclusiva y excluyentemente a ejercer la jurisdicción (no a administrar una pyme), donde todo el gerenciamiento del sistema quede a cargo de las oficinas judiciales o de gestión (área para las que ningún abogado ha sido formado). Demás está decir el rol superlativo de la defensa pública y la necesidad de su fortalecimiento.
Lamentablemente, y con las salvedades formuladas, las normas proyectadas aquí objetadas serán un obstáculo más a la eventual operatividad del art. 26 del mismo proyecto.
La reforma judicial no involucra sólo una dimensión cuantitativa (de hecho con los recursos que eventualmente deberían asignarse según el proyecto podría sobradamente implementarse en lo inmediato el sistema acusatorio) sino, ante todo cualitativa.
No es sólo una cuestión técnica, mucho menos procesal; es un problema constitucional y, además, esencialmente político porque lo que se discute, en última instancia, es poder. Una nueva concepción y ejercicio de poder hacia afuera y hacia adentro.